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El cielo vuelto

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El cielo vuelto

 

 

 

...y lo que ella dijo fue algo como “al igual que tú, yo tampoco entiendo nada” y el caso es que todo había saltado por los aires describiendo extraños arcos por los cielos como fuegos de artificio y luces de ciudades vistas desde la autopista, temblando y vibrando, y al caer después, nada había caído en el mismo lugar y ahora todo alrededor era un desorden terrible de televisores y palmeras vueltas del revés y coches y sombrillas y personas caídas por aquí y por allí y la luna flotaba como un meteorito despistado y estúpido en el océano delante de nuestra casa y la veíamos desde el balcón y refulgía tanto que no podíamos dormir bien al principio ni después. Teníamos un nuevo jardín trasero que creo había saltado desde el antiguo jardín botánico, pero las placas que identificaban las plantas estaban desparramadas y no se entendía nada y allí había un televisor y solíamos bajar allí y ver lo que en la tele nos decían, y aunque nunca dijeron gran cosa, hicimos nuevos amigos entre los nuevos vecinos y uno de ellos aseguraba que él había sido poeta antes y ahora era ingeniero y no podía parar de diseñar puentes, como si también su cabeza o su alma o la mezcla que realmente opera en las personas, hubiera saltado por los aires también y hubiera caído en otro lugar y en el suyo, el alma de un ingeniero. Ella decía “entonces habrá espíritus sin cuerpo o habrán caído espíritus dentro de las cafeteras y las cosas” y no parecía una idea loca dentro de aquel extraño gran desorden. Lo cierto es que el desorden no estaba tan mal y como nosotros no éramos nada especial antes de aquello, resultó que tampoco habíamos cambiado tanto después, sobre todo si lo mirábamos y medíamos en los ojos de nuestro nuevo amigo y nuevo vecino ingeniero. Decían que sobre la capital había caído Io y que se había reventado y abierto como un melón al golpear en una larga torre puntiaguda y que resultó que Io estaba lleno de agua en su interior y que la ciudad consecuentemente había quedado por completo anegada bajo oscuras aguas frías cósmicas. Nos acostumbramos a ver palmeras del revés y era divertido tener buzones colgantes en las ramas de los árboles y los zapatos en las orejas de las esculturas de alabastro y entonces, una mañana, abriéndonos camino entre un grupo de vacas que circulaban por las vías de lo que fue el ferrocarril elevado del centro financiero, encontramos una maquina de escribir que movía las teclas pero no tenía papel en el carro. Ella arrancó un folio de un poste y reímos porque el anuncio era de venta de pisos en un país lejano y de algún modo había llegado allí en el salto y lo introdujimos por el reverso en el carro de la máquina y pudimos leer lo que la máquina quería decir y era: “hola, ¿hay alguien? ¿qué ha pasado?” una y otra vez. Nos encogió el corazón como una aceituna o una alubia antes de ser cocida o un guisante y decidimos llevarnos la máquina a casa y explicarle todo. Hablamos, pero no podía oír, era una máquina y no tenía orejas. Teníamos que encontrar un modo de comunicarnos con ella, y daba mucha pena porque no cesaba de teclear “hola, ¿hay alguien? ¿qué ha pasado? hola, ¿hay alguien? ” y así y así y así. No sabíamos qué hacer y era horrible. Salimos y vimos un grupo de vasos sobre una mesa de comedor, a pleno sol, llenos de agua de lluvia y gorgoteaban solos y pensamos que eran personas atrapadas en los vasos preguntándose lo mismo que la máquina y cada vez era peor y peor y llegamos caminando a la playa y la luna que flotaba en el océano y brillaba. Nos sentamos en las piedras. Entonces, se me ocurrió una idea, y al mismo tiempo, a ella se le ocurrió otra, así que ambas al ser formuladas en frases se entrelazaron en el aire entre nosotros, pero