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Crimen

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La prima se asomó por el marco de la puerta del baño.

-Bueno. Dijo que quería hacerse la T2 de Terminator Dos –se señalaba el hombro- y una calavera con chistera como Slash, todo mezclado. No sé cómo, pero me pareció genial.

-Vaya.

-¿Te gusta?

Joelene miraba el techo. Las vigas de madera y la cal. Un tejado dos aguas, dos grandes alas. Giró la cabeza y miró por la ventana.

-No sé. No mucho, prima. Creo que no mucho, pero me parece genial.

-Bueno, ya.

Joelene miraba a su prima, sus ojos profundos y marrones, como campos de trigo en el crepúsculo. El humor vítreo como sombras de nubes.

Inge, inclinada hacia delante, inspeccionaba una cicatriz en su rodilla, caída en bici, apoyando la cadera en la jamba de la puerta. En esa postura, la falda prieta y la pose, se adivinaban las líneas florecientes de su feminidad, de la feminidad, como los limpios compases crecientes de una melodía insuperable.

-¿Bajaremos a Brëol después de la cena? –preguntó, la voz ahuecada por la postura.

-Sí, perfecto.

-Genial, prima –Inge levantó la cabeza, agitando su melena morena.

De este modo, recuperando su postura, volvió al interior del baño y a su piel.

-Aunque tal vez diluvie, Inge... –dijo Joelene, pero casi para si.

Joelene miraba al cielo, poblado de repentinos nervios eléctricos. En su clase también había un niño. Un chico. Barriga de Perro, así se hacía llamar. O Barriga a secas. Se sentaba normalmente en las últimas filas. Siempre en el laboratorio en la última fila. Y en el auditorio. Y en Lite. En Mates no. En Mates estaba castigado y lo hacían sentar delante, justo frente a la mesa del profesor.

Hacía dibujos. Edificios con cifras.

Un día al salir de clase Joelene le preguntó:

-¿Te encajan los nueves?

Ni siquiera lo pensó. Se acercó a él y se lo soltó.

-¿Perdón?

-Tus edificios.

-Qué.

-Los nueves, ¿encajan?

-¿Sabes qué significa ese símbolo en tu carpeta?

-El qué. ¿El ocho? No es un símbolo. Es  una cifra. Mi número de la suerte. 

-No. Es un Infinito.

-¿Qué?

Bajaban las escaleras y salían ya por las puertas del colegio al patio principal, bordeando los setos y el jardín de esa zona, caminando hacia la salida.

-El Infinito es un ocho durmiendo. Para hacerte una idea, imagina qué sería si ese ocho tumbado fuera un camino por el que fueses paseando... Sin parar.

-Qué horror.

-Es una forma de verlo.

Los rayos blancos de la tarde destellaban en la rubia.

-¿Dónde vas?

-A mi casa.

Salían ahora por la puerta principal y se encontraban en la acera. La luz primaveral proyectaba largas sombras nítidas sobre la acera. Una tibieza ártica y amarilla lo envolvía todo. Los coches que lentamente pasaban.

-¿Dónde está tu casa?

-Por allí.

-Ah. Como la mía.

Tampoco era Hoenberg tan grande. Uno podía ir por donde quisiera a donde quisiera y acabaría llegando a su destino por toda ruta invirtiendo un tiempo parecido. Inge asomó de nuevo por el umbral del baño. La electricidad del cielo persistía secando la atmósfera, irritando el aire.

-Ya estoy.

-Genial.

Se oyó un trueno, como un gélido movimiento de tierras.

-Si la tormenta rompe, ¿qué haremos en Brëol, prima?

Joelene pensó.

-Bueno, podemos ir a las máquinas. Mira estoy decidida a llevarme ese peluche del Sombrerero Loco algún día, jolín.

-Siiii, buena idea... Tengo muchas ganas de máquinas, Joelene y ¿jugaremos juntas a la Casa del Dolor?, ¡me encanta disparar a esos zombies!

-Perfecto.

-Y qué guapo es el chico de la garita, además... ¡Qué bien! –y calló y miró a su prima -.¿Qué te pasa, prima? ¿Estás bien? Estás rara.

Se acercó a ella y se arrodilló a los pies de la cama, en cuclillas. Joelene recuperó su posición, de estirada, se sentó, alisándose la falda. Apretó un sonrisa, recogiéndose el pelo en una cola y empezó a juguetear, tirando una trenza con la coleta, según caía sobre su pecho: entre dieciochesco y sirenita.

-Estoy con la regla.

 

Caminaban cortando y siendo cortados por las sombras de los abetos en luz lechosa. El chico caminaba pausadamente. Era de estatura media, el pelo aplastado sobre la frente y sobre las orejas, tenía tal vez algo de papada infantil. Vestía un jersey rojo con cenefas negras y pantalones de pana marrones, y unas bambas blancas de lona.

-¿Por qué te llaman Barriga de Perro?

La miró, mientras caminaban, allá donde repose, pequeña, allá donde muera, nena, y con las dos manos recogió su barriga floja y sin duda blanca bajo la ropa.

-Por esto.

-Ah. Pero no es tan grande.

-Es como la de los perros cuando duermen después de comer.

Joelene rió.

-Y se mueve igual... Mira.

Barriga la movió, los pequeños músculos hicieron bambolear su tripa como una ola, o un balón. Joelene rió de nuevo.

