Mister X

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6. Cómo pasé mi cumpleaños

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Laurie bajó una copa del armario, cogió otra que había dejado junto al fregadero y las apretó contra la palanca del dispositivo para extraer hielo del congelador. Luego sacó un litro de la bebida preferida del difunto Tobías Kraft y escanció el whisky sobre los cubitos hasta llenar tres cuartas partes de las copas.

—Estabas tomando una copa cuando Stewart acudió —afirmé.

—¿Ah sí? —Me costaba dilucidar si lo había olvidado o si lo fingía, pero entonces me di cuenta de que me estaba desafiando—. ¡Oh, sí! Claro, a ti te di una copa limpia y cogí esta de la encimera. Ya veo. Mientras enumeraba mis múltiples fallos, Stewart incluyó la afición a la bebida.

—Esa no la mencionó. La gente que bebe tanto como Stewart no lo considera un fallo.

—Tienes razón. Ay, por favor, vamos a sentarnos. —Me rodeó con un brazo y fuimos a la sala de estar.

Nos acomodamos en el largo sofá frente a la mesita de café. El aspecto de la amplia estancia resultaba tan vibrantemente vacío como una terminal aérea abandonada.

—Lamento haberle gritado —continuó Laurie—. Para gran sorpresa mía, descubrí que sentía lástima por Stewart.

Tomé un buen trago de escocés y ella dejó caer la cabeza sobre el cojín del respaldo.

—¿Qué crees que le va a pasar? ¿Le irán bien las cosas?

—¿Quieres saber lo que le va a pasar al buenazo de Stewart? Pues te lo diré. Al cabo de un año en prisión, va a tener un encuentro personal con Dios y va a renacer; se convertirá en un cristiano modélico. Durante el resto de su condena, va a encabezar grupos de oraciones y clases de estudios bíblicos. Cuando salga, se hará ordenar por una universidad bíblica de esas de tres al cuarto y dedicará unos años a ser sacerdote de prisión. Mandará boletines de prensa y se escribirán muchos artículos sobre él. Acéptalo, es una gran historia: un líder cívico, heredero de una vasta fortuna, cae en las garras del delito, encuentra la salvación en la cárcel y se dedica a las buenas obras. No le puede ir mal. Pasados tres años, tendrá su propia iglesia y un nutrido personal. Cuando describa su pasado, Ellendale sonará como Sodoma y Gomorra. Filetes poco hechos, coches elegantes, trajes caros, cadenas, cuero y látigos. Su congregación se cuadruplicará y comprará un edificio nuevo con todo y una cadena de televisión. Luego escribirá un libro y aparecerá en toda clase de programas televisivos.

Lo de las cadenas y el cuero se me escapó sin que me diera cuenta. Me sorprendió que todavía bullera en mí tanta rabia.

Laurie, por su parte, estaba divertida y sus ojos, despejados.

—Apuesto a que tienes razón. ¿De dónde sacaste lo de las cadenas y los látigos? Es demasiado normal para el sadomasoquismo.

—Me lo inventé para mejorar lo del cuento de la conversión. Creo que cuando esté tras las rejas, le escribiré diciéndole que la ficción resulta mucho más eficaz que la realidad.

Laurie me observó con la misma expresión especulativa que le había visto por encima del techo de mi coche.

—Dijiste que estabas harto de que los Hatch trataran de apuñalarte.

—El calor del momento.

—¿Eso también te lo inventaste? ¿Cuántos Hatch hay, después de todo?

«¡Oh, no!», exclamé para mí.

Sus ojos registraron un ligero cambio.

—¿Qué? No lo entiendo.

Tomé otro trago de whisky para prepararme. No deseaba prepararme.

—¿Ned?

—Tienes razón —dije—. Tengo que examinar algo contigo.

—Ibas a enseñarme esas carpetas.

Su enérgica voz se enfrentó valientemente al reto. Parecía un ejército apostado en la cima de una loma, con las banderas ondeantes y las armas preparadas. No pude sino admirarla.

—Primero tengo que hablarte de los dos últimos días. Te lo debo. Tú me presentaste a Hugh Coventry y me ayudaste a averiguar lo de Edward Rinehart.

—¿Eso es lo que quieres examinar? —Las banderas ondearon en el viento.

—Eso es lo que tenemos que examinar —corregí.

123

Empecé con la plaza Buxton y Earl Sawyer. Tras irme de las casitas, expliqué, había venido a Blueberry y visto el nombre del cuidador de estas en la colección de obras de Lovecraft que había comprado Posy.

—¿Por eso te pusiste tan raro? Posy y yo no entendíamos qué mosca te había picado.

—Lo sé y lo siento. Tenía que marcharme y pensar.

—Pues gracias a Dios que regresaste. ¿Y luego?

—En el entierro de Toby alguien dejó caer que la manzana de Cherry Street donde viven mis tías pertenece a Stewart. No tenía sentido. Yo nunca había entendido por qué fingían no saber nada acerca de mi padre.

—Yo tampoco —dijo—, pero no lo relacioné.

—Hice algo que no debí hacer. Registré el armario de Nettie y allí encontré esta carpeta. La otra estaba en casa de Stewart.

—¿Allanaste la casa de Stewart?

—No me hizo falta. Yo cogí la carpeta, pero él la había cogido primero. Solo la recuperé.

—¿Tenía las fotos de tus tías?

—Él no quería que figuraran en la exposición.

—¿Las otras estaban en casa de Nettie? Bien, al menos eso lo has resuelto. Las tenían para exigir dinero a cambio. Nettie y May no son bobas.