los conceptos hicieron su vía hacia nuestras cabezas, y las frases formuladas y entrelazadas fueron: “¿Y si – ¿y si – martilleamos – hay más – la máquina – almas perdidas – y liberamos de este – flotando en este – modo el alma – agua aquí delante? – de la máquina?” Decidimos que lo mejor era empezar por comprobar si realmente había más almas en el agua, puesto que teníamos el océano delante. Nos quitamos los zapatos y bajamos hacia la orilla. Caía el sol y la luz se extendía y esparcía calor que iba como transmitido en ondas y con ráfagas de estática. En la superficie del océano brillaba una constelación entera y en la superficie flotante de la luna, la luz se difractaba. Miramos al agua. Vimos algo. Bajo el agua. Ella estaba en lo cierto. De un modo espectral se desplazaban de aquí para allá extraños reflejos de colores acuosos, como si los reflejos difractados pudieran nadar. Había almas sueltas por el agua. ¿De qué manera íbamos a hablar con ellas? ¡Imposible! No podía haber manera de hablar bajo el agua, y en eso estaba yo pensando cuando de pronto ella: “Habrá tantos cuerpos sin alma como almas aquí nadando”. Cuerpos sin alma. La idea se formó como una espiral y remolinó de pronto: nos asustamos. Cuerpos sin alma. Algo así como los agujeros en la red del trapecista. Un miedo extraño nos clavó las uñas en los lumbares y el cuello. Un cuerpo sin alma bien podía ser una especie de estatua biológica, inmóvil, respirando, a la espera, o podía ser algo mucho peor. Un cuerpo sin sentimientos, ni emociones, trepando desde la calle, sobre las macetas a la marquesina de la entrada y de ahí escalando hacia los balcones, dispuesto a comer personas y cosas. Nos abrazamos. Luego, me saqué la camisa y me adentré en el agua. Utilicé la camisa como cedazo y como red, y la maniobra funcionó bien porque al extraerla del agua tenía esparcida sobre el hilo mojado una curiosa sustancia naranja y amarilla que simulaba aletear y respirar. Era hermosísima. Con cuidado, nos la llevamos a casa. Nos sentamos con ella en el centro de la habitación. Las ventanas estaban abiertas, la tarde era eterna y ahora gris y se expandía y empezó a lloviznar suavemente y hacía calor. Parecía emitir una vibración, como un tañido inaudible, porque algo por dentro nos temblaba. “¿Necesitará agua o qué cosa?”, dijo ella. Todo tiene respuesta, pero nosotros ignorábamos la que correspondía a esa pregunta. Analicé mis sentimientos  compartí mis impresiones con ella y ella hizo igual conmigo. No sentíamos ninguna necesidad de comunicarnos con el alma, de preguntarle o aliviarle, como si de algún modo ya nos estuviéramos comunicando y a la vez, ella habitara en otro estado del ser, en otro nivel del edificio de la Vida. Estuvimos un largo rato sentados a su lado. Parpadeaba como una pequeña estrella naranja y acuosa. Luego, anochecía. Ya se levantaban los inmensos carteles de neón entre las sombras de la ciudad y el sol se ocultaba y la luna brillaba henchida y espectacular. Aquello era nuestro hogar. Cenamos manzanas y ciruelas y galletas y salí a buscar un martillo. Escaleras abajo primero y en nuestro fragmento de jardín botánico trasero después, no encontré martillo alguno ni nada semejante, pero en el jardín charlaban algunos nuevos vecinos, sentados en sillas y de pie, alrededor del televisor. Les saludé y me saludaron y proseguí mi búsqueda. Llegué al solar. Había habido antes en ese lugar un edificio de oficinas, pero quedaban ahora nada más que los cimientos, zanjas y amasijos de vigas y acero, y pedazos de suelo enmoquetado aquí y allí, como un grotesco damero. Deambulé alrededor. La luna brillaba de tal modo que aunque las farolas hubieran estado apagadas, habría podido ver y orientarme de la misma manera. Allí debía haber habido una habitación de mantenimiento, y si la encontraba quizás encontrase un martillo. ¿Dónde solían estar