-Qué gracia. Eres raro.

-Eso dicen, pero no es verdad. Soy normal.

-¿Te haces el raro entonces?

-No. Soy así.

-Barriga, ¿qué quieres ser de mayor?

Barriga se detuvo un instante, sin frenar los pies ni el paso, detuvo el cuerpo, se llevó los dedos a la barbilla.

-No lo sé. Astronauta. Me gustaría ir a los cielos. Muchísimo.

-Vaya.

-Sí.

-No sé si te veo mucho en eso, Barriga. No tienes cuerpo de astronauta.

-Quizás pueda ir como Arqueólogo. Necesitarán alguno para exhumar restos de civilizaciones alienígenas ancestrales.

Joelene rió otra vez.

-Vaya.

-Ah sí, y me moriré de lo mismo, Joelene.

La primera vez que la llamaba por su nombre. Giraban ahora por la avenida arbolada, remontando la línea de casas de la colina. Los larguísimos días de la primavera de Hoenberg. Las sombras se alargaban, desperezándose lentamente – poco a poco irían alargándose, progresivamente sumándose, incorporándose unas sobre otras hasta formar la noche entera. Soplaba viento de interior.

-Aquí vivo yo.

Era una casa típica de Hoenberg. Dos plantas, tejado dos aguas. Una terraza de piedra y barandilla de madera blanca en la habitación principal sobre el porche de entrada.

El jardín delantero se extendía, pardo alrededor, amarilleaba. Recién despierto a la luz bajo el último deshielo de primavera.

-Bueno.

-En fin.

-Un placer, Joelene.

-Igualmente.

Joelene sintió que podía. Se quedó un instante ante él, y miraba al suelo y sonreía porque no podía evitar sonreír.

-Bueno, pues hasta mañana.

-Sí, no. Hasta el lunes.

-Bueno, sí.

-Bien.

-Vale entonces.

-Oye.

-Dime.

-¿Qué vas a hacer ahora?

-¿Ahora mismo?

-Sí. Cuando entres en tu casa.

Barriga sonrió. Sus ojitos negros chispeaban en la luz neblinosa primaveral.

-Pues comer helado y seguir mi partida de C&C.

-Oh.

-Sí.

-¿Cómo es ese juego?

-Command & Conquer. Estrategia militar. Ataques, defesnas. Triunfo. Gobierno. Fomentar y administrar recursos.

-Igual te hará ser un buen marido, Barriga.

-Vaya.

-Sí.

-Tal vez, ¿quieres subir? Mis padres no están.

Joelene asintió.

-De acuerdo.

Subieron por el camino empedrado hacia la puerta de entrada. La luz sombría sentaba tan bien...

 

Inge miraba a su prima con interés. La tensión eléctrica del cielo crecía. Era seguro que acabaría la lluvia por romper. Otro trueno restalló, místico.

-Yo la tuve en septiembre por primera vez.

-Ya. ¿Y qué tal?

-¿Cuándo la tuviste tú?

-A final de verano.

-Entonces la tuvimos a la vez.

-Casi.

-¿Te duele?

-Me molesta un poco, sí.

-Vaya.

Inge miró alrededor, tal vez buscando con la mirada un remedio, pastillas. El bonito orden veraniego. Mantas plegadas en los estantes sobre el mueble del fondo. Libros ordenados en los estantes, pequeñas figuritas. Dos silloncitos. La alfombra.

-No te preocupes.

-No, bueno, miraba algo.

-¿La has probado?

-¿Cómo dices?

Joelene seguía sentada e Inge se mantenía en cuclillas, con una mano puesta sobre la rodilla desnuda de su prima. Joelene llevó la mano a su propia entrepierna, subiendo por su muslo bajo la falda.

-Si la has probado.

-El qué.

-La regla, estúpida.

 

El desorden era de consideración para los patrones de la chica. Barriga parecía haber desarrollado un gusto por la sobrecarga de imágenes y referencias, banderas y recortes. La flora de aquel reino, como hojas y copas. Los libros abiertos, comics, tomos de enciclopedia juvenil, revistas, se esparcían por la habitación. Existían ciertas acumulaciones de cosas, jerséis sepultando un sillón, como cáscaras o cocos caídos.

Barriga de Perro estaba sentado en el sillón del ordenador. Joelene en el diván, lleno de cojines. La tarde resbalaba en la ventana.

-¿Has bebido alguna vez una cerveza?

-No. Entera jamás.

-¿Quieres una?

-Bueno.

-Ahora vengo.

Barriga se levantó del sofá y cruzó la habitación, a su paso levantó un pequeño torbellino de páginas de revista aleteando, folios cuadriculados y hojas de cuadernos.

Le oyó bajando las escaleras hacia la cocina. Mucho silencio. La tarde expandiéndose hacia el crepúsculo. ¿Qué cosas guardaba entre tanto libro y estante? Se levantó y deambuló sin tocar nada. Por la ventana, la típica calle arbolada de Hoenberg en primavera, meciéndose las ramas. Sin tráfico apenas que reglar, el semáforo, verde, amarillo, rojo... Verde, ¡amarillo!, rojo... Volvió Barriga con un botellín verde oscuro, que lucía una etiqueta de marco blanco y verde casi melón.

-Heineken.

-Ah.

-Es muy rica. A ver si te gusta. Es de Holanda. ¿Sabías que en egipcio cerveza se dice henequet [hnkt]? ¿Suena parecido, verdad?