—Nettie y May saben cómo conseguir lo que quieren. —Sonreí—. La pregunta es ¿qué querían?

Laurie me miró con expresión imperturbable.

—Seguro que tienen mucho apego a esas fotos.

—Déjame enseñarte algunas.

—Casi no puedo esperar.

Dejó su copa y se inclinó sobre la mesita.

Saqué de la carpeta la fotografía de Omar y Sylvan.

—Memoriza estas caras —le pedí, y luego saqué la foto de Howard Dunstan que había enseñado a Cordwainer.

—Se parece a ti. —Se volvió hacia mí con una sonrisa radiante y miró de nuevo la foto—. Más o menos. Pero tú no tienes esos ojos espeluznantes.

—Es Howard Dunstan. Nettie y May son sus hijas.

—Complicado hijo de… ¿Qué es esto?

Sacó otra foto del montón. Bajo la mirada de un capataz bajito con bombín, dos hombres empujaban una carreta hacia el enrejado de andamiaje y vigas que se alzaban en una parcela llena de lodo. Desde la derecha del plano, otros dos hombres cruzaban Merchants Avenue con un montón de tablas a cuestas. A cierta distancia estaban aparcados un ford modelo T y un camión. Unos metros detrás del capataz, un joven elegantemente vestido con traje de lino y sombrero de paja, semejante al del joven Carpenter Hatch, observaba el trajín. Él ángulo de los sombreros y la postura les otorgaba la precisión de una rima.

—Es el hotel Merchants, cuando lo estaban construyendo en 1929. A Hugh Coventry le gusta esta foto.

—Es buena. Tiene mucho movimiento y los dos tipos con sombrero parecen una caricatura.

—Aquí estoy yo, cuando era un niñito. —Puse en la mesa la fotografía de mi tercer cumpleaños.

—¡Qué niño tan precioso! —En sus ojos brillaban el placer y el humor—. Bueno, claro que eras un niño bonito, eras realmente precioso. Deberían haberte sacado en las carteleras.

—Mi madre estaría de acuerdo contigo. Ahora, estas son fotos de la carpeta de los Hatch.

Le enseñé las fotos de Carpenter alardeando de su coche nuevo y de la graduación de Ellen.

—¿Quiénes son? ¿Los abuelos de Stewart?

—Exacto.

—¿Era bonita, verdad? Por otro lado, parece que con él se podrían preparar unos buenos bocadillos de jamón. Mira esos muslos que no tardarán en ser auténticos jamones.

Saqué la imagen de Cordwainer Hatch con pajarita y flequillo largo.

Laurie se inclinó. Tomó un trago de su copa casi vacía y me miró.

—¿Eres tú? No puede ser. Ni siquiera habías nacido cuando sacaron esta foto.

—Es la oveja negra de la familia Hatch. El tío de Stewart, Cordwainer.

—Se parecía a ti.

—Yo me parezco a él. Laurie, cuando llegaron las primeras entregas, ¿viste estas fotos?

Se mordió el labio inferior.

—La verdad es que no me acuerdo.

—Rachel Milton sí que las vio. Me dijo que las buscara.

—No lo entiendo. —En sus ojos no había sino inocente confusión—. ¿Rachel dijo que yo las había visto?

—No. Solo que era posible.

—Puede que sí las viera. No les prestaría mucha atención. Ni siquiera te conocía entonces.

—Stewart supo quién era en cuanto me vio. Se suponía que Cordwainer murió antes de que Stewart naciera y me figuro que mientras crecía no vio ninguna foto del tío caído en desgracia, así que no sabía cómo era Cordwainer, hasta que reunió las fotos para la exposición. No puede habérsele escapado el parecido entre su tío y Howard Dunstan.

Laurie agitó la cabeza. El cabello le cubrió la mejilla y se lo echó para atrás.

—Tengo que decir… —Volvió a agitar la cabeza—. Creo que necesito otra copa. ¿Y tú?

Apoyé la cabeza en el cojín del respaldo. Me sentía completamente inseguro. En mi mente una vocecita insistió: «Quiero seguir sintiéndome inseguro».

Laurie regresó a la sala y rodeó la mesa en lugar de pasar por encima de mis piernas. Se sentó a un metro de mí y sorbió un trago del líquido ambarino lleno de cubitos de hielo.

—Estoy tratando de entender lo que ocurre con todas esas fotos. Tus tías se llevaron las fotos de Stewart para pedir dinero, pero ¿por qué escondió Stewart las de ellas? —Acercó la de Cordwainer, con su flequillo y su pajarita, a la mía, con mi camisa a rayas—. Oh, ¿sería porque Cordwainer era tu padre?

Cogí la foto de estudio de Howard Dunstan y la coloqué junto a las otras dos.

—¿No se te ocurre nada más?

Se inclinó, miró a Howard Dunstan y luego me miró a mí.

—Si quieres, te enseño más fotos de Cordwainer.

Se repantigó y sonrió al agradable y blanco vacío.

—No necesito ver más. Creo que entiendo por qué Stewart quiso birlarlas.

—Creo que dio mucho dinero a mis tías.

Laurie se rio.

—Stewart no está precisamente a favor de la igualdad, como sabes. No le habrá deleitado la idea de que haya una relación de sangre entre su familia y los Dunstan. De hecho, haría todo por ocultarla. —En sus ojos apareció una idea y se acercó a mí, irradiando convicción—. ¡Tus tías lo sabían desde un principio!

—Me imagino que sí, aunque afirman que no conocían a Edward Rinehart. Y aunque lo conocieran, ¿cómo iban a saber quién era?

