Miss

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Diluvio

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Diluvio

 

 

 

Lo que no había llovido en cinco años, cayó en treinta y seis horas, un agosto. Catástrofe, alarmas, gritos, accidentes, televisores sin señal. Los semáforos fallaron, las vías de circunvalación se convirtieron en canales, murió gente y quedaron anegados parques y centros comerciales y la propia ciudad entera, que estaba construida en un plano y siempre había parecido un poco estúpida. Un grupo de ocas salvajes se asentó inexplicablemente en el tejado de mi casa. Era mi casa, pero ellas llegaron antes. Mala cosa. Mi casa, una pequeña casa obrera, de dos plantas y escalera estrecha y sin luz, era ahora una pecera donde todo flotaba alrededor. La ropa interior había formado un nenúfar gigantesco de varios colores junto con las camisas, y daba miedo y repulsión. Aquí y allí flotaban libros, mesitas, lápices, fotografías. Un auténtico vertedero a la deriva. Agarré una loncha de salami que flotaba libremente a ras del quicio de la puerta de mi habitación, en la planta de arriba. Aquel día comí aquello. Otras cosas quedaron en las profundidades, como coral maravilloso, difractado a la luz gris. ¡Los teléfonos de mis chicas! ¡No, por Dios! Nada que hacer. Daños materiales, siempre. Bueno. Debía instalarme en el techo, pero, jaja, amigos, ahí estaban las ocas locas. Buceé por la ventana exterior de mi habitación (una piscina de ensueño: varios metros bajo mí el callejón trasero de mi casa, entre la valla de mi pequeño patio y el solar de al lado) y a la superficie, mi cabecita al sol blanco, en dos brazadas me acerqué a mi tejado. Las ocas me miraban con suspicacia. Ocas zorras, vamos a bailar. Trepé, ayudándome por el canalillo de desagüe, ahora una mano, ahora la rodilla, como saliendo de una piscina, y el canalillo cedió con mi peso. Adiós al desagüe. Genial. Al menos un bronce en las olimpiadas del sarcasmo, se perdió en las profundidades del diluvio. Apoyé una rodilla en las tejas, balanceé el cuerpo, las palmas, otra rodilla y entonces reparé primero en los chillidos: ya no había. Al levantar la vista de mis tejas, allí estaban. Las ocas, expectantes, en silencio, tantos pares de ojitos mirando, de lado, y picos amarillos con regiones moradas. Fue todo muy rápido, como un baile caníbal en dos fases: 1) la invocación: con sus picos en alto y corriendo en círculos, chillando, profiriendo histéricos cantos por la presencia de aquel monstruo marino que asolaba de pronto su costa... [un concepto maravilloso, amigos, me era revelado. La inteligencia coordinada. Una unidad cualquiera de inteligencia limitada y que vale poco por si misma y que tiene unas capacidades operativas limitadas es, sin embargo, combinada con novecientas noventa y nueve unidades de novecientas noventa y nueve veces inteligencias limitadas crean un grupo en el cual, si bien coordinadas, pueden subsistir como una inteligencia de mil veces el valor de una unidad. Es algo tan estúpido que sólo puede ser infalible. Mil monedas son las suma de mil veces una moneda. Una moneda por si misma no hace nada. Pero mil bien utilizadas, dios lo sabe, pueden hacer rico a un hombre] Bien. Un baile caníbal en instantes. 2) el ataque: el primer picotazo me vino en la mano, el siguiente en la cabeza, otro en la rodilla, otro en la mejilla, otro en la mano, después ya no lo sé. Un caudal caliente resbaló deprisa por mi frente, la curva de la nariz, los labios. Sangre, sangre que sabe a cobre. Lancé un manotazo abriendo la palma de la mano. Tuve la divina fortuna de encontrarme con el cuello de una de esas zorras. Cerré los dedos entorno a su cuello, hice más fuerza, me intenté incorporar y blandir la oca presa contra sus compañeras. Apreté y le partí el cuello. Todo esto en instantes. Se desplomó como un saco. A mi alrededor el universo era una masa mal compactada de plumas, alas y picos, aleada con trozos de cielo y membrana. La constante gravitatoria de aquel microuniverso era un endemoniado chillido irreductible, como una alarma incontrolada que no permite