-Sí –Joelene sonrió... ¡cuántas cosas raras sabía Barriga!

Con la botella destapada, se sentó junto a Joelene en el diván.

-¿Quieres empezar?

-De acuerdo.

Dio un trago.

-¿Nunca has pensado por qué a los fantasmas no se les ven las piernas?

-¡Ah! No sé. Es cierto –soltó una corta risa y le pasó la botella. El líquido y su burbujeo la recorría garganta abajo-. En las fotos casi nunca se les ven...

-¿Has pensado por qué?

-Jamás.

Era divertido. Bebían y hablaban.

-Bueno.

-Pues no sé.

-Yo creo que se debe a qué, de algún modo, emergen del agua... De algún tipo de agua –Barriga de Perro gesticulaba al hablar, dio un trago y le pasó el botellín -. Como si hubiera un espacio entre los dos mundos y desde él ellos asomaran al nuestro...

Joelene bebió un trago, dejó la botella a sus pies y se reclinó sobre los cojines. Cogió uno y se cubrió el estómago con él, retrayendo las piernas, las zapatillas sobre el pequeño diván.

No dijo nada.

-En fin... Oye, ¿querrías hacer una ouija? –siguió Barriga y se levantó, volviendo a su silla en el ordenador.

-¿Perdón? –djio Joelene.

-Una ouija. La tabla y las letras. El vaso. Hablar con los muertos.

Joelene apretó el cojín sobre su pecho.

-Todo esto que dices me da frío, Barriga.

-Lo siento.

-No, no. No importa.

 

En el breve silencio entre ambos pudo percibirse nítidamente el segundero del reloj de la mesilla. Era azul y en su esfera aparecían las letras STAR TREK en su grafía cósmica propia. Barriga de Perro, sentado en la silla del ordenador, vuelto hacia ella, la pantalla apagada a su espalda, miraba al suelo en este silencio.

-¿Tus padres no están nunca? –preguntó Joelene.

-Mi madre viaja mucho.

-¿Tu padre?

-Vive en Inglaterra. En Carlisle.

-Ah.

-Me gusta Carlisle.

-Oh.

-Joelene, ¿has tenido la regla?

-¿Cómo?

-Has tenido la regla alguna vez.

El chico la miraba con sus ojos negros como pozos. Existían espacios que podían ser accedidos únicamente con palabras. A veces antesalas a conceptos, a veces salones de actos.

Joelene sintió: bailemos, Perro.

-La tengo hoy –dijo.

-¿La has probado? –preguntó él.

-No, nunca.

Joelene se llevó la mano a la entrepierna...

-Prueba ésta, Inge... Hazlo. Ahora. Vamos.

 

8

Dos torres de tortas de garbanzos y comino completamente bañadas en aceite de girasol y ralladura de pimiento picante se alzaban desde un mar de humus en el centro en una bandeja de la mesa. En los vasos de madera ante los hombres, humeaba un viejo vino del norte, picante, con motas de canela que chisporroteaban como estrellas en la columnita de vapor.

Sonaba el zumbido de la calefacción y las voces de otros comensales, los vehículos pasaban lentamente por la avenida en la suave ventisca.

En la tele, un resumen de la jornada del fin de semana en la Premier League. Domingo 18 de Noviembre – Arsenal Newcastle United, Emirates Stadium. Abre Kieron Dyer el marcador en el minuto 30’. Thierry Henry da el empate en jugada personal en el minuto 70, bla, bla bla.

-¿Se puede fumar aquí?

-Claro, López.

Dos hombres grandes como armarios ocupaban otra mesa y comían altos helados con nata y frutas. Sorprendió a López los relojes que en la cornisa sobre el mostrador y las planchas de la barra, indicaban la hora en diferentes husos del planeta, bajo cada reloj, el nombre de una ciudad: Estocolmo 11:37. Reykjavik, 10:37. Toronto 5:37. Seattle 2:37. Tokio 19:37.

Se sirvió uno de los rascacielos en el plato y le hincó el tenedor. Cataratas de aceite amarillento descendieron, desplegando un extraño inconexo aroma mediterráneo bajo sus fosas nasales. Felps hizo lo propio con su torre y en seguida le hincó el diente.

Masticaba mientras hablaba...

-En realidad, no creo completamente en lo que acabo de decir. López, ¿qué le parece? ¿Nos centramos en el caso?

-¿Ustedes desayunan normalmente esto?

-¿Aún no le había traído nadie a comer fellen?

-No.

-Dios me valga. No, López. La gente desayuna lo que le rota, pero a algunos nos gusta este plato. Es de la región. A mi me encanta.

-Estupendo. Me recuerda a mi tierra, me gusta. Gracias.

-Analicemos el caso, López y repartamos tareas.

-Sí –asintió el español y trinchó lánguidamente su torre de fellen, de la que empezó a sangrar salsa gris.

 

9

Joelene lanza la colilla por la ventanilla del viejo coche, trazando ésta un arco silencioso bajo las frías estrellas estivales. Inge aminora y redirige el volante – cruzan lentamente la explanada hacia el rompiente. Las rueda sobre hierba y tierra. Cala el freno de mano y apaga el motor y las luces. En silencio, las dos. Sobre ellas: la fina expansión de este último verano escolar, en el magma del pensamiento, las rocas del excitante enigma juvenil, el próximo inmediato ingreso en la facultad, ¿qué habrá? En la facultad y más allá. Todo se verá. Y ante ellas: las negra aguas de golfo de Bothnia y el manto estelado de la fría noche veraniega. Sobre el risco, contemplando el cielo y TODO ondear.