—¡Ya no importa! ¡Lo sabían! Claro que no se lo contarían a Star… Era su secreto. Y Stewart trató de que te echaran del pueblo antes de que pudieras averiguar algo.

—Pero ¿por qué iba a dar a mis tías una fortuna por tres viejas casas? Me cuesta creer que le importe tanto la reputación de su abuela.

—Stewart es un esnob. Le gusta ser un todopoderoso Hatch. Pagaría una fortuna por defender esa posición.

—Tengo la sensación de haber llegado al final de algo, solo que no ha acabado.

Laurie se giró, puso una pierna en el sofá y un brazo sobre el respaldo. Apoyó la cabeza en la mano y esperó.

—No sé qué decir —declaré. Me había dejado en el tintero todo lo crucial.

—Háblame de los Hatch que tratan de apuñalarte.

Tragué un poco de whisky aguado y unos trozos de hielo.

—Sinceramente, Laurie, si te lo contara todo, creerías que te estoy mintiendo o que estoy chiflado.

Una de sus rodillas flotó por encima del cojín y su espinilla se deslizó por el borde del sofá. Se había inclinado hacia un lado con la barbilla en la mano. Su rostro irradiaba una mezcla equilibrada de resolución y compasión.

—Conociste a tu padre, el tal Edward Rinehart. Cordwainer Hatch. ¿O me equivoco? Y te atacó con un cuchillo. ¿Fue en la plaza Buxton?

—Vaya, sí que eres lista.

—Presto atención. ¿Dónde ocurrió?

—En un par de lugares. —Le sonreí.

—Has ido a un par de lugares con tu padre. Y, por razones que aún no me has explicado, el caballero trató de eliminarte.

—Laurie, lo siento de verdad, pero no vas a llegar a ningún sitio.

—Puesto que te encuentras aquí, él no logró eliminarte. ¿Debo dar por sentado, entonces, que tú te deshiciste de él?

—Él mismo se mató cuando averiguó que era hijo de Howard Dunstan. Es lo único que puedo decirte.

Laurie no se movió.

—En alguna parte de Edgerton o cerca del pueblo se halla el cadáver de Cordwainer Hatch. Con el tiempo lo descubrirán y, poco después, lo identificarán.

—Eso no va a ocurrir. Créeme.

Apartó la mano de la barbilla, su brazo se deslizó del respaldo del sofá, su rodilla se aproximó al borde del cojín y su rostro se acercó al mío en paradójico rechazo.

—Todo lo que dices resulta sumamente vago. Quieres que te crea, pero lo que dices es cada vez más inverosímil. Confía en mí un poquito y dime, al menos, adonde fuiste.

Una hostilidad que ni siquiera era consciente de sentir me volvió temerario. Laurie Hatch pendía frente a mí, como un ángel del que no se puede uno fiar y, en ese momento, más que nunca, deseé descubrirle las partes secretas de mi vida, quise desquitarme porque no era de fiar.

—Mejor que eso, te lo enseñaré —exclamé.

—¿Me lo enseñarás? No quiero ir a ninguna parte, Ned.

Le tendí la mano, incapaz de evitar cometer un error irrevocable.

—Deja la copa y cógeme de la mano.

Lentamente, sin apartar su mirada de mis ojos, Laurie dejó la copa en la mesita. Pensé que desde sus tiempos con Morry Burger nunca se había sentido tan incapaz de interpretar las intenciones de los hombres. Para cuando se fue a vivir con los Deering, la visión periférica de Laurie abarcaba todo, a ambos lados y atrás. Desde entonces, había sido capaz de ver a la vuelta de la esquina y más allá de las esquinas.

«Si quieres saber cómo soy —pensé—, más vale que sepas esto también».

Laurie Hatch agarró mi mano y, con la habitual sensación de caer por un agujero en la tierra, tiré de ella y la llevé a donde ya sabía que nunca podría aceptar. Nos detuvimos en la esquina de Merchants Avenue y Paddlewheel Road, no muy lejos de lo que más tarde sería la oficina de C. Clayton Creech. Las casas eran todavía unifamiliares, con acceso privado al parque, cercado este por una alta verja de hierro. Justo al otro lado de la avenida, había un ford modelo T y un camión, aparcados junto a la acera, al lado de una obra en construcción.

El andamiaje estaba instalado en la planta baja y el primer piso de una estructura de vigas ascendentes. Unos hombres andaban a gatas por los andamios y desaparecían en las zonas de detrás de estos. Al frente del edificio inacabado, junto a una cuba de hormigón, un hombre con sombrero hongo gritaba a dos obreros. Justo al otro lado del extremo tapiado del parque, a nuestro lado de la avenida, dos hombres descargaban troncos de una carreta tirada por caballos. Un hombre con sombrero de paja y traje de lino que no ocultaba su parecido con el presidente estadounidense Garfield ni con Luciano Pavarotti, según las referencias de quien observara la escena, avanzaba pavoneándose desde detrás de los vehículos aparcados. Era una tarde templada, ligeramente nublada, de lo que daba la impresión de ser mediados de setiembre.

Detrás de un trípode y una cámara de acordeón del tamaño de un cajón de naranjas, a unos tres metros de Laurie y de mí, el fotógrafo que congelaría ese momento observaba cómo se formaba su composición. Con una mano sostenía el foco y con la otra, el velo negro de la cámara. Parecía un mago.

Laurie se desplomó en la acera y se presionó la frente con la mano libre. Tiré de ella y la puse en pie. «Querías respuestas, ¿no? —pensé—. Pues mira». Su rostro había adquirido un brillo enfermizo y sus ojos se habían vuelto vidriosos.