las habitaciones de mantenimiento? En los sótanos. Salté a una zanja. Era larga y conducía hacia un gran tubo-conducto de hormigón que, al fondo, asomaba desde la pared de tierra rojiza y arena desmoronada. Crecían cañas y malas hierbas por ahí. Avancé. Tenía que haber un martillo o una maza en alguna parte, seguro que sí, desde luego, porque todos los edificios suelen, o solían, tener esa clase de salas de mantenimiento, sí, en algún lugar, en los sótanos, solían tener salas y allí debía haber algún... De pronto percibí una sombra en la boca del conducto. Algo se había movido allí, allí había algo. De pronto. Nunca he sido un hombre dotado para la observación, las artes o las ciencias, pero allí se había movido algo: una sombra en movimiento entre las sombras en la boca del conducto. Supongo que me reforcé de algún modo: con huesos de metal y paso seguro fui hacia el lugar. Podía ser un animal, u otra alma atrapada, en una red de araña quizás, allí, y si algo entonces me dijo que debía sentir miedo (algo tal vez en el silencio alrededor o los rayos de luna que de pronto se habían vuelto oblicuos, abyectos y olían a perro) no fui capaz de entenderlo ni descifré el mensaje. Me acerqué. Había zapatos mordisqueados en el suelo y un teléfono desmantelado, abierto como un herido en el suelo. Entonces, desde la sombra, algo saltó hacia mí. El impulso y el ímpetu me derribaron, lanzándome al suelo, e inmediatamente intenté deshacerme del animal, que me cogía de la cabeza y me mordía el pelo. Hubo un tiempo en el que aquí había mercados ordenados, con sus puestos en línea y las personas detrás de los mostradores, y hubo tiendas, cabinas de teléfono y salas de billar. Las personas se reunían y pedían tequila o agua o pepinillos y charlaban y todos comíamos tostadas y bebíamos café por la mañanas, que eran largas en verano y cortas en invierno. Pero ya no hay nada de eso. E incluso las latas que, en un gran e inverosímil desorden, están esparcidas aquí y allá por el suelo del gran antiguo supermercado, abandonado, tienen ahora las etiquetas confundidas. Ahora es así como vivimos y no queda nada de lo que fue. Y en ese momento yo tenía algo mordiéndome el pelo y creo que grité, un grito potente, seco y feroz, y al hacerlo el animal se asustó y de un salto abandonó mi pecho y mi pelo y cayó frente a mi y me miró. Era un niño y estaba sucio, mugriento, hambriento y desnudo. En la boca tenía pelos míos y largas heridas rojas en el pecho. Sostuvimos la mirada. No brillaba, no había vida en su mirada, ni siquiera instinto. Era un niño sin alma. Me abalancé sobre él y no gritó y recuerdo su rostro estático al atraparle y reducirlo contra el suelo. Lo levanté en mis brazos, y como a una novia en la primera noche, cargué con él hasta casa. “Un niño sin alma en lugar de un martillo” dijo ella y así era. Le dimos un baño muy largo y lleno de espuma y aromas que ahora salían de los tubos de pasta de dientes y le limpiamos y ella le curó las heridas. Lo vestimos con nuestra ropa, que le quedaba grande y le daba el aspecto de un niño de la guerra (y en cierto modo, lo era), lo peinamos y lo llevamos al sofá. “¿Y si le diéramos a beber el alma naranja, se impregnaría dentro?”, dijo ella. Era una posibilidad, y una buena idea o podía ser una mala idea, terrible idea, pero entonces creímos que era buena después de todo, y recogí el alma naranja con mucho cuidado en un jarrón y se lo iba a tender al niño cuando pensé que quizás lanzase el jarrón contra la pared y la miré a ella y dijo: “Adelante” y se lo tendí finalmente y él, sin más, se lo llevó a la boca y en lugar de morder el cristal, bebió el alma. No fue exactamente un temblor o un escalofrío, fue más una irradiación. De pronto el niño se llenó de luz. La piel, los ojos, las manos, el color de los labios, todo, todo se intensificó como si estuviera de pronto barnizado