-¿Qué es lo que exactamente han dicho, Inge?

Inge tiene las manos sobre el volante y mira al golfo.

-No estoy segura. ¿Desde cuándo lo conoces?

-Barriga y yo íbamos juntos en tercer grado. Desde entonces. Sus padres le cambiaron de cole el año pasado, así que este último no lo ha hecho conmigo, pero da igual. Hablamos a menudo.

-Es...

-Diferente, ¿verdad?

-Sí.

-¿Y qué me dices de sus amigos?

-Uff... ¿HOLE?

-Sí.

-¿Qué clase de asociación es esa?

-Bueno. Pues un cine-club, parece ser. Simplemente.

-Sí, pero vaya peli. Era muy porno.

-Sí.

-Me ha gustado la presentación del francés de pelo blanco.

-A mi también.

-Hacedgglo. Tgazag el peggímetgro –lo imitó, solemne -. Y luego esa peli. Ha sido... No sé. Me movía. El estómago. El estómago, la cabeza, el coño. Ese triángulo que han dicho. Sus vértices.

-Sí.

-No estoy segura de haberlo entendido, pero lo intuyo. Lo instinto.

Silencio.

-Mente, corazón y coño... Esas coordenadas. ¿Te ha gustado la peli, primita?

-Algunas partes, sí. Otras nos tanto, ¡me dolía a mí!

-Ya.

-Pero en general sí, Joelene.

-Ya.

-¿A ti?

-También.

Silencio.

 

Pruébense. Definan entradas y acepciones en su inmenso diccionario interior. Descubran, amigos, el lenguaje total. Aprendan. Aprehendan. Den. Capturen. Corran. Muevan. Limiten su verbo, encuentren, amigos, los límites de su verbo. Hacedlo, trazad el perímetro.

 

Es un gesto que se produce en dos tiempos.

Lentos ambos.

 

Mirad como Inge lleva lentamente su mano hacia la mano de Joelene, un instante, la mano se posa sobre la mano, Joelene respira, Inge respira. Silencio. Juntas comienzan un pálpito a compás.

Inge suavemente cierra sus dedos sobre la mano de Joelene. La presión es mínima, la presión es traducida como petición. La casi líquida musculatura ahora. Joelene cede con suavidad, Inge conduce, atrae la mano de Joelene a su propia entrepierna. En el transcurso de este vuelo mínimo: Joelene suspira, sintiendo una campanada amarilla en la región superior del clítoris, Inge traga saliva, un corrimiento de tierras heladas en el bajo vientre. Con sus dedos separa los de Joelene. Aterrizaje mínimo. Las yemas de Joelene, suavemente entrando en contacto sobre la costura de los tejanos de Inge. El ligero monte del coño prieto juvenil. Joelene siente en sus yemas las vulva de su prima y percibe el algodón de sus bragas. La mano quieta. Aprieta. Aprende. Aprehende. Aprieta.  Explorar. Trazar el perímetro, condición y capacidad humana. Cierra los dedos sobre el coño de su prima y con dulzura empieza a acariciar y mover. ¿Hasta dónde llegar? ¿Cómo navegar? No hay batíscafo, astrolabio ni sextante. Amarra la curva de Inge con cuatro dedos, buscando gancho con el dedo corazón. Inge levanta las caderas ligeramente, es instinto, la mano de Joelene aprieta más abajo, aferrando mejor. ¿Qué más allá del perímetro? Trazad el perímetro.  ¿Qué más allá? Gimen. Gimen, en tiempos propios. Inge ejercita un movimiento de fricción, buscando contacto. Los tejanos húmedos. Joelene desabrocha el primer botón. El estómago plano de Inge, una contracción. Baja los dedos en contacto directo sobre el algodón, y aparta y encuentra el valle, húmedo al amanecer. Esta larga ruta que empieza. Ahora: los vértices de ambos triángulos interiores, se tocan. Plano sobre plano. Se expande en ambas el movimiento. ¿Dónde los límites, qué más allá? Ese francés de pelo blanco, Pierre, lo ha dicho, solo una vez: más allá encontrarán las Entidades.

 

10

Los dos agentes se encontraban en su área de trabajo, detrás de sendos biombos translúcidos que filtraban la blanca luz de la tarde mientras se expandía.

López, con los codos en la mesa, la pantalla parpadeando, boli, gafitas y libreta, investigaba la pista Flores Santa Clara. Felps entre tanto, el reloj Jörgen marcando secamente los segundos, curioseaba por una de las webs de Kim Wylde, extrañas posiciones para bellas, valientes mujeres, al tiempo que el documento-historial policial referente a Joelene Karlson reposaba minimizado en la barra de herramientas verde olivo, latente, esperando su turno.

López iba:

-Adenimus, pachypodiums lámerei, pachypodiums baronii, agraves... ¡¡Dios!! -dejó el bolígrafo de un manotazo sobre el libro, haciendo saltar algunos papeles -.No me aclaro, coño.

Felps murmuraba:

-Vaya ésta... Uff, y ésta, Dios mío... Humm. Agg, muy bien, sí...