—Trata de no vomitar —le dije.

—Yo nunca vomito. —Levantó la barbilla—. ¿Dónde estamos?

—En la esquina de Paddlewheel Road y Merchants Avenue, en 1929. Echa un vistazo.

Los elementos de la escena avanzaron hacia su momento definitivo. Garfield-Pavarotti dobló la esquina y se detuvo detrás del capataz. Los gritos de este último a los hombres que ahora apartaban la carreta de la cuba de hormigón apenas se oían por encima del escándalo que venía del edificio. Los del aserradero acabaron de descargar la carreta, pusieron los brazos debajo de los extremos de una docena de troncos y empezaron a cruzar la avenida. Los albañiles se dedicaban a su faena, como ponis de cantera. El capataz se cruzó de brazos, sacó pecho y abrió las piernas en posición de mando. El peso pesado del traje de lino se cruzó de brazos, sacó pecho y abrió las piernas para equilibrarse. Debajo del velo negro, el fotógrafo abrió las piernas y se inclinó hacia el visor. Los obreros se adentraron en la estructura y volvieron la mirada hacia las vigas. Una fila de focos se encendió con un estallido amarillo y un penetrante pum que hizo eco.

Laurie saltó. Las carretas subieron al andamiaje por una pasarela de tablones y troncos a la acera. El espectador del sombrero de paja rodeó al capataz y este chilló a los ponis de cantera. El fotógrafo emergió de su velo y arqueó la espalda.

—Ned, no quiero… Ned, ¡por favor! —susurró Laurie.

La enorme habitación en Blueberry Street tomó forma alrededor de nosotros. Tambaleante, Laurie rodeó la mesita y se dejó caer de rodillas a unos centímetros del sofá. Se dobló y descansó la cabeza en la alfombra, como el señor Michael Anscombe en sus últimos instantes de vida. Me arrodillé a su lado y le acaricié la espalda. Me alejó con un ademán.

—¿Puedo hacer algo por ti? —pregunté.

—No. —Avanzó a gatas, hizo palanca, se subió al sofá y se quedó como un trapo. Al cabo de un minuto, se sentó y se desplomó sobre los cojines—. Casi rompo una de mis reglas de oro, casi vomito en la alfombra.

—¿Cómo sientes la cabeza?

—Pegada al cuerpo.

Se inclinó, cogió su copa, volvió a repantigarse y se refrescó la frente con la copa. Cerró los ojos y estiró las piernas en paralelo. La copa descendió hasta sus labios.

—Quiero ver esa foto otra vez.

Se echó para adelante y rebuscó entre las fotografías. Tenía los párpados hinchados.

—Hace dos minutos estábamos allí.

—De habernos acercado más, habríamos salido en ella.

—No lo entiendo y lo que es seguro es que no me gusta.

—A mí tampoco me gusta mucho.

Laurie se enderezó.

—Pero lo hiciste, me llevaste allí. No está bien.

—No está ni bien ni mal —respondí—. Es algo fuera de lo normal, eso sí. Inesperado.

—¡Inesperado! —Su rostro ardió y adquirió un tono rojo, casi morado—. ¿Por qué no me dijiste lo que ibas a hacer?

—¿Me habrías creído?

La observadora y perspicaz inteligencia retomó a sus ojos. Toda ella se hallaba presente de nuevo. Daba igual que se sintiera como si tuviera la gripe. Lo vio todo, hasta la rabia que a mí se me había escapado.

—¿Lo haces a menudo?

—Lo hago tan poco como me es posible. Probablemente no vuelva a hacerlo nunca más.

—¿Es algo que heredaste de Cordwainer Hatch?

—De su padre.

—No puedo seguir más con esto esta noche.

—Como quieras.

Empecé a meter las fotografías en sus carpetas. Tenía la sensación de que habían apretado mi mente con un torno y la habían azotado con un mazo. Laurie dobló las rodillas y descansó en ellas la barbilla y me observó mientras me marchaba. A duras penas traspasé el umbral de su casa y me subí al taurus, entonces miré mi reloj. Mi trigésimo quinto cumpleaños formaba ya parte del pasado. Camino de regreso al pueblo tuve que detenerme en el arcén. Me desmayé y volví en mí al cabo de una hora.

124

El agente Treuhaft controló mi avance en torno a la fuente seca, como si esperara que pusiera pies en polvorosa.

—Parece que tengo invitados —comenté.

—El capitán Mullan y el teniente Rowley lo esperan, señor.

—¿De qué quieren hablar?

Treuhaft parpadeó.

—Creo que tiene que ver con su visita de esta tarde a la comisaría, señor.

—Tiene sentido. ¿Llevan mucho tiempo esperando?

—Unos dos minutos.

Adentro, el recepcionista de noche me indicó que me acercara a la recepción. Se inclinó sobre el mostrador y me habló sin apenas mover los labios.

—Dos polis han subido a su habitación. Si tiene que largarse, la puerta trasera está por allí. —Extendió el meñique y señaló unas escaleras que, más allá del mostrador, descendían hacia un estrecho pasillo.

Le di un billete de cinco dólares y puse el libro de Lovecraft y las carpetas sobre el mostrador.

—¿Puede guardarme esto, por favor?

Un encogimiento de hombros y el mostrador quedó limpio.

Cuando entré en mi habitación, el teniente Rowley pareció desenroscarse del borde de la cama donde había estado sentado. Desde la silla de este lado de la mesa, el capitán Mullan me dirigió un cansado gesto de la cabeza.