pensar. Intentaba mi último embate: sacar el cuerpo del agua, dejar mi posición intermedia entre agua y tejado y a la vez hacerme sitio entre el cerco enemigo mediante unos cuantos mandobles de oca muerta. Como un saco, la blandí. Intenté el ascenso, rodilla, impulso, picotazos en mis costillas y en los muslos, en la mano, en la oca muerta, putas ocas zorras, perdí mi posición, caí al agua. Chof. Desde el tejado. Perdida la posición, volé risco abajo, menos de medio-metro, torpemente contra el agua gris. Me dejé ir agua abajo y pataleé entonces buceando sobre el callejón hacia el solar. Luego emergí al aire, las ocas locas chillaban, henchidas de triunfo. Miraban triunfantes desde el tejado, croando y agitando sus alas. Me habían jodido. La marea de lluvia estancada subrayaba bien y a conciencia las múltiples nuevas heridas que constelaban mi piel. Chillé, agitando la oca muerta en su dirección, y se la lancé. La oca muerta voló hasta dar contra el borde del tejado y acabó flotando como un bebé de Herodes. Si hay algo que la especie humana hace bien es aniquilar a otras especies. Las nubes se habían abierto y pseudo-divinas franjas de sol arañaban ahora la atmósfera, partiendo el aire, reflejándose en aquel enorme lago que habíamos pasado todos a ser. En cierto modo, las tornas se habían nivelado. Éramos, yo, las ocas, el estanquero, las ardillas, todos, criaturas de un nuevo ecosistema, pugnando por un lugar y sobrevivir. Tenía que adecuar una estrategia. Me alejé a nado hacia el edificio de oficinas próximo Edificio Shepard-Sunderland, tres plantas sobre el nivel del agua, tres bajo él, sería mi base de operaciones provisional. A nado y a nado y dolido por las ocas. Se van a enterar, me dije, lo que yo te diga, lo que no está en los Escritos... Y así, haciéndome fuerte, fui acercándome hacia allí. Edificio Shepard-Sunderland. Puta lluvia, nuevo medio, chop, chop... Fue tótem cuando en su día lo construyeron en nuestro humilde barrio y lo era ahora aún más sobresaliendo sobre las aguas, como un coloso, sereno entre un oleaje que la brisa mecía a su alrededor, contenidas y dirigidas las ondas por las cuatro aristas; oscuro contra el cielo blanco al atardecer. Me aproximé. El interior estaba en sombras y el efecto reflejo de la luz plata que rodeaba todas las cosas le daba un aspecto atemporal, de otro tiempo, remoto o futuro, no-presente. Vi una ventana abierta en uno de los extremos, al final de una fila de ventanales oficinistas reglamentarios, que marcaba la tercera planta. Di unas cuantas brazadas hacia allí, harto de agua gris grasienta e infecta. Pensaba chorradas de compensación. Mousse de fresa, cerditos rosas cojín, el momento supino de relajación al estirarse en la cama de madrugada, puajjjjjjj. Complicaciones en el parto, viene un niño-humano-tortuga-mono, señora, lo lamento, empuje por favor... Una terrible vaharada de fermentación y oscuridad barrió de pronto mi pensamiento. Emanaba de la ventana abierta por cuyo umbral ya prácticamente cruzaba. El agua salpicaba allí, en el marco, vertida desde el interior y vuelta dentro; fuera, dentro, fuera, dentro, en las complejas ondas del oleaje general. Como bajo el Arco de Mármol, pasé nadando. El Rubicón, Ave Cesar. Empezaba a necesitar soporte. ¡Diablos! Allí debía tocar, allí había fondo, un magnífico suelo de moqueta sumergido, trillones de trillones de colonias de ácaros a la mierda. Soy, por alto, feo y patán, así que, por alto, pude cesar mi natación y poner los pies en firme. Bien. Calé. El agua me trepaba sobre el ombligo, y las curvas de la barriga. Las sombras oscilaban entorno. Tenía que buscar mi camino a la planta superior. Todo sequedad. Asentar la base. A tientas, a tontas, a locas, avancé recto y sin más. Aquello era una planta entera, sin paredes; distinguía aquí y allí las sombras más claras que debían corresponder a los separadores de los oficinistas. Shepard-Sunderland, a lo tonto, había tenido allí sin duda un buen jodido edificio. Los sonidos quietos y un permanente rumor de chapoteo. La brisa en aquel espacio interior corría con una carga de pestilencia ácida y