-Menudo cristo.

López cogió el teléfono, en inglés correoso y salpicones de sueco, marcó:

-¿Operaciones? Buenas tardes... Sí, caso Karlson... Joelene, sí. ¿La fusta? No lo sé, no lo sé. ¿Cómo dice? No, oiga, oiga, no, para eso alquile un DVD, no me cuente rollos... Llamo por las plantas, joder, por favor, ¿qué tal los análisis, alguna anomalía? Sí. De acuerdo, espero...

En espera, una melodía como Apple Core u otra. Con vientos.

Felps seguía murmurando.

Se cortó la melodía.

-Sí, sigo aquí. Claro. ¿Cómo? De acuerdo, llamo mañana, muy bien. Entiendo, claro. ¿La fusta otra vez? Oiga... Vale. De acuerdo, gracias. Sí, mañana. Adiós.

Y colgó.

Se ajustó las gafas.

-Baobab... No lo sé. No entiendo nada de esta mierda...

 

Trabajaron duro toda la tarde. Finalmente sonó el timbre. Cinco y media, hora de salir. Felps se levantó como si un muelle viviera alojado en su ano: boooing ¡! Y ya en pie, cerró las ventanas del escritorio y apagó el equipo correctamente.

Se estaba poniendo el gabán, miro a López desde el perchero, el muchacho, su calva al descubierto, el bombín en el perchero, seguía imbuido en una tormenta de latinazgos vegetales. La luz de la pantalla parpadeaba en su rostro.

-¿Qué hace usted esta noche, López?

El joven levantó la vista.

-Nada en particular, ¿por?

El inspector continuó:

-Podría venir a mi casa, discutiríamos el caso, puede usted conocer a mi encantadora hermana Helga y disfrutar de su hórrido ideario culinario, pero...

-Es usted muy amable, Inspector Felps.

-Estupendo.

-Pues sí.

-¿A las ocho entonces?

-Ajá. No.

-Ah.

-Bien. No. Es decir: gracias. Es que no desearía realmente molestarles, tengo mis cos...

-Oiga, véngase a casa, López. Helga se queda en el salón de arriba, viendo los capítulos grabados de My girl’s name y fumando marihuana, últimamente fuma marihuana ¿sabe? ¡Con cincuenta y dos años! En fin, cosas de la vida, yo qué sé... Se pone loca. Hace unas galletas estupendas, por cierto, ¡y colocan! Bueno, nosotros podemos bebernos el agua de los floreros abajo y, oiga, llámeme, por favor, llámeme Igor... ¿A las ocho, Antonio?

-No, no. Gracias. Es, quería decirle, muy amable, pero preferiría quedarme. Quería hacer unas llamadas telefónicas a mi casa, a mi novia, y ...

-Oh. Desde luego.

-Sí. Muchas gracias en cualquier caso, señor Felps.             

-No, estupendo. Por supuesto, cuando quiera, López. Mi rabo es el suyo, mi casa es la suya...

-Gracias, sin duda, inspector.

-De acuerdo, López, hijo –tendió la mano hasta hombro y lo apretó ligeramente -. Hasta mañana entonces, amigo. Páselo bien –y la asestó un manotazo en la espalda y chascó la lengua y dijo: -Me cogeré dos big king xxl y me dedicaré un poco a mi proyecto, López. Estoy reuniendo un pequeño grupo. Pretendemos recoger psicofonías, ¿le gustaría apuntarse? Está ahí el párroco, López. Usted debe ser católico, él es metodista, se llevarían bien seguro... Menudo refufunfuñón es. Además, que hombre, está convencido que una sociedad sin valores está condenada a desaparecer... je,je ¡Cómo si los valores fuesen unos únicos e inquebrantables! ¡Imagine los debates qué tenemos!

-Entiendo.

-¿Se queda?

-Sí.

-No trabaje demasiado, Antonio. Pronto llegará el informe forense además. Cuestión de días. Hasta mañana, amigo.

-Hasta mañana, Inspector. Gracias.

-Grande la vida, sí señor... –y en castellano añadió: - Amigo: ¡me voy!

Y rió y así, salió de los biombos y se encaminó al ascensor, rumbo a la azotea y a recuperar la avioneta de Helga, a todo volumen y de vuelta a casa.

 

11'

<<Voy a bajarte la cara al suelo y orinarte en la cabeza. Eso voy a hacer, ¿entiendes lo que estoy diciendo, perra?>> La mujer que habla está de pie, con las piernas ligeramente separadas y mantiene a la otra, arrodillada a su pies, atada por una correa al cuello. Sostiene el extremo de esta cadena en un puño. Es pelirroja cobriza. Lleva botas de cuero azul eléctrico acordonadas hasta la rodilla. Viste un corsé de látex a juego, realzando sus pechos y afirmando la cintura. Un antifaz de la misma textura y color cubre sus ojos; por las hendiduras se vierte su mirada, muy incisiva y muy severa. Su edad ronda escasamente sobre la cuarentena. La mujer arrodillada a sus pies, ataviada únicamente con un pequeño body de látex negro, pasa apenas la treintena. Ahora levanta la barbilla y el rostro hacia la mujer, su collar azul de cuero y la cadena amarrada en la argolla se mueven en el gesto. Mirándola desde esa postura, las rodillas en el suelo, la espalda recta al descubierto entre los finos tirantes, destellos azules, cerradísimo el body bajo la cintura separando las nalgas y fijando el coño, pequeña vulva sobresaliente, responde: << Sí, Ama.>>. Entiende lo que está diciendo.