—Siéntese, por favor, señor Dunstan —dijo, y señaló la silla frente a él.

Mis dedos toparon con el pequeño arco caligráfico de P. D. 10/17/58 y oí a mi madre decirme: «Si pudiese cantar como ese hombre tocaba el saxo alto, Neddie, detendría el tiempo para siempre…».

—Descríbanos sus movimientos antes de su visita a la comisaría.

Conque Robert había estado ocupado.

—Estuve dando una vuelta en el coche.

—Una vuelta en el coche —repitió Rowley, y pegó la cadera a la mesa—. ¿Esa vuelta, lo llevó a Ellendale?

Oí a Star decir: «Al principio, ni siquiera estaba segura de que me cayeran bien los del grupo. Era un cuarteto de la costa Oeste y a mí no me chiflaba el jazz de allí. Luego un saxo alto que parecía una cigüeña se apartó de la curva del piano y se metió la boquilla entre los labios y empezó a tocar These Foolish Things… Y, ¡ay, Neddie! fue como…».

—Creo que sí —contesté.

—Hacia las diez y media de la noche, Stewart Hatch se presentó en la sala de urgencias del hospital Lawndale —explicó Mullan—. Afirma que lo sorprendió a usted en una situación íntima con la señora Hatch y que usted lo atacó con un cuchillo.

—¿Llevas un cuchillo? —inquirió Rowley.

—El señor Hatch afirma, asimismo, que durante la lucha que siguió, le dislocó usted un hombro y le dio una paliza. Desea presentar cargos contra usted.

«… como ir a un lugar nuevo del que nunca había oído hablar, pero en el que una se sentía a gusto en seguida. Tocó esa melodía un segundo antes de empezar a ascender y ascender, y todo lo que tocaba se fusionaba, paso a paso, como un cuento…».

—Me importa un comino lo que diga el señor Hatch —declaré—. No le va a funcionar. Lo ha contado todo al revés.

—¿El señor Hatch le dislocó el hombro a usted?

—Veamos el cuchillo, Dunstan —exigió Rowley.

—No tengo cuchillo. —Les hablé de mi visita a Ellendale y de cómo había bregado con un Stewart Hatch borracho—. Finalmente, metió la mano en un cajón de la cocina y sacó un cuchillo de mondar. Dijo algo como que «buscaba algo más impresionante». Luego me atacó, le hice una zancadilla y le disloqué el hombro. Le di unas patadas en las costillas también, porque para entonces estaba de un humor de perros. Después de eso, lo puse de patitas a la calle. Chocó contra mi coche y salió disparado rumbo a Lawndale a unos ciento sesenta kilómetros por hora. Me sorprende que sea tan estúpido. Su esposa lo vio todo.

—Su nivel de alcohol estaba cuatro veces por encima del límite permitido —aceptó Mullan—. Por cierto, según el agente que le tomó declaración a la señora Hatch, la palabra que usó su marido cuando vio el cuchillo de mondar fue «imponente», no «impresionante». «Buscaba algo un poco más imponente», dijo. Bonito detalle.

—Capitán —se quejó Rowley—, se han inventado eso entre los dos. El señor Hatch los pilló en la cama y Dunstan sacó el cuchillo.

—La señora Hatch enseñó al policía que la interrogó una bolsa de basura llena de platos rotos. Creo que podemos descartar las acusaciones del señor Hatch.

—¿Ya han ido a casa de la señora Hatch?

—Somos muy rápidos cuando queremos.

«¡Ned, hijo! —oí decir a mi madre—. Fue como oír al mundo entero abriéndose para mí. Fue como ir al cielo».

De la garganta de Rowley salió un ruido parecido al de una sierra de cadena.

—Este tipo anda por todas partes. Donde sea que vayamos, él está allí. Nadie ha visto a Joe Staggers en dos días y sabemos que Staggers iba a por él. ¿Qué cree que le ha sucedido a Staggers?

—Hasta ahora nadie ha dado parte de su desaparición.

—Dunstan sale con coartadas a diestro y siniestro. Y las mujeres lo apoyan. Los problemas del señor Hatch van a desaparecer y el señor Dunstan va a desaparecer poco después. ¿A quién quiere de su parte, capitán?

Mullan entrelazó las manos sobre la tripa y contempló el techo de la habitación.

—De hecho, teniente, creo que ya puede irse a casa. Dígale al agente Treuhaft que puede marcharse también.

—Piénselo, capitán.

—Gracias por su ayuda, teniente. Nos veremos mañana.

Los ojos muertos de Rowley fueron de Mullan a mi persona y de vuelta a Mullan.

—Usted mismo, capitán.

Cerró de un portazo.

Mullan me observó con la misma mirada opaca y distante que había dedicado al techo.

—Es usted un hombre extraño, señor Dunstan.

—Eso me han dicho.

La débil sonrisa de Mullan solo me dijo que Robert se había portado con una temeridad carente de imaginación.

—Supuse que estaría esperando noticias mías.

—Y así es.

No se movió ni un milímetro. Hasta su helada sonrisa permaneció en su lugar.

—¿Se acuerda de que mencioné una llamada anónima de alguien que acusaba a Earl Sawyer de haber cometido varios homicidios?

—Claro.

—Eso es lo que hace que sea usted tan extraño. No lo he mencionado.

—Lo siento, es que están ocurriendo demasiadas cosas.

—No habrá hecho usted esa llamada, ¿verdad?

—No.

—Pero el tema le interesa.

—No puedo negarlo —respondí, tanteando el campo minado que Robert había preparado.

