Miss

Miss


Crimen

Página 11 de 17

Crimen

 

 

1

Durante toda la noche había nevado copiosamente en Hoenberg. Medio metro de nieve bloqueaba las puertas de aquellos vecinos que tenían puertas que se abrían hacia fuera. El resto, la sana mayoría, se afanaba ya en liberar de nieve el camino hacia la cerca, la acera y al automóvil respectivo, ahora un glaciar con ruedas.

Los semáforos colgantes se encontraban grotescamente cubiertos de nieve y hielo, como gárgolas que se comunicaran entre sí mediante un vano código de luces móviles. En el ventanal principal del salón de la residencia Karlson se reflejaba la secuencia verde, amarillo, rojo, verde, amarillo, rojo, lenta, consabida. Verde... ¡Amarillo! Rojo...

Verde, amarillo, rojo.

En el centro de este salón, sobre una sábana blanca, yacía el cadáver de Joelene Karlson. Bellísima en el óbito. Como una flor abierta, ángel en paz, desvaído, insepulto, parecía haber caído de pronto del cielo. El vuelo había fallado en altitud de veintinueve años. Madre japonesa, padre sueco: absolutamente exótica y una muerte misteriosa.              

Joelene muerta vestía nada más que un liguero y unas finas braguitas. Las altas botas de caña que había llevado descansaban sobre un sillón orejero cerca del ventanal. La fusta de azote yacía sobre la alfombra, semioculta bajo este sillón.

El reloj sobre la repisa de la chimenea continuaba tic-tac tic-tac, ajeno a sexo, muerte o nieve. Tic-tac Tic-tac. No había rastro de sangre por ningua parte. Verde, amarillo, rojo.

 

2

El inspector Felps salió por la ventana del salón, directo sobre la capa de nieve. El último agosto, durante el transcurso de una alocada apuesta pirotécnica, su cuñado Öoels había dirigido accidentalmente un cohete a la puerta principal de la residencia Felps, a resultas de cuya explosión la puerta había volado en miles de pedazos por los aires. En tiempo merecedor de, como poco, un bronce Felps y cuñado restituyeron apresuradamente la puerta antes de que Hilde Felps volviera a casa, pero dejaron la puerta instalada de forma que ahora se abría hacia fuera, con el consiguiente muy irreflexivo trabajo de abrir hueco para el cerrojo en la otra jamba del marco y la pared. Mientras la nieve no se fundiera, por la ventana tocaba entrar y salir. Avanzando bajo el cielo gris discreto como un cuervo de dos metros, sentía el ánimo de un perfecto humor. Desde luego, pese a las inclemencias, aquel podía ser un gran día. La luz era leche y carbón.

¿Por qué no?, se dijo, dando salvajes patadas a la nieve y el hielo que cubrían su motocicleta. Puede ser un maravilloso, un auténtico maravilloso día hoy. Nada dice que no.

Subió a la moto y forzó el pedal, accionando la palanca de gas en el manillar. El motor no reaccionó. Repitió la operación hasta nueve veces y entonces cesó.

-Muy bien.

Puede ser un gran día, Igor. Va a serlo.

Volvió a ascender por el montículo de nieve y regresó a la ventana. Hilde había cerrado. Tocó con los nudillos sobre los cristales insistentemente.

Tec-tec-tec-tec...

Hilde apareció por la salita que la ventana iluminaba, enfundada en su batín rosa y con una taza de café humeante en la mano. La tibia proyección de la silueta de Felps sobre la moqueta.

Abrió.

-¿Sí, Igor?

-Necesito tu avioneta, Hilde.

El inspector Felps saltó al interior de la casa.

-Igor...

-Gracias, hermana querida –asintió y le espetó un beso.

-En estos locos tiempos de automoción, un segundo te cambia la vida, Igor, ve con cuidado y no estropees la cosa forzando piruetas.

-Seguro.

Felps cruzó el salón, engulló una tortita con sirope caldeado y agarró una taza de café caliente en el camino; abrió de una descuidada patada la puerta trasera de la cocina y salió al patio. Unos copos gélidos flotaban en la luz gris matinal. El inspector cruzó hasta la cabaña y de otra descuidada patada, mirando el cielo que lucía blanco como la panza de un mulo, entró en el interior. Lanzó la taza vacía de café a un lado y se agachó en el centro, asiendo el tirador de la trampilla y levantando el portalón.

Accionó el interruptor y se descolgó a la escalera. Envuelto en la luz clara azul de los fluorescentes bajó hasta el hangar. El mar rugía.

Hoenberg había sido levantada a lo largo de una cornisa en los riscos sobre el mar, en el corte del perímetro de un ancho fiordo. Los patios de las casas de esa primera línea encaraban el mar, las gélidas aguas del Skagerrak; y en los días claros de largo verano, podían verse desde los patios, plazas, azoteas y terrazas de todo Hoenberg, elevándose en el horizonte las brumas y neblinas plateadas del Mar del Norte.

Bastantes vecinos de esa línea habían tallado en la roca hangares subterráneos, como amarres, en los que cobijaban barcas para el verano o avionetas, quien tuviese. La mayoría de ciudadanos de Hoenberg tenían una, en aquella zona de riscos, oleajes y rompientes, las avionetas aliviaban las dificultades de los transportes terrestres. Por el aire el viaje resultaba en general más generoso que en tierra, aunque en ocasiones moría necesariamente gente, arrollados por una fuerte corriente de viento.

El pequeño hangar apestaba a salitre, gasolina y frío, pero le gustaba. Le encantaba ver abrirse esa enorme puerta, una apertura al mar, un bostezo robot, un nacimiento. Igor se acercó a la avioneta, comprobó la adecuada carga de combustible y trepó la escalinata. Sentado, se encasquetó el gorro de aviación y pulsó los botones correspondientes del panel. El avioncito cobró vida, con un quieto rugido solemne. Asomó la mano por el ventanuco de la cabina y oprimió el pulsador en lo alto de un largo conducto que ascendía hasta su altura desde el suelo. Con un chirrido el gran portalón se abrió lentamente sobre el cielo y el mar.

Accionó la hélice y ésta empezó a rotar.

La avioneta de Hilde con Igor a los mandos abandonó graciosamente su gruta a media altura en la pared del fiordo. Sobre el mar flotaban como deposiciones gruesas placas de hielo gris, el cielo bostezaba. Igor hizo una pirueta en el momento del despegue y el lomo de la avioneta lanzó un destello plata. Podía ser un día maravilloso. Tenía el sabor del café y la tortita en el paladar y notaba el maravilloso peso de la ingesta en el estómago. Un bueno, buenísimo gran día. Encendió un pitillo y enderezó la ruta sobre el mar hacia la comisaría.

 

3

La señora Maple estaba sumida en un incontrolable pozo de sollozos e hipos y apenas podía articular palabra. El agente López la intentaba consolar, calmándola con ligera presión de una mano firme sobre el hombro de ella y una caja de rosquillas en la otra.

-Señora Maple...

-Era horrri-ii-iii-ble-ee-eee...

E hipaba y lloraba y se removía en el banco de madera del pasillo, con los piececitos colgando sobre el suelo linóleo.

-Uaaaa-aaa-aaaaa...

-Ay, señora... –sentenció el agente, haciendo un gesto, y se llevó una rosquilla a la boca.

La comisaría de Hoenberg, un martes de noviembre por la mañana, tenía en sus pasillos más o menos la misma agitación que una escuela pública a Primero de agosto. Los funcionarios dormitaban sobre los escritorios y sintonizaban, los que estaban despiertos, sus programas favoritos en los transistores antirreglamentarios. Se discutía sobre los resultados de la liga nacional de fútbol (jugada prácticamente toda esa ronda en campos cubiertos) y se rebatían decisiones de los árbitros, se comentaban jugadas y se discutían posibilidades de argumento al próximo capítulo de la serie de moda: My girl’s name. Embarazos, muertes, filiaciones y romances. Que la policía no tuviera trabajo en absoluto era el mayor símbolo de desarrollo y progreso concebible.

El llanto terrible de la mujer crispaba aquella placentera atmósfera.

-Buenos días. ¿Qué pasa aquí, López?

Felps había aterrizado en la pista de oficiales y había empezado a oír los llantos en el pequeño vestíbulo de la comisaría. Había recorrido la distancia que mediaba entre el vestíbulo y el banco en el que López y la señora Maple llevaban a cabo aquella extraña y ruidosa escenita. Ahora estaba de pie ante el agente y la mujer.

-Un crimen, inspector.

-Crimen.

-Sí.

-¿Qué ha sido?

-Aún no lo tengo muy claro. La mujer no puede hablar bien por los nervios y llora continuamente. Parece ser que alguien ha muerto prematuramente.

-¿Qué tal esas rosquillas?

-Excelentes, señor.

-Aaay-y-y-yyy-yy-y...

-Llevémosla al despacho, López, por favor –ordenó, y cogió una de las gruesas, rellenas de crema. La mujer hipaba y sollozaba, pero todo se calmaría y todo iba a ir bien.

Cuando la tuvieron sentada y tranquila, con una taza de café y unas hierbas de otoño, la señora Maple, mordió una rosquilla de fresa y les relató lo sucedido... Como acostumbraba desde hacía dos décadas, cada martes y jueves por la mañana, la señora Maple visitaba la residencia de los Karlson. Tras el fallecimiento, dos veranos atrás en accidente aéreo de Konrad y Mizuki Karlson, caídos a peso bomba sobre la isla de Shikine, el único habitante presente de la residencia Karlson era la joven (y soltera) Joelene Karlson, única hija y heredera de los bienes de los Karlson. Bienes que, por cierto, sin ser en absoluto desmesurados, permitían a la joven Joelene mantenerse holgadamente por los beneficios de su administración. La muerte era voraz y no atendía a razones y ahora había venido a llevarse a la pobre Joelene.

¿Quién podía tener interés en liquidarla?

Felps percibía un alud de trabajo y pesquisas formándose en lo alto de su particular montaña. Aun en lo alto, el cúmulo rugía.

Los martes y jueves por la mañana, pues, la señora Maple acudía durante tres o cuatro horas al hogar Karlson y atendía labores fundamentalmente de carácter culinario: abastecimiento, cocina, y conveniente mantenimiento de la despensa. No formaba parte ni había formado jamás parte del servicio de la residencia Karlson. El servicio había sido precisamente una de las primeras cosas que mandó eliminar Joelene. Huérfana por tragedia a los veintiséis años, Joelene se había recluido en la casa durante un período no inferior a seis meses, cortando por completo sus relaciones sociales, personales y académicas con el mundo exterior. También, rechazó recibir visitas durante todo ese período. Parece ser que la señora Maple le suministró a Joelene, una a una, las cartas que amigos y familiares le dirigieron bajo la puerta y a su buzón a lo largo de los meses. Sin tener la absoluta certeza, pues jamás le pidió Joelene a la señora Maple que por favor acercase una carta suya al buzón, la señora Maple tenía fundamentos para creer que Joelene contestó al menos alguna de aquellas cartas pues, a menudo, la veía escribiendo en la gran mesa redonda del comedor, en la cocina o en su habitación. Al expulsar a las dos mujeres y al hombre que formaban parte del servicio permanente, la casa se había quedado súbitamente despoblada y a expensas de una tristeza flotante, tensando una atmósfera casi fantasmal. Acentuados por el grave silencio, se percibían ahora con más claridad los sonidos propios de aquella gran casa, el crujido de los suelos y el viento agitando las cortinas, los toldos, las contraventanas, los relojes... Y aquel vacío que pesaba. 