Inge deja la copa de vino sobre la mesa y recoge las piernas en el sofá, abriéndolas. Baja dos puntos el volumen del televisor. La mujer en pie hace ahora blandir su flagelo de varias cintas de cuero contra las nalgas de la mujer arrodillada. Una vez, otra. Y otra. Otra más. Tras las ventanas del salón, la bruma se dispersa en la noche entre las luces de las calles y edificios de la primavera de Copenhague. Suena la gruesa sirena de una ambulancia. Se lleva una mano al triángulo, sobre el pijama de algodón y de nuevo mira la pantalla. En su interior siente esa bola estática alojada.

La mujer de rodillas pega el rostro al suelo, el culo en pompa, una perra. La otra abre las piernas, a cada lado de la cabeza de la perra, quedando su coño sobre ésta, como la punta, la clave de un arco ojival.

Era un sobre amarillo, matasellos de París. Venía el DVD y una carta.

Querida Inge,

Estuvimos la otra noche de cháchara. En realidad no me gusta mucho París, en realidad tampoco estoy leyendo Duras. En realidad ninguno de mis compañeros merecería sobrevivir a un holocausto nuclear. Quiero votar minorías, pero ni siquiera soy francesa. Te contaré bien. Estuve en este lugar.

Había una tarjeta grapada a la carta. Rectangular y de negro satinado. El margen izquierdo estaba cubierto por la imagen, tomada en primer plano, de un rostro enmascarado en látex eléctrico. Únicamente aberturas para los ojos, amplias aberturas y unos ojos preciosos, de largas pestañas y penetrante mirada azul. En el margen derecho, el fundido borroso de un regio portal parisino, de altas jambas pétreas y descomunal portalón. Bajo esta imagen difusa, en diminutas letras rojas, una dirección: 99 Rue Estienne, Issy-les-Moulineaux [Paris]. En el centro de la imagen, una D de fino trazo se retorcía unida a una S y bajo el beso de ambas, las luces, eternas: Paris.

Fue Barriga quien me sugirió la visita. Le escribí una carta con tres preguntas: uno) ¿qué lugares de París visitarías tú? dos) ¿qué lugares de París visitarías si fueses yo? y tres) ¿qué lugares de París visitaríamos si estuvieras aquí conmigo? Contestó con una de esas cartas propias de él, únicamente escribió “Querida Jolly” y después pegó tarjetas, recortes y citas en collage. También escribió “Yo”, “Tú” y “Nosotros”. Habló de si mismo al final de la carta, en un párrafo escrito recortando letra a letra de un periódico. Está en Carlisle, quiere conservar la casa y utilizar parte de la herencia para trasladarse. Me pidió que pasáramos por su casa en Hoenberg, en cuanto coincidamos allá. Ahora está cerrada. Me dirá dónde encontrar una llave. Y besos. Eso fue todo. Pensé que podía ser interesante visitar sus lugares, los míos y los comunes. Éste estaba entre los míos. Fui sola. Me sorprendió en primer lugar el olor a jabón y la sensación de respiración amontonándose. En la puerta custodiaban dos agentes de seguridad privada, sin insignias y elegantes, rectas levitas de punto negro. No pusieron traba y abrieron la puerta del local ante mí. Al cruzar, me encontraba en un pequeño vestíbulo cerrado por cortinas. Tras un mostrador a mi izquierda atendía una chica. Era morena y llevaba el pelo, melena dirigida como un manojo de flechas apuntando al suelo y el flequillo estrictamente horizontal. A mi derecha un pasillo y un hombre vigilaba. De traje y rapado. Las piernas separadas y los brazos cruzados. La chica habló. Perdona, Excusez-moi, debo preguntar alguna cosa. Claro, dije. ¿Es la primera vez que vienes a un sitio así? Sí. Entiendo que sabes lo que vas a encontrar, así que: ¿vienes sola, esperas a alguien? Vengo sola. ¿Tendencia? Dije la verdad inmediata: vengo a descubrirlo. La intuyo. La chica reflexionó un instante, mirándome, dijo: De acuerdo. Entraré más tarde a verte. Yo soy Adèle. Bienvenida. Gracias. Y entré. En realidad es una reunión. De gente que vive un modo. Creo que es gente que comenzó en un impulso como el nuestro, pero están todavía en fase. Debemos siempre seguir, nunca parar. Si ha sido determinado que nuestra vía por aquí entra, por esta región, de tránsito, pasemos, visitemos, encontremos. Pero jamás nos detengamos. Esa es, ese es el nódulo del movimiento. Tenía muy presente esa noción mientras deambulaba la sala: aprendan, muevan. Descubran. Me encontré al amanecer, me encontraba al amanecer caminando en círculo entorno a un adulto que semidesnudo a cuatro patas descansaba, la cabeza pegada al suelo, atendiendo mis instrucciones y humillación. Aún tengo el olor de jabón y plástico insertado en el corazón. Y el sonido de cada azote. Visto en perspectiva confieso que es contradictorio. Aún así, es el único camino.  Tú también debes ir, Inge, querida. Barriga por cierto lo sugirió. Pruébalo. Pruébate.

Un beso,

J.