—Hacia las nueve de la noche, fue usted a mi despacho a informarme de que sospechaba que Earl Sawyer era el hombre que se había hecho llamar Edward Rinehart. —Arqueó las cejas, como pidiendo mi corroboración, y asentí con la cabeza—. Son dos las personas que querían hablarme de Earl Sawyer y yo no creo en las coincidencias, señor Dunstan.

—Creía que la policía recibía constantemente chivatazos.

—Estaría muy bien que así fuera. Un viejo como yo no tendría que trabajar tanto. De acuerdo, olvídese de la llamada. Ahora, corríjame si me equivoco, pero, cuando fuimos al hospital Santa Ana, ¿no mencionó usted a Clothard Spelvin Cabeza de Trapo?

—A su memoria no le pasa nada. Y me figuro que nunca le ha pasado nada.

—En la comisaría usted dijo que su madre le había dado el nombre de Rinehart.

Su sonrisa todavía parecía un mapa de la tundra, aunque no era hostil. Con una sucesión de cautelosos pasos, se iba acercando a algo, y había mandado a Rowley y a Treuhaft a casa porque quería que fuese un secreto entre nosotros. Yo no sabía lo que Robert le había dicho y no podía cometer ningún error. Para colmo, no sabía adonde quería ir a parar el capitán.

—Poco antes de morir —acepté.

Mullan estiró las piernas y entrelazó las manos detrás de la cabeza.

—Veamos si lo he entendido. Se enteró usted de que su madre había regresado a Edgerton, enferma. ¿Cómo lo supo?, ¿lo llamó una de sus tías a Nueva York?

—Sí, pero yo ya venía de camino. Me debían unas vacaciones, así que se me ocurrió que podría hacer autostop por el país. Sé que suena raro, pero la idea me atraía. Iba a venir a Illinois, visitar a mis tías y regresar a Nueva York en avión. Dos días antes de que muriera mi madre, mientras el camionero con el que usted habló, Bob Mims, me llevaba por Ohio, yo… pues… No sé cómo le va a sonar esto.

—Inténtelo —me alentó Mullan.

—Pues tuve una fuerte sensación de que mi madre sufría graves problemas de salud y que tenía que llegar aquí pronto.

—Aunque su madre no residía en Edgerton.

—Sabía que regresaría a casa si creía que estaba a punto de morir.

—Estaba atravesando el estado de Ohio con Bob Mims. Tuvo una fuerte sensación de que su madre había vuelto a casa porque creía que se estaba muriendo.

—Suena raro, pero es lo que sucedió.

—¿Y luego?

—Mims se salió de su camino para dejarme en el hotel Confort, donde conocí a Ashleigh Ashton y ella aceptó traerme al día siguiente por la mañana.

—Cuando llegó a Edgerton al día siguiente por la mañana, pidió a la ayudante del fiscal Ashton que lo dejara en el hospital comunitario de Santa Ana, no en Cherry Street. Habrá tenido otra fuerte sensación.

—Podría decirse que sí. Capitán Mullan, ¿por qué estamos hablando de esto?

—Por un par de motivos. De acuerdo, va usted a la UCI, se entera de que su madre ha sufrido un infarto, que tiene el corazón en mal estado. En el fondo, sabe que se está muriendo, pero al menos ha llegado a tiempo para verla, hablar con ella. La comunicación no resulta fácil. A ella, cada palabra le supone un esfuerzo enorme y usted tiene que prestarle toda su atención para entenderla. La suma de estos factores hace que todo lo que dice resulte sumamente importante. ¿Voy bien?

Mullan seguía con la vista clavada en el otro lado de la habitación, con las piernas estiradas y las manos entrelazadas detrás de la cabeza.

—Casi parece que se encontrara usted allí.

—Es que he estado allí. —Mullan dio otro paso hacia su misterioso destino—. En esas condiciones, su madre hace algo inesperado. Lo coge de la mano y le dice «Edward Rinehart», y consigue darle algo de información acerca de ese desconocido caballero.

El capitán Mullan me había dado los elementos justos para exculparme. Cualquier afirmación mía sería correcta. Mullan quería enterarse si yo sabía que Rinehart era mi padre. Él lo sabía y ante el más mínimo indicio de que Star me había dado información acerca del caballero desconocido, me lo diría de tal modo que daría a entender que yo lo sabía de antemano. Me estaba guiando por un laberinto. Me había quitado la alfombra de debajo de los pies; más aún, se la había arrancado a Robert. Por razones que solo él conocía, quería averiguar hasta dónde había penetrado ya en el laberinto.

—Dijo que Rinehart era mi padre.

—Seguro que quiso usted averiguar todo lo que pudiera acerca de él. Se le ocurrió que Toby Kraft podía ayudarlo.

—Toby fue la primera persona a quien se lo pregunté.

—¿Lo ayudó? Quiero decir indirectamente. Por ejemplo, ¿usted y la señora Hatch fueron al hospital de veteranos en Mount Vernon a instancias del señor Kraft?

Mullan había hecho sus deberes.

—Sugirió que hablara con un hombre llamado Max Edison y la señora Hatch se ofreció a llevarme.

Mullan volvió la cara hacia mí, sin variar el resto de su postura.

—Supongo que no sabe lo de Edison. No salió en el periódico.

Me imaginé el cuerpo en la cama bañada en sangre, con el cuello seccionado.