escabrosa, pútrida y pestilente. Iba a ciegas adelante, palpando aquí y allí, tropezando con mesas y ruedas y cajones y otra serie de cosas que no podía ver en la medida que el atardecer caía y oscurecía, luciendo oscuro sobre este miasma interior, cada vez más lejana la luz a medida que avanzaba hacia el centro de la planta y me alejaba de la ventanas. Luz oscura y de plata. Un manotazo suelto, aquí, allí, golpeé algo duro y húmedo. Flotaba. Palpé. Ese hedor corrupto, amigos. Como el de las manzanas caramelizadas o las brasas, festival de cadáveres. Claro. Era un cadáver. Un pobre cadáver flotando a la deriva, olvidado por su madre y su padre y compañeros, quien sabe si todos flotando. Palpé. La piel de la cara parecía al tacto inflada como un melocotón corrupto. Aparté la mano veloz de aquel tacto repulsivo y empujé el cadáver lejos de mí. Cosas del diluvio, me dije. Y si en esta ocasión Dios no nos había prevenido con un Noé, teníamos que apechugar. Continué, intentando orientarme. Bien. Tras enredarme la mano en una melena empapada y viscosa, flotante secretaria fenecida con buen culo por cierto (palpé) y diversos esfuerzos por esquivar y no distraerme con nuevos cadáveres y mesas y objetos, di finalmente con la salida. Un distribuidor, amplia sala cuadrada regular, las plantas y tiestos flotaban ahogados por ahí. En la penumbra crepuscular brillaban en el centro de la sala, hueco de obra, hueco de elevadores, las puertas plomizas de los ascensores. Debía buscar la escalera y no podía estar lejos. Oscurecía mucho. Fui tanteando. Di con una puerta de emergencia, bloqueada abierta, a esta altura el por la cintura. Alrededor, la sinfonía del goteo que caía desde las plantas más arriba por el amplio hueco de las escalera, semi-mítico sonido. Comencé el ascenso, saliendo finalmente del agua. Chorreando, el corazón latiendo, los peldaños metálicos, la oscuridad, el goteo. Allá iba. Aquello iba a ser una base de operaciones fantástica, podría encontrar lo que necesitaba, echaría a las ocas locas zorras de mi tejado cuanto antes y... Oí voces. Eh, no. No en mi cabeza aún. Voces humanas. Arriba. En la planta cuarta. No entendía una palabra (el acero y el cemento bloqueaban, entumecían), y me resultó imposible determinar el estado de ánimo que motivaba aquella conversación, aunque no parecía histérico ni desesperado. Más bien sonaba a charla scout. Tampoco supe distinguir el número de voces, sólo una amalgama enlazada de tonos y vibraciones vocales. En el último tramo de peldaños hacia el siguiente piso, percibí una vibración lumínica que me era familiar. Antorchas. Mi tío, que me crió en su jardín y chabola lejana, solía encender antorchas al atardecer. Salíamos y compartíamos botellas, unas Navidades me regaló un camión de juguete; otra, el sabor, por una hora, de una mujer pelirroja. Me enseñó a ser quién soy, mejor o peor, y luego murió. Eso fue. Antorchas, decía. Al llegar a la entrada (el mismo vestíbulo distribuidor, el mismo cubo de elevadores central, cuadros en los muros, aquí todo seco y el aire muy húmedo) había efectivamente inseridas, clavadas en los muros dos antorchas, hechas de lienzo, cuyas luces y sombras temblaban en la pared y se esparcían por el techo. ¡Un campamento, coño! Precaución, Ananás, precaución... Asomé la cabeza a la planta. Allí estaban. Tres siluetas, iluminadas por una hoguera lateral. Una parecía alta y con la cabeza puntiaguda, acomodada contra una mesa y gesticulando. Los otros dos estaban en el suelo, sombras. En cuclillas una, sentada la otra. Hablaban. En esta vida debemos ser prudentes y desconfiar. Bueno, a ver. Hay que confiar, pero no en exceso, o desconfiar de los desconocidos, ser precavido, vigilar, o, bueno, yo qué sé... ni tampoco soy quién. Yo fui precavido. Las heridas que me habían hecho las ocas locas estaban blandas y alguna supuraba. No podía arriesgarme a un nuevo asalto. Respiré hondo. A veces en el mundo hay que tomar ciertas decisiones. Si salía y los tipos eran malignos y me atacaban, moriría, pero, ojo, uno, uno de ellos, se vendría conmigo, por Dios seguro. En esas condiciones, me sé capaz de