o expuesto de repente a un gran cálido sol. Abrió la boca, y los ojos, y dijo: “¿Cómo me llamo?” y sonreímos como tontos sin saber qué hacer y entonces dijo: “¿Por qué tengo recuerdos entremezclados?” y entonces nos cogimos de la mano, apretando suavemente y él dijo: “Tengo hambre” y con eso nos pusimos a trabajar y le preparamos comida y batidos y comió largo rato y después se durmió. Lo llevamos en brazos a una cama al lado de nuestra habitación. Lo tapamos y le dejamos un vaso de agua junto a la mesilla. Nos fuimos a nuestra habitación. Estirados en nuestra cama, más tarde, yo miraba al techo. Las estrellas del cielo habían perdido también su disposición habitual así que la luz y los reflejos eran otros. El triángulo estelar del verano se había mantenido intacto, pero Vela estaba absolutamente dislocada. Todo aquello que había movido incluso las constelaciones, nos había desprendido a las personas de aquella filosofía hiriente, fea y remanente, que antes habíamos cargado: ¿qué quiero ser? ¿dónde voy? ¿soy realmente feliz? Aquello ya no era así. Percibí en los filamentos de mi cerebro que la nueva manera me gustaba más. Era más emocionante. Ella se volvió hacia su lado en la cama y se apretó sobre si misma, entre sueños que nunca recordaba. Después, me dormí yo; con sueños que siempre recuerdo. El sol salió, ocluido tras una gruesa película de nubes y los rayos llegaban atenuados y así el calor y una brisa marina lo circundaba todo. Me asomé a la ventana como cada mañana y vi una manada de sillas traqueteando en la acera, avanzando así, como lavadoras locas, pero siendo sillas. El niño estaba sentado a la mesa y me miró con ojos muy abiertos. “No sé cómo me llamo, pero sé que soy un poeta” dijo y empezó a teclear en la máquina de escribir. Almas naranjas eran almas de poetas. Ya no sabía nada ni qué hacer, así que preparé desayuno de manzanas y sirope de arce. El niño tecleaba y tecleaba y allí dentro había un alma atrapada y estaría recibiendo palabras. Esa podía ser la forma de comunicarse. Tecleando. De pronto, me parecía evidente que esa era la forma de hablar con una máquina de escribir. Ella me llevó a un rincón, el aire olía a sirope y café negro, y dijo: “El niño-poeta escribirá y escribirá, dejémosle con la máquina y la máquina será feliz con el niño-poeta”, aunque quizás fuese un mal poeta, la máquina podía ser feliz y el niño, niño-poeta podía ser nuestro pequeño hijo de pronto y así ya éramos una familia completa y feliz naciendo en las cenizas y brasas hacia un nuevo mundo. Salimos entonces a hacer excursiones a los montes de coral y los prados de dunas y cañas, instalamos otra vivienda en el faro en la loma y las mañanas olían a pinaza y cemento caliente de carretera y visitábamos los parques de atracciones y los ríos y los edificios del centro de la ciudad y los espejos y reflejos en el suelo y en los techos y los pinos, los estanques. Todo iba bien, muy bien, hasta que un día ella preguntó: “¿Eres realmente feliz?” y luego “¿Dónde vamos?” y luego “¿Qué queremos ser?” y en su mirada brillaba la desazón y el agotamiento, y el niño-poeta tecleaba incansablemente y nos llenaba la cabeza con versos que flotaban alrededor y por las paredes y subían al techo y pesaban y pesaban mucho y nos volvían locos tantas letras en corrientes, en círculos y ciclos. Me sentí enfermar. Y ella enfermaba también porque hablábamos menos y la piel estaba amarilla y a veces vomitaba y lo que vomitaba eran pedazos de manzana y pedazos de versos y letras fragmentadas, como una horrible ensalada. Llorábamos. Nuestros cuerpos se volvían viejos. Se me deshicieron los labios y ella perdió un dedo y el pelo. Yo deseaba que las cosas volvieran a ser como antes: mirar la vida ahora era desagradable como mirar un cielo vuelto. Salí a buscar un martillo.

 

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