—Fue muy parecido a lo de Toby Kraft, solo que había un cuchillo a su lado. Fue la misma noche. Suicidio, según la opinión generalizada. A mí ya me está bien. Al tío le quedan tres meses de vida, puede que cuatro, y decide zafarse mientras todavía puede decidir por sí mismo. Pero hay un elemento interesante. Alguien del personal dice que el día anterior un detective privado llamado Leroy Pratchett fue a ver a Edison. Un tipo flacucho con cazadora de cuero y perilla.

—El Franchute.

—Posee usted una mente suspicaz. ¿Cómo relacionó a Rinehart con Earl Sawyer?

Le hablé de la plaza Buxton y de cómo Hugh Coventry había reconocido los nombres de los propietarios. Le describí mi encuentro con Earl Sawyer, cómo me dejó entrar en las casitas, cómo había visto las obras de Rinehart y Lovecraft y cómo había encontrado el nombre de Sawyer escrito en El horror de Dunwich.

Mullan acercó aún más la silla a la mesa e hizo lo imposible por parecer que me creía.

—¿Fue usted otra vez a la plaza Buxton cuando Sawyer no estaba presente?

Negué con la cabeza.

—¿No es usted el responsable de la destrucción de esos libros?

Entonces me di cuenta de lo que me estaba diciendo.

—Ha ido usted a la plaza Buxton —exclamé.

—Señor Dunstan, he pasado toda la velada yendo a donde pensé que podría encontrar a Earl Sawyer. —Estiró los brazos y bostezó—. Lo siento. Soy demasiado viejo para estas tonterías. Pronto, al menos eso espero, desenterrarán el ataúd de Edward Rinehart en la penitenciaría Greenhaven. Puede que averigüemos quién está enterrado en esa maldita caja. No es Rinehart, eso seguro.

—Supongo que no —convine.

—Vaya, vaya, no me diga que ahora anda por ahí subestimando la realidad. Levántese, señor Dunstan. Usted y yo vamos a dar una vuelta.

125

Mullan señaló el extremo más alejado de la recepción y los escalones que llevaban a la puerta trasera.

—Por aquí.

El recepcionista salió del despacho y se volvió para inspeccionar el correo basura que había en un estante a sus espaldas.

Seguí a Mullan escalera abajo y crucé con él el suelo de hormigón hasta la salida. Más rápida y bruscamente de lo que me esperaba, el capitán abrió la puerta y salió. La atrapé antes de que se cerrara del todo y me adentré en una estrecha trinchera de ladrillos que tenía que ser Horsehair Lane. El borrón gris que constituía el traje de Mullan y una mancha de cabello blanco desaparecieron en la oscuridad a mi izquierda.

Creí reconocer las puertas dobles y los edificios ladeados de Lavander mientras nos apresurábamos hacia la continuación de Horsehair. Mullan se detuvo y el pálido borrón de su rostro irlandés giró hacia mí.

—Hablemos de su mente suspicaz. El tipo que se hace llamar Pratchett aparece en el hospital para veteranos. Supongamos que era el Franchute. ¿Qué significa? Prentiss ya estaba muerto. A la noche siguiente, bang, como patos en el agua, uno tras otro, Edison, Toby Kraft, Cassandra Little y La Chapelle. Aquí entre nosotros, ¿es posible que tenga usted una explicación más o menos hipotética?

—En términos hipotéticos, supongo que sí —manifesté—. Helen Janette me dijo que el Franchute se crio en estos callejones. Es posible que Rinehart-Earl Sawyer lo asustara, de un modo u otro, desde que era un chiquillo.

Le expliqué que Sawyer me había contado que un tal Charles Ward le mandaba su sueldo semanal con un niño llamado Nolly Wheaddle. Le expliqué asimismo lo que me había relatado Nolly acerca de un ser al que llamaba la Peste Negra.

—Puede que Rinehart, Sawyer, o como quiera llamarlo, mandara al Franchute al hospital para veteranos a averiguar si yo había estado allí haciendo preguntas. Alguien del personal le dijo que dos personas habían hablado con Max Edison y puede que este le dijera que Toby Kraft había dado su nombre a esas dos personas.

—En todas nuestras conversaciones, y han sido numerosas, señor Dunstan, no ha mencionado usted ni a Max Edison ni a Edward Rinehart.

—Capitán, por muy entretenidas que fueran nuestras reuniones, no parecían tener nada que ver con mi padre.

—¿Fue Edison el que le habló de Cabeza de Trapo Spelvin?

—Sí. Me cayó bien el viejo Max. No se merecía que lo asesinaran en su cama. —Recordé que se suponía que hablábamos en términos hipotéticos—. Si es que fue eso lo que ocurrió.

—Si es que fue eso lo que ocurrió —repitió Mullan—. Cuénteme lo demás.

—Sawyer se encargó de Max y de Toby y después de eso tuvo que deshacerse del Franchute. Seguro que creyó que el Franchute le había dicho más de lo que debía a su novia, así que a ella también la mató. En cuanto a Clyde Prentiss… no lo sé. —Recordé que había visto al Franchute y a Cassie en la UCI—. ¿Sabe? Puede que fuera como un pago anticipado. Prentiss podría haberse ahorrado unos años en chirona si delataba al Franchute.

Mullan se ofendió.

—Earl Sawyer mató a cuatro personas porque no quería que usted supiera que era su padre. ¿Es eso lo que me está diciendo?

—Se sentía traicionado —alegué.

—¿Quiere añadir algo?

—¿Quiere decirme lo que está haciendo? ¿Por qué creyó que yo trabajaba para la oficina del fiscal de Louisville o para una agencia del gobierno federal?