P.S Espero te guste el regalo.

 

El regalo...

Susurro láser en el reproductor. Inge se ha desprendido del pantalón del pijama y la camiseta, lanzándolas a su espalda en el sofá. La señal descodifica este momento en pantalla el primer plano de un fino reguero, fluyente, amarillo polvo limón. Orín lloviendo entre dos muslos. La noche de Copenhague pasaba como un vuelo lento en el exterior.

 

11''

Joelene apaga la tele y lanza el mando al sillón desde el sofá. El mando rebota. El piso en silencio. Tan sólo el tic.tac. Decide salir, a tomar una copa, o el aire, o una vista de la ciudad, o nada, decide salir. Baja la escaleras, sus tacones repicando contra los escalones de metal. Sale al exterior. Sopla el viento en la pequeña plaza y agita su pelo y su falda según pasa sobre por rue de l’Ourcq, justo ahora sobre las vías del tren, cruza, desierta la rue Petit. El semáforo. Verde, amarillo, rojo. Verde, ¡amarillo!, rojo. El viento cálido de mayo subiendo por sus muslos. La noche que refresca y el viento es aún caliente. Están abiertas y vacías las tiendas de comida árabe, como cocinas con escaparate, desoladas las entradas a los bares.  A la altura del Boulevard Indochine, levanta la mano:

-Taxi.

El taxi para. Un nigeriano. Ella abre la puerta trasera, se desliza al interior y se sienta. El nigeriano la mira sin expresión por el retrovisor.

-B’n soir, M’dm. Où voulez-v..?

-Glazz’art. 99, Rue Estienne, Issy-le...

-Oui, M’dm.

Arrancan.

Las luces se mueven y pasa la noche en forma de edificios altos y barrios, la muerte siempre nos sigue y llega y nosotros, en asientos traseros, en paseos, corremos y corremos hasta que nos alcanza.

Beep-beep.

Mensaje. Joelene lleva la mano a su bolso. El taxi avanza entre tráfico fluyente y difracciones diversas de diversas luces. Coge su nokia. Aviso de mensaje en el visor. Aprieta. Abriendo. IngeMov. Lee: <<He recibido tu carta. Estoy ahora a dos calles de Maîtresse. xx Un beso. I. >>.

Vuelve al menú principal, bloquea el teclado, guarda el móvil de vuelta en su bolso. Como marchando por avenidas una noche de fastos. El agua negra del Siena. No se ven estrellas. La pálida refulgencia lunar.

Inge descubrirá esta noche su posición en la Revuelta.

 

12

-Oiga, Felps...

El inspector Felps estaba con la cabeza completamente envuelta en una toalla y reposando sobre el escritorio. La toalla empapada en jarabe Vicks.

-¡Felps!

Desde un hueco almohadanoso, llegó su voz: Ss-í ¿H-helga?

-Inspector Felps, estoy revisando la transcripción de la declaración de la señora Maple. Me preguntaba acerca de..., bueno, algo que dio Maple por supuesto atribuible a la inhalación de marihuana, pero fue referido por la propia víctima como un juego. Sentada en el suelo. Un juego. Se encontraba bajo los efectos de un juego. ¿Qué juego? Se apretó el bajo-vientre y...

Felps levantó la cabeza – como el auténtico hombre invisible. Desde aquel hueco su voz mullida reprodujo: ¿López? Interesante observación.

-Sin duda. Gracias –respondió el agente.

Felps retiró el turbante de su rostro. Tenía la cara enrojecida y bajo los ojos bolsas hinchadas como ciruelas. Entorno al iris, un sistema radial de finas autopistas sanguinariamente congestionadas.

Desenvuelto del turbante de Vicks el inspector proclamó:

-Deme su Glock. Voy a volarme la cabeza.

-No, inspector.

-¡Esto cada vez es más complicado o yo más gilipollas!

-Calma.

-Mire, tengo como un millón de bikinis en la retina. Y varios litros de crema. Estoy destrozado. No sé por qué tuve que suscribirme a esa web, la verdad. Me he ido a dormir cuando salía el sol. Imagine.

-Creo que podría tratarse de un juego sexual.

-Oiga, no es usted quién para implicarse en mi vida privada, López.

-Estoy hablando de Joelene, Inspector.

-Ah.

-Sí. Solicito permiso para una inspección del domicilio Karlson. Algo me dice que no estaba únicamente masturbándose. Piénselo bien: ¿se pajearía usted, no, perdón, se estimularía usted con un, imaginemos, consolador anal en su caso, sabiendo que alguien viene a visitarlo? Quiero decir, ¿no es algo que únicamente haría en caso de estar llevando a cabo ese acto de forma coordinada con otra persona? Algo así como pactar. Los juegos sexuales, por definición, son por naturaleza un pacto entre partes. Ella dijo: “un juego”. Quiero encontrar a la persona que estaba jugando al otro lado...

-Concedido. Allane, amigo mío. Libre como un pájaro.

-Gracias. Pues me voy.

El agente Lopez dejó el bolígrafo en la mesa y se puso en pie. Recuperó su anorak y bombín del perchero y ya salía por la puerta del despacho de ambos, cuando se detuvo ante la pregunta de Felps:

-¿Existen consoladores anales masculinos, Lopez?

-Sí.

-Aj-ja. Ah. ¿Con pilas? ¿Vibran?

-Así es.