Concluido un tiempo de duelo prudencial, mediando el otoño, la señora Maple había querido llevar flores a la casa, comenzar el proceso de vuelta, el revivir. Ante la imposibilidad de conseguir flores frescas en Hoenberg a principios de noviembre, optó por encargarlas por teléfono a una plantación de floristería y palmeral, sita en el litoral del trópico americano, en Puerto Viejo, Talamanca, Limón, costa este de Costa Rica. Flores Santa Clara había remitido la solicitud diligentemente sobre el Atlántico y vía Frankfurt y el paquete llegó a Hoenberg por carretera tres días más tarde... Ahora hacía un año de aquello. Cuando tuvo allí las plantas y vio el montante de cajas, bien etiquetadas y protegidas, comprendió la señora Maple que se había excedido y le dio de pronto un sofocón. ¡Era una falta de respeto! Peor, ¡una locura de vieja! ¿Qué podía hacer? Decidió quedarse dos y llevar dos a la pobre Joelene. Etiquetas con extraños y fantásticos nombres, recordaba su inquietud mientras conducía con las plantas hacia la residencia Karlson, una gran planta con pétalos de hibisco, magnífica, y un gran arbusto verde, poblado de limpias florecillas de copa blanca, marítimas y suaves... ¡en Hoenberg! A Joelene le encantaron las plantas y abrazó a la señora Maple, que suspiró aliviada y continuó adelante, alegre en el gélido diciembre, visitando a Joelene, preparando estofado, té y pasteles, rodeada por aquel silencio, el viento y el tic-tac... tic-tac de los relojes. Las plantas finalmente lucieron maravillosamente en el salón, pero la casa seguía vacía y sumida en un frío y silencio espectrales.

Se aproximaban las fiestas de Navidad y su cercanía pesaba como un denso espectro sobre los techos de la casa. La señora Maple decidió que la hija Karlson las pasaría con ella y su familia en casa de los Maple. Joelene declinó amablemente la invitación y le anunció que ya tenía compañía para esa noche, que estaría bien, sus primas venían a verla, cocinarían pavo y le harían buena compañía, muchísimas gracias de corazón y que la llamaría por teléfono. Todo fue bien, Joelene llamó varias veces durante las fiestas y ningún tejado de Hoenberg se hundió por las nevadas. Volvió a ver a la muchacha a dos de enero, feliz 2007 hija, y tal y cómo le había anunciado al teléfono, la joven tenía para la señora Maple el regalo que el Zar Nicolás había dejado para ella... Era un maravilloso reloj de cuco. A juzgar por la narración de la señora Maple, los agentes entendieron que el año nuevo se había hecho final de invierno y transmutado a primavera bajo el tañido simbólico de ese reloj de cuco: una sobriedad continua interrumpida por alegres, cortos y raros trinos. Poco a poco, Joelene y la casa volvían a la vida... Desde el momento en que un familiar cercano muere, uno comienza un peregrinaje de trescientos sesenta y cinco días, en el cual, a modo de ciclo, debe vivir todos los acontecimientos regulares que ordenan y compactan el año, por primera vez sin ese familiar. Cumpleaños, Navidad, actos íntimos, actos sociales...: una entera serie, astillada por los hábitos y requerimientos de una comunicación diaria que ahora no puede darse, que tiene como final, lucero matinal, la fecha efeméride del fallecimiento. Joelene se acercaba al final del ciclo, los primeros rayos del verano relucieron sobre su rostro, revelando una Joelene diferente. Renovada. Junio en Hoenberg siempre era un despertar. El gesto de la joven como el de aquel que se se encuentra en el momento anterior a abrir una ventana... Y es que algo así hizo Joelene. Abrió las ventanas de toda la casa a finales de junio y dejó entrar el aire blanco y azul y se sentó en el centro del salón (justo, quizás justo donde yacía muerta hoy) y cerró los ojos. Así la encontró Maple. ¿Te encuentras bien, Jolly, querida mía? Estupendamente, señora Maple... Te veo extraña, Joelene. No, no, sonrió. Es simplemente algo... y parece ser que hizo un gesto, apretándose el bajo vientre. No se preocupe... Es... Un juego. Eso intrigó a la señora Maple, pero no le dio más vueltas la señora pues la chica se puso en pie y, aunque abstraída y soltando tibias risitas y soplidos, estuvo todo el tiempo con la mujer en la cocina, exprimiendo limón y tarareando fugazmente canciones de la radio. Lentamente, la maravilla de la vida volvía a aquel lugar. Si Joelene tenía que rehacerse a partir de alguna noción pseudo-esotérica de los elementos terrestres, o algún extraño juego o, siendo honestos, fumando alguna hierba (que, sin duda, es lo que había pasado) qué mal había si ayudaba a la chica a sentirse mejor; incluso tendría esa chica cierto derecho a creer que el Señor le había dado la espalda por un instante y de algún modo si alguien podía tener derecho o bula para pecar un poco, era ella... Semejante desastre. El verano sonaba en Hoenberg como una sinfonía, la hierba brillaba verde y limpia y el sol flotaba honradamente a través del cielo, proyectando sombras finas y alargadas hasta casi la medianoche, las muchachas recuperaban sus bicicletas, los volantes de sus faldas al aire tibio, los timbres, y las hélices de las avionetas que en el aire emitían un sonido agradable como un largo domingo festivo. La alegría envolvía el mundo... Precioso. A la señora Maple no sorprendió que Joelene tuviera la intención de trasladarse durante el mes de agosto a la casa familiar junto al lago, en Brëol, en la costa oriental de Suecia, abierta sobre el golfo de Bothnia. La señora Maple y su familia surcarían, como les era habitual, el Skagerrak para pasar una quincena con sus parientes daneses. 

No hubo contacto entre las mujeres durante esos días de asueto vacacional. A finales de septiembre, la señora Maple retomó sus visitas de asistencia regulares, sin novedad. Joelene era una muchacha normal, más silenciosa y solitaria que antes, tal vez. Normal. Todo parecía normal, de hecho poco a poco ella había empezado a salir otra vez, varias noches, al cine, con amigos, un amigo de los tiempos de la escuela, lo sabía Maple pues la propia Joelene se lo había contado, todo iba bien. Empezó a enfriar, septiembre se hizo octubre, octubre justo rompía a noviembre, se despidió el jueves pasado de ella, tan bien como se podía, la vuelta a la vida, te veo el martes Joelene, sí señora Maple, gracias, todo muy bien, adiós hija, hasta que la encontró esta misma mañana, desvanecida de ese modo, ataviada de ese modo, no desvaída, sino muuu-mu-muertaa-a-a-aaa... Buaaaaaaa-aahaahaaa... Buuuuaaaaaa-ahhhhaaa-aa... No, calma, señora Maple, usted necesita reconciliación y vino. Váyase a casa. Uno de los muchachos la acompañará. Gracias señora, Maple.

 

4

Ufff. Subieron al vehículo policial reglamentario, la cabeza vibrando como un millón de campanillas en el tono de voz de la señora Maple. El agente López al volante, Igor Felps copiloto. El inspector encendió un pitillo y una fragancia de espliego se extendió por el módulo, llevándose consigo aquella impresión matutina, su todo va a ir bien. No. Todo iba a ir normal, o mal. El cielo vestía blanco sucio.

-López...

-¿Sí, inspector?

-¿Por qué nos ha contado la señora Maple ese asunto de las flores?

-No lo sé. Ha llevado a cabo un discurso raramente equilibrado, es cierto. Lo tenemos grabado. Posiblemente se haya debido a su nerviosismo...

-Sí.

-Imagino que en una situación así, uno debe perder las proporciones del relato al narrarlo, no debe saber por dónde ir. Debe ser algo así como conducir sobre hielo.

-¡Ja! De eso lo sabemos todo aquí, López.

-Sí, claro.

-Conclusión: no tenemos nada aún.

-Obvio.

-¿Usted qué opina, López?

-Yo creo que deberíamos seguir todas las pistas.

-Sin ninguna duda usted y yo contamos con el mismo sentido exhaustivo del trabajo, no desechar ningún dato jamás. En esta tierra, fíjese, ni siquiera despreciamos la explicación sobrenatural.

-¿Cómo dice?

-Sí, bien, tenga usted presente, López, que en esta tierra lo sobrenatural ha sido causa o motivo de sucesos durante cientos de años. Aquello que nos era todavía desconocido era considerado sobrenatural. Es normal que, por ello, seamos proclives hoy a creer que es posible, que es incluso normal, que nuestra ciencia y tecnología, nuestro mapa de leyes del universo, pueda no ser, por el mero hecho de ser el último, el definitivo. Sin la reformulación y la ampliación no estaríamos donde estamos. Esta es nuestra definición de lo inexplicable: creemos que puede haber cosas que sucedan en base a leyes que todavía no hemos sabido definir ni controlar, que operan pese a no haber sido identificadas por nosotros.

-No tengo naturalmente nada que objetar, y agradezco su apostilla. Yo tengo sin duda una idea bastante más convencional de las leyes universales... Hablábamos de las flores.

-¿Qué opina usted?

-Nada aún. Investigaremos las especies y la procedencia. Esas Flores Santa Clara en las costas al otro lado del Atlántico.

-Pare aquí, por favor, quiero una Coca-Cola. ¿Quiere usted algo?

-Un batido.

-Hola, buenos días. Una Coca-Cola y un batido. Felps. F-e-l-p-s. 33990XX. Gracias y buenos días. Sí, para usted también. Gracias. Adiós. Aquí tiene.

-Gracias.

-Bien... ¿Decíamos? Ah, las flores Las flores. Las flores Las flores... Investigaremos naturalmente, sí, las flores... Puerto Viejo, Costa Rica, ha dicho. No sé... –el Inspector se tocaba la barbilla y con el pulgar acariciaba la lata.

-Puerto Viejo, sí. Costa Rica, hablan mi idioma. Yo me ocuparé.

-¿Y las Navidades, qué le parece eso, amigo mío? Aquellas primeras Navidades... Joelene rechazó la invitación de Maple, sus primas venían a verla, prometió a la señora que la llamaría. Y la llamó.

-Sep ...

-Me pregunto: ¿realmente fueron sus primas a verla?

-O... ¿pasó realmente Joelene las Navidades en su casa, con o sin sus primas, y qué primas son esas?

-Cierto.

-Sería llamativo que una persona que, motivada por unas razones tan feroces como las del fallecimiento familiar accidental, permanece en una situación de  enclaustramiento voluntario en su residencia durante casi cinco meses y sin contactos sólidos con el exterior, abandone precisamente en esas fechas tan señaladas su casa... ¿Dónde y con quién habría ido?

-¿Fue sola, quizás?

-Podría ser.

-Aunque, mírelo de otro modo: ¿no debe ser también la época más horrible en la que estar en el propio hogar cuando solo queda uno?

-Cierto.

-Me, Lopez, me sorprende que la señora Maple no le preguntase dónde las pasó... Hay algo extraño en esto. ¿Qué ha dicho exactamente?

-Lo tenemos grabado. Ha dicho..., en fin, no lo recuerdo, pero creo que ni siquiera se planteó que Joelene no estuviera en la residencia Karlson.

-¿Y no indagó con quién estuvo?

-Inspector, con sus primas. A ojos de la señora Maple, desde luego.

-Cierto.

Conclusión...

-No tenemos nada y lindamos la paranoia. Bien tenemos todo por corroborar.

-Habrá que investigar también esa residencia de verano.

-Por supuesto.

-Tenemos que lograr recrear, encontrar el trazado a las habitaciones y personas que la vieron en sus últimos cuatro días de vida. Debemos generar escenarios, partiendo de los datos que tenemos sobre su vida... o sobre su última vida. Esa vida nueva, o prácticamente nueva, renacida, desde la tragedia familiar.

-Completamente de acuerdo. Ya llegamos. Aparco ahí mismo...

Dos agentes saludaban con la mano desde el porche de la residencia Karlson. Sobre el césped, hielo y nieve. La luz blanca amarilleaba próximos a mediodía.

 

5

Inge Ingeborg había nacido una mañana de primavera en una granja en las afueras de Aalborg, en Dinamarca.

Había crecido entre campos helados y bosques, largos frescos veranos, y la particular contorsión de la brisa del Kattegat, el estrecho entre Dinamarca y Suecia.

 

Una mañana de domingo en su quinta primavera, Inge Ingeborg sintió, como la princesa del cuento, un garbanzo en su interior. Lo sintió. Una bolita, dentro del cuerpo, un poquito bajo el ombligo. Mamá, tengo una bolita en el estómago. Los campos amarillo primavera alrededor, domingo tibio de sol. Mamá se agachó, palpó. Nada había. Besó la tripita de la niña y dijo: eso es que tienes hambre, cariño. Y al paso arrancó un manojo de cerezas y comieron, jugando y riendo camino allá.

Una maravillosa infancia feliz, madre e hija.

Casando años más tarde su madre con el respetado Intre Karlson, profesor sueco en Copenhage, había pasado Inge Ingeborg a ser prima hermana de la joven Joelene Karlson.

Entre los hábitos incorruptibles de los hermanos Karlson se encontraba el de pasar el descanso estival en la residencia familiar, en Breöl, junto al lago. Allí habían siempre pasado los veranos de su infancia y juventud y siendo la residencia habitual de la familia de Intre Karlson, Aalborg, Dinamarca, y siendo la hermosa isla de Okinawa, en el archipiélago de Ryukyu, la tierra natal de Mizuki Karlson, era norma que las dos familias se encontrasen en Breöl durante los meses de julio y agosto y eso agradaba a los hermanos.

Inge y Joelene enseguida hicieron buenas migas. Formaban un dúo francamente encantador, Inge y su melena morena y Joelene rubia como el oro, intercambiando cromos en el suelo del salón principal, corriendo el jardín, manejando el telescopio. Salían a pasear los campos y bosques y construyeron su propia cabaña en la propiedad Karlson. A media altura del gran ciprés, alto sobre el suelo, se las ingeniaron para formar una base y asirla sobre una plataforma natural de gruesas ramas, unida al tronco. De las ramas alrededor, colgaron cientos de tiras de telas, verdes, blancas, amarillas, sábanas, cortinas, trapos que habían obtenido de los baúles y estantes en el siniestro inmenso sótano de la casa. Aleteaban al viento.

-Bajad de ahí.

Tan arriba estaban las niñas que Mizuki tuvo que repetirlo elevando el tono de voz:

-¡Bajad de ahí!

Fue Inge quien la vio primero.

-¡Tía Mi!

-Niñas, bajad.

-¿Quieres subir?

-¡No!

-¿Por?

-¡Joelene! Es peligroso, bajad inmediatamente.

Dijeron al unísono:

-De acuerdo, mamá. De acuerdo, Tía Mi.

Lentamente y con cautela, bajaron. Sólo se oía el crujir de las ramas y el mecerse de las hojas en el bosque y las ondas en el lago.

Las niñas se presentaron ante Mizuki, Joelene se adelantó. Era una esbelta jovencita de doce años.

-Mamá, lo lamento. Crees que hemos cometido una imprudencia y tienes razón.

-Así es.

-Creo que nuestra imprudencia ha sido tal vez no avisar a algún adulto para su consentimiento y creo de verdad que la plataforma es segura, mamá. Lo he mirado todo e Inge también lo ha mirado todo muy bien.

Mizuki miraba a la niña descubriendo, como un mosaico bajo las aguas, la silueta de la mujer que su hija sería.

Inge se avanzó.

-Lo sentimos, Tía Mi.

Mizuki sonrió, el verano resoplando alrededor.

-De acuerdo. Tranquilas niñas. Haremos que papá lo vea y decida. Jugad por el suelo, ¿de acuerdo? Nosotros nos vamos al pueblo a por un helado, ¿queréis uno?

Y de nuevo al unísono:

-¡Siiiiiiiiiiiiiiiiii!

Papá había revisado la plataforma y junto con el tío Intre aseguraron adecuadamente la plataforma, encajándola en el tronco y prepararon una barandilla de ramas. Les dejaron también una escalerilla y cuando las niñas subieron, subieron con ellas cojines y mantas... ¡Qué bien se veía el bosque y el lago desde allí! Extendiéndose tan limpio: el lago, la tierra, el cielo. Las cabriolas de la luz de verano.

Siempre fue una relación de intenso amor entre primas.

Tenían once años. Julio se deslpegaba sobre las aguas esmeralda de la costa y se metía entre cada rendija de la casa, en cada milímetro del jardín y por todos los campos y ramas, el lago y las carreteras. Las dos chicas salieron a un paseo en bici.

-Adiós, hijas.

-Adiós. Estaremos aquí para la cena.

-Estupendo.

Pensaban rodear el lago por las carreteritas y caminos circundantes. 

 

Ciclando, ciclando remontaron hacia la carretera de la sierra y allá abajo veían el lago extendiéndose, el cielo que les seguía y era un placer tal paseo y qué bonita pasaba la tarde y más tarde tomaban por un camino, desmontando, buscando el sendero que transitaba por el interior del bosquecillo que rodeaba el lago.

Allá se encontraban, conduciendo sus bicis sobre arena y tierra, piedras y hojas, el sol relucía en las condensaciones de agua que cubrían en rocío las hojas, troncos y tallos alrededor.

Llegaron a un claro.

-¿Descansamos?

-Sí.

Bajaron de las bicis y las dejaron sobre el suelo y sobre el suelo se tumbaron ellas también. Se movía el cielo sobre ellas y la atmósfera quieta como un desierto.

Sólida.

Dormitaban.

Sonaba más bien como un motor al ralentí, el de una de esas motocicletas del pueblo. Cavernoso e infantil. Gruc-gruc-gruc-gruc. Molestó a las primas que intentaban dormir.

-Mira, Jo.

Joelene abrió los ojos. Vio el cielo azul resplandeciente. Después la silueta de su prima, invadiendo por el flanco derecho su arco de visión. Después sus rasgos, y destellos de sol.

-Jo, es un hurón. 

Una enorme sonrisa subrayaba la frase.              ¿Un hurón? Joelene se incorporó. Su prima la miraba y sonreía, el cielo rodeándolo todo. Inge señalaba. Aquí mismo. Joelene sonrió.

Estaba a escasos pasos. Era un bicho amable. Pequeño y peludo. Una cría de hurón. Parecía el osito hijo de una ardilla, un extraño cruce animal. El hocico blanco y marrón y largos bigotes. Tenía dos pequeñas garritas marrones y con ellas se valía para aferrarse a la hierba y deglutir. Gruc-gruc-gruc.

-¿Habías visto alguna vez antes de tan cerca un hurón?

-No.

-Cojámoslo.

Saltaron a la vez, como dos hienas niñas. El hurón reaccionó, se hizo instintivamente a un lado, intentando un amago, pero de un rápido manotazo, antes que volviera a saltar y huyese por el claro, lo cazaron.

-Jijijiijiji...

Inge sostenía el hurón entre las manos, suspendido en el aire. Joelene miraba. El animal daba paletadas al aire, su cuerpo rechoncho bamboleándose indefenso en el aire azul. Se sentaron en el hierba, riendo. El hurón se resistía. Era encantador.

-¡Qué mono es!

-¡Parece una personita!

-Siiiiii...

-Jijijijiji

-¿Qué hacemos?

-¿Lo adoptamos?

-¿Qué nombre le pondremos?

-No sé.

-¿A ver? ¿Me lo pasas?

-Sí.

Inge extendió los brazos, asiendo al animal bajo las axilas; Joelene rodeó con los dedos el cuerpecito y lo hizo suyo, acercándolo hacia sí, como quien coge a un bebé.

-¿Qué vamos a hacer contigo, eh? ¿Qué vamos a hacer contigo, bichito? –jugueteaba con el hurón, tocándole en la barriga con los dedos, blanda como una calabaza-. Está blandito, Inge. Es asqueroso...

-¿A ver?

Inge cogió una ramita de entre la hierba.

Empezó a molestar al animal, cuya barriga comenzaba a hincharse por la tensión, ahora colgando de nuevo desde las manos cerradas de Joelene que lo sostenían. Con la ramita le pinchaba en la panza blanca y amarilla.

El hurón cerraba los ojitos y hacía muecas de mínima expresión que denotaban, en su forma animal queja y repulsa.

-¿Y la cara es blanda también?

-No sé.

-¿A ver?

Inge palpaba con las manos la carita. También era blanda. Como huevo cocido.

-Qué asqueroso...

-Oye, y qué mal huele este bicho, ¿no?

-Sí, jolines.

-Creo que cuando crecen, estos bichos comen conejitos.

-No me digas. ¿Conejos? ¡Vaya! –Inge empezó a darle con la rama en la cabeza-. ¡Qué malotes sois! Comiendo conejitos por ahí, ¿eh? Vaya, vaya...

El hurón parecía exasperado.

-Ahora es muy monín, pero con el tiempo...

-Ya, ya. Ya veo –apretó en la bolsa de la panza. El animal, agotado, había cejado toda resistencia, pendía entregado -. ¡Y qué mal huele jolín!

-Hagamos una cosa, Inge...

-Escarmentémoslo.

-Eso.

 

Sostenían al hurón por el pellejo de la nuca; buscaron más ramitas. Inge encontró un par de clavos oxidados y requemados, seguramente restos de una hoguera de tablones en el claro, solían ser habituales las barbacoas controladas por allí. Joelene cogió unas cuantas ramitas y un par de piedras. Oteando con la vista el claro, Inge vio algo que le interesaba. Fue corriendo y volvió. Un tablón con agujeritos que algún incívico había dejado allí tras su comilona estival.

-Esto nos servirá.

-Clavémoslo al tablón, Inge.

-Sí.

Inge le clavó una ramita en la boca y Joelene separó los brazos y manitas del animal, fijándolas al tablón con el pulgar sobre una manita y el corazón sobre la otra.

-Muy bien.

-Joelene. ¿Lo clavo?

-Sí.

Inge titubeó.

-¿En serio?

-Claro.

La chica cogió uno de los clavos y una piedra. Joelene intentaba fijar el bracito del animal a la madera al tiempo que con la otra mano mantenía una hoja sobre la cara del hurón y taponaba su hocico con el dedo gordo, evitando su reacción.

-Vale.

-Clava.

-Sí.

-Yo clavo éste y tú el otro.

-Vale.

-Va.

-Venga.

-Voy.

Puso el clavo oxidado sobre la manita contraída y rugosa del animal. Rozaba ligeramente. Sin pensarlo más, clavó. El impacto de la piedra sobre la cabeza del clavo propició un gorgoteo francófono ¡grgog! y el hurón chilló. Hiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

-Dios mío.

-Tranquila.

-Está sangrando. Es azul morado.

-Lo veo.

Hiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

-¿Qué hacemos?

-Me toca. Aguántalo.

Inge obedeció. Sujetó la hoja sobre la cara del hurón. El animal intentaba morder, Inge le puso otra hoja más en la boca y otra sobre la zona de los ojitos. Joelene cogió el clavo y la piedra. Sin pensar. Un golpe seco y directo. Hiiiiiiiiiiiiiiiiii. El bicho se resistió, estirando y contrayendo todos los músculos.

 

-Genial.

-Dios mío, Joelene.

Hiiiiiiiiiiiiii.

-Sufre. Matémoslo.

El hurón se retorcía y chillaba.

-De acuerdo.

-Pero, ¿cómo? ¿cómo vamos a matarlo? Esto ya no me gusta.

Hiiiiiiiiiiiiiiiiiiii-hiiiiiiiiiiiiii.

-Tranquila, Inge. Yo lo haré. Lo ahogaremos.

-Ayyyyyy...

Inge sintió el ascenso desde el interior de las mejillas, lágrimas saladas desfilando por el cañón de sus ojitos, sin caer, sin llover.

Hiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

-Yo lo hago, Inge, quita, por favor.

Inge se hizo a un lado. Vio a Joelene rodeando con sus manos el cuello del bicho y las cerró sin vacilar entorno al pequeño gaznate del animal. Éste empezó a moverse, las manitas clavadas a una tabla, se contorsionaba, rasgándose tendones, chillaba, pero las hojas le ahogaban, peleando, se meó - un chorro de orín salió de su pequeño orificio. Un arco blancuzco muy fino cortando el pequeño espacio veraniego. Joelene ejerció más presión, el pecho del hurón se hinchaba, al final pareció reventar. Cesó todo movimiento. Descendió.

-Ya está.

-Joelene, ¿qué hemos hecho?

-No te preocupes.

Inge miró el resto de animal. La sangre morada de sus manos cubría el tablón como pasta de mermelada, color cereza, las hojas sobre su rostro se habían abierto. Su carita, muerto. Hiiiiiiiii.

-No me preocupo. Estoy triste.

-De acuerdo. Claro.

El atardecer de verano caía como una balsa sobre el mundo. Silencio.

-¿Volvemos?

-Sí.

-No. Espera. Quiero enterrarlo.

-Vale. Es verdad.

 

Con las manos despejaron hierba y abrieron una tumba. Utilizaron las piedras para destrabar los clavos golpeando desde el reverso del tablón. Liberaron las manitas y al animal. Inge fue corriendo a la bicicleta y trajo un trapo. Se levantaba una fina brisa fría de tarde. El sol caía. Envolvieron la cría de hurón en el trapo y la dejaron en el interior del hueco. Inge sentía un peso en el estómago, una inmersión de limpio acero y base fría chapoteando en su interior: una esfera. Joelene tenía las mejillas rojas, un movimiento, despejar sus fibras, la apertura de unas nieblas, un nuevo paraje que había estado oculto se veía ahora, aún borroso, desde las colinas de esa región que intermedia entre la razón, la vagina y el corazón. Sentía cierto intenso calor. Cubrieron de nuevo el hoyo con tierra y volvieron a las bicis.

 

6

Hay muchos modelos de crimen y motivaciones impelentes. Casi tantas motivaciones como crímenes se cometen. Le habían enseñado a Felps en la academia: el crimen es una de las maestrías de la Historia. Un hombre es capaz de cualquier cosa cuando se propone algo. El crimen tiene unas fronteras casi ilimitadas. Hay quien prefiere sustraer importantes sumas de dinero, sea a bancos, a empresas, a ciudadanos. Entre éstos, hay quien se sub-especializa en furgones blindados, quien se convierte en maestro del desfalco, quien profesa cátedra en atracos a establecimientos de consumo. Hay cientos de miles de hombres en el mundo y cientos de miles de intereses cruzados. Hay quien extorsiona, mata, abusa, recluye, tantas variables y modalidades. Un muerto es un muerto, pero ¿cuántos por qué?

Los dos agentes saludaron a Felps y López y custodiando uno la puerta, el otro acompañó a los hombres al salón. López percibió nítidamente la pesadez, la atmósfera rala, que, con mesura, había referido la señora Maple en su intervención. Pesaba, como cortinas de médium, candelabros, fondos de viejos pasillos.

El cadáver de Joelene yacía en el centro del salón, todavía intacto. Repararon en su erótica indumentaria y la pequeña fusta de caballo con triángulo de cuero en su punta.

-¿Qué tenemos aquí, López, amigo? ¿Un crimen sexual?

-Podría serlo, inspector.

-Podría serlo, sí. ¿Qué le parece el hórrido clima que gastamos por aquí?

-Insufrible, inspector.

-Efectivamente, amigo mío. Vamos a desayunar, tengo hambre.

-¿No quiere que investiguemos nada?

-Sea mi chico, Lopez. Mire allí. ¿Qué ve?

El inspector señalaba la zona donde el salón se convertía en cocina americana, tras el enorme arco de obra. Una mesa con fogones y las alacenas discurriendo como pequeños edificios de apartamentos costeros por la pared. Un ventanal enorme por el que entraba la luz blanca. En el suelo, los pedazos de un cuenco de loza y una sustancia marrón se esparcía sobre el linóleo. Había también un vaso sobre el mueble y una botella de vino, sin abrir, al lado.

-Es la cocina, señor.

-Excelente. ¿Y qué ve ahí en el suelo, Lopez?

-Un incidente doméstico... La caída de un bol, se deslizó...

-Exacto.

El inspector Felps se acercó a la zona del bol desparramado y el lavadero. Ejecutó la secuencia de los hechos, tal y cómo su cerebro de sobrehumanas conexiones neurológicas le sugería.

-Observe bien, mi querido amigo.

Se puso de espaldas a Lopez, sobre el fregadero.

-Algo preparó aquí la bella Joelene. Por los restos que veo sobre el aluminio, hubo de verter líquido sobrante del cuenco hacia el sumidero... Algo así. Entonces... –empezó a volverse lentamente-, se giró tranquilamente, para ir al salón, con su cuenco, sabe Dios, y pronto nosotros, con qué fin. Estaba sola: observe esa copa, una copa limpia y una botella por abrir. No esperaba a nadie. Es posible, creo que sucedió lo siguiente... Al girarse, de regreso al salón con su bol, tuvo que ver algo o alguien cuya presencia impactó, ignoramos si en positivo o en negativo, pero la sorpresa le hizo perder el bol... y ¡zas! El bol cayó. No sé qué más pasó.

-Excelente, sencillamente excelente –clamó el agente de custodia desde el fondo, apoyado en la puerta de acceso desde el pasillo.

Se limpiaba el lagrimal con un pañuelo verdusco.

-¿Qué dice usted? –interpeló Lopez al hombre.

-Maravilloso nuestro Inspector.

-Ya. En fin. Gracias –agradeció Felps -. ¿López?

-Muy bien. Estoy de acuerdo, pero...

-¿Qué o quién impresionó de este modo a la joven Joelene?

-Exacto. Eso suponiendo que...

-Mire, vamos a desayunar de una vez, Lopez. Y ya veremos. Usted, ¿cuál su nombre?

El agente de custodia respondió:

-Pitta, señor.

-Estupendo agente Pitta. Tomen las fotografías pertinentes y envíen los restos del cuenco a análisis...

-¿Y con el cuerpo, señor?

-¿Cómo el cuerpo? –miró a Joelene muerta y después al agente, con la picardía de aquel que ante sí tiene un mastodóntico pica-pica de anacardos y palmitos dulces, avidez-. ¡Pues fóllenselo, hombre! –exclamó y le dio al agente Pitta un salvaje manotazo en la espalda, soltando una carcajada atroz- ¡A cuatro manos y dos rabos! ¡Hoy: noche de Gilipollas: invita la casa! –lo empujó al estilo púgil de callejón- ¡Invita a un amigo y tírate a la muerta! ¡Locos premios! –otro empellón- ¡Pasen y vean! –y volvió a soltar una carcajada pinzando a Pitta cariñosamente en el hombro, para parar en seco de pronto la risa, un frenazo, silencio, la palma de la mano sobre el cuello del atónito policía, para abrir la boca, mirar al hombre como filos a los ojos y añadir- Pitta: que venga el juez, levanten el cadáver y lo envíen a Forenses. ¿Es usted retrasado o qué le pasa?

-Lo siento, señor.

-No hay duda: lo es. De categoría.

-Oh.

-Vamos, Lopez, por favor, amigo mío.

-Le sigo.

Salieron. El otro agente de custodia andaba topeteando con los pies, ahora uno, ahora el otro, adelante y atrás, sobre un cerco marrón abierto en la hierba helada que posiblemente contenía pequeños tallos larvantes. El hombre parecía silbar una canción.

-Disculpe, agente.

El agente levantó la cabeza. El inspector le hablaba y su escuálido compañero español, con bombín, anorak y camisa blanca, le miraba desde un segundo plano.

-Diga, Inspector.

-¿Cuál es su nombre, perdóneme?

-Martins.

-Estupendo, agente Martins. Hágame el favor de vigilar a su compañero ahí dentro no vaya a hacerse un lío y la jodamos. En nada tendrán aquí al juez y a los agentes de forenses.

-Sí, Inspector.

-Gracias.

El agente se puso en movimiento, Felps y López se dirigieron hacia el coche. Empezaba a nevar de nuevo nieve fea, cayendo lentamente, desde un manto lechoso de gruesa luz.

 

7

Otra descarga eléctrica y sin llover. Se había cubierto el cielo y las chicas permanecían en el interior. A lo largo de la tarde, habían ido acumulándose las nubes en el cielo estival,  el azul a blanco, el blanco a gris, por acumulación, y por acumulación a negro. Miles de matices de negro según el sol se ponía. Habían empezado los rayos, pero la lluvia no caía. Esta situación se prolongaba ya por más de dos horas. Una intensa tensión celeste. Era la hora de cenar, ascendían olores de parrilla desde el extractor exterior de la cocina a la ventana de ellas. Ahora las llamarían.

Tenían trece años.

Joelene estaba sentada en un extremo de la cama. Inge, de pie frente al mueble del baño, se miraba al espejo – la puerta abierta. Canturreaba  y recorría su rostro en busca de espinillas y puntos negros. Joelene observaba a su prima y meditaba, pasándose la mano por el interior del muslo, sin entrar bajo la falda.

-Hay un niño de mi clase –empezó Inge, tal vez había asociado ideas del curso escolar canturreando la canción-, bueno, no sé si irá a mi clase en septiembre, creo que sí, es que nos van a mezclar, ¿vale?, las tres clases del curso, van a hacer dos. En fin, bueno, hay un niño en mi clase que dijo que iba a hacerse un tatuaje este verano... ¡Un tatuaje! Dice que su tío le iba a enseñar cómo. Algo con un boli y un motor de coche teledirigido y agujas. Eso entendí...

Las palabras llegan flotando en el aire, tan eléctricamente cargado esa noche, las luces blancas del mueble envolvían a Inge, con los reflejos propios de un espejo, el limpio lavamanos, la forma de ella de pie, su cuerpecito adolescente, los tejanos azules y las zapatillas, la camiseta blanca y una fina chaqueta negra de algodón.

-¿Y qué piensa tatuarse ese chico? –indagó Jolene.

-No lo sé.

-Ah.

-Aaah, nooooo sísísísí... ¡Es verdad! –Inge se volvió hacia su prima -. Nos lo dijo...

-¿Y qué es? –Joelene se dejó caer en la cama.

Ir a la siguiente página

Report Page