—Digamos que yo sí que me siento traicionado. —Otra sonrisa gélida apareció y desapareció en lo que distinguía de su rostro—. Me parece que usted puede hacer algo a favor del orden público, señor Dunstan —añadió sin dejar de avanzar.

El hedor que yo relacionaba con la casa de Joy emanó nuevamente de los ladrillos. Al cabo de unos veinte pasos, Mullan dobló repentinamente en Raspberry Street. En la oscuridad, los adoquines descendieron hacia un desnivel donde dos policías se apoyaban contra la pared, a ambos lados de una puerta sellada con cinta amarilla. Se enderezaron en cuanto vieron a Mullan.

—Seguro que esto le interesará —me comentó.

Cuando llegamos a la puerta, los dos polis parecían centinelas del palacio de Buckingham.

—Váyanse ya —les ordenó Mullan.

Me escudriñaron con su típica indiferencia de policía y se alejaron callejón arriba.

Mullan apartó varias tiras de la cinta.

—El teléfono de Earl figura todavía bajo el nombre de Annie Engstad, la persona que vivía aquí antes que él, pero el jefe de seguridad de Hatch tenía la dirección en sus archivos. Tuve que romper la cerradura para entrar. Si le preocupan los derechos del señor Sawyer, déjeme decirle que el juez Gram, uno de los tipos con quienes juego al golf cada sábado, ha firmado una orden de registro.

Abrió la puerta y el hedor a fondo de río se abalanzó sobre nosotros como un muro invisible. Mullan entró y encendió una luz. Oí ratas correteando en busca de refugio.

—¡Dios santo! —exclamé.

La puerta se abría hacia una estancia de unos cuatro metros cuadrados y de techo bajo. Diríase que en ella había estallado una bomba. Era la última residencia de Cordwainer Hatch. Pilas de basura, algunas de las cuales nos llegaban hasta la cintura, ondulaban sobre el suelo. Algunos periódicos se enroscaban contra las paredes, como espuma de mar seca. Contra la pared de la izquierda, sobre una cama estrecha, había un asqueroso batiburrillo de camisas, calcetines, sudaderas y pantalones de algodón. Contra la pared opuesta, desperdicios fosilizados se desparramaban desde el borde de una mesa y se topaban con capas de bazofia que se elevaban desde el suelo. La magnitud del desorden me mareó. Harapos, cajas de pizza, vasos, revistas arrugadas, libros de bolsillo sin tapas, tazas de plástico: el friso de escombros se arremolinaba debajo de una silla y alrededor de esta y anegaba la habitación adjunta, partiéndose de vez en cuando para dejar paso.

—La sala y el dormitorio de Earl —señaló Mullan—. Puede que le suene raro, pero no quiero que toque nada a menos que yo le dé permiso. Algo de esto se utilizará como prueba. —Indicó la estancia trasera—. Eso era la cocina y el cuarto, podríamos decir que de trabajo, y está peor. Antes de entrar allí, mire en el armario.

Vadeó la porquería y tiró de una puerta. La camisa y el pantalón del uniforme de Earl Sawyer colgaban junto a una cazadora parda, un pantalón color caqui y una percha de metal vacía. Su gorra de uniforme tenía la visera hacia fuera, junto a otra gorra, una larga linterna negra, una porra y los extremos redondeados de objetos que no supe identificar. Los ojos amarillos de una rata de aspecto pendenciero nos miraban desde una confusión de zapatos en el suelo del armario.

—¡Fuera! —gritó Mullan y golpeó los escombros con un pie. La rata salió correteando por una apertura en la pared del tamaño de una moneda de diez céntimos.

—Mire junto a la porra —me indicó.

Pasé sobre detritos esponjosos, me puse de puntillas y vi una fila de cuchillos, cuchillos de cocina, cuchillos con mangos de asta, mangos de madera, cuchillos que se cerraban en mangos de metal negro y cuchillos con hojas que centelleaban en mohosas cajas de acero.

—Mírelos bien.

Me incliné y vi manchas oxidadas y huellas secas de palmas de manos.

—A Earl le gustaban los cuchillos —comentó Mullan—. Pero limpiar sus herramientas no le apetecía más que limpiar en general, mientras tuviera el uniforme y otras prendas presentables para cuando saliera de aquí.

Lo seguí con dificultad hacia una mancha en forma de abanico al fondo, a la derecha, donde Mullan desenterró una caja de cartón medio escondida.

—Por suerte, Earl guardaba recuerdos.

Recogió una vara de metal doblada que en tiempos formara parte de un paraguas y la usó para hacer palanca y abrir la doble tapa de la caja.

Eché un vistazo al revoltijo de relojes de muñeca, pulseras, pendientes sin pareja, un par de llaveros y viejas carteras, mezclados con pequeños huesos blancos y el fragmento curvado de un cráneo humano en el cual todavía quedaba adherido un trocito de cartílago.

Dio unos golpecitos al fragmento con la vara del paraguas.

—No me asombraría que esto hubiese pertenecido a un caballero llamado Minor Keyes. ¿Se acuerda de él?

—¿Cómo olvidarlo? Fue la primera vez que me acusaron de asesinato.

—¿Ve estos huesitos? Yo diría que son lo que queda de las manos seccionadas de un recién nacido que encontramos hará unos cuatro años sobre un contenedor de basura. Detuvimos a la madre al día siguiente, dieciséis años, Charlene Twomey, una buena chica irlandesa. Confesó que había dejado a su hijita encima del contenedor, pero juró que todavía respiraba cuando lo hizo. Según Charlene, esperaba que un buen samaritano pasara por ahí y le diera un buen hogar.

—¿Y usted, qué piensa?

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