-Oh. Interesante, sí. Ejem. Marche, marche. Adiós, adiós.

-Luego reporto.

-Bien, bien.

Y salió por la puerta, pasillo hacia el gris amarillento gélido exterior.             

 

13

-¿Cómo ha ido, Ágata?

-Bien.

-¿Qué han dicho los policías?

-Nada. Han tragado.

-¿Pudo retirar los artilugios de las cavidades?

-Efectivamente.

-¿Están a recaudo?

-Acabará el Mundo y no serán hallados.

-Eres grande.

-Gracias.

-¿Y alguna trampa? Jugar a confundir. ¡Tan divertidos son!

-Sí, también. No sabía. Un bol que tenía ella en la nevera, lo he dejado caer en el centro de la cocina. Ha estallado. Nada más.

Silencio de trópico al otro lado. Un instante.

-Me gusta mucho. Creerán que fue pelea o asalto... Muy bien.

-Gracias.

-Qué bien. ¿Qué tiempo tenéis por allá?

-Es noviembre. En Hoenberg. Imagina.

-¡Ja! Claro.

-Allí, ¿qué tal?

-Ahora 28 grados. Veo el mar en calma desde mi sofá. Una absoluta maravilla.

-Ya. Pero aquí los días todavía son más largos y tienen más luz.

-Cierto. Cuídese, señora Maple. Hablamos pronto.

-Adiós.

-Adiós.

-¡Ágata! Perdón, no cuelgue. Una pregunta más.

-Sí. Dime.

-¿Desea seguir con nosotros?

-Por supuesto. Y espero la proclamación de la nueva Reina con ansia. ¿Cuánto cree que tardará en comprenderlo?

-Dependerá en gran medida de la guía que nosotros le demos.

-Sí.

-¿Algo le preocupa, señora Maple? Percibo octavas de inquietud.

-No. Tal vez me gustaría tener más visión sobre el conjunto. No sé si he revelado a los policías cosas que no debía. No conozco el total.

-No, señora Maple. No sufra por eso.

-De acuerdo.

-Gracias, Ágata.

-Adiós.

-Por favor, una última cosa.

-Dime.

-Con pretexto de funeral y herencias, pedí a Inge que se instalase en Hoenberg. Residirá en la casa Karlson. Si puede, simplemente, visítela.

-Así será.

-Muchas gracias, señora Maple. Buenas noches para usted. Será usted debidamente recompensada: acuda a los establos cuando desee.

-Sí, gracias. Adiós.

-Adiós.

Clack.

 

Barriga de Perro recuperó la lata de 7Up tras dejar el auricular sobre la horquilla. Veía efectivamente el mar en calma. Dio un trago. Pronto se pondría el sol. Se ponía pronto en Puerto Viejo. Siempre entre las cinco y las seis. Pero eran largos atardeceres y noches muy claras del Caribe. Dialogaban la marea de palmeras más allá de la ventana y el ondular del mar. Veía la fina franja de playa de arena gris y blanca. Resplandecía al sol y pronto las sombras oscilarían cubriendo la playa primero y la espuma en la costa y el mar. Más tarde, la noche, ascendería la luna. Saldría a un paseo. Hambre de vísceras.

Sentía tensión.

Ahora que Joelene había muerto, debía atenderse a la proclamación - la nueva emperatriz de la revuelta debía levantarse. No puede Barriga designar, debe ser ella la que elija levantarse, la que descubra su nueva posición. Será inmediatamente aclamada silenciosamente por todas las legiones. Barriga únicamente puede guiarla a descubrir.

Empezaría por enviar una carta y la máquina.

La máquina. CNN Internacional es un canal de televisión retransmitiendo para el mundo entero. No hay prácticamente lugar al que su señal no llegue, todo el espacio barrido por su frecuencia. El principio es el siguiente: conceptualmente, las ondas se transmiten en el éter, en el todo. El sonido son las ondas que tienen incidencia en el aire; como tal, como ondas simples, carecen de información. Al hablar emitimos onda, y modulando la onda superponemos información: eso es lenguaje. Las ondas de radio, ondas en el medio, en la nada, son emitidas en una banda mucho más alta de la que el oído humano puede captar de forma natural. La onda de radio es por definición portadora, como lo es el sonido, a ella puede superponerse información: hacer al sonido hablar. Un sistema de información. ¿Cómo se  superpone un contenido a una onda? El primer modo fue el morse: puntos y rayas. Considerar que la onda es un pitido y en base a entrecortar o alargar su pulso, se diseña un alfabeto. Primera transmisión histórica de larga distancia. 1835. La segunda estrategia para introducir información en una onda fue basada en la modulación de la amplitud de cada onda. Una onda consta de dos dimensiones principales. Amplitud (el ancho total de la onda) y frecuencia (la cantidad de ondulaciones de la onda en tramos de un segundo). Este segundo sistema variaba la intensidad, la amplitud de onda, la altura, sus subidas y bajadas. Sería equivalente a hacer variaciones sobre un hilo de voz. Esa ondulación de amplitud es información. Por último, se desarrolló la ondulación de frecuencia. Alterar el número de ondas que por segundo se transmiten fue la definitiva forma de superposición de información sobre una onda. Conclusión: una onda puede modularse en frecuencia y en amplitud. Por ello, uno puede valerse de cualquier onda en emisión permanente y servirse de ella como portadora para enviar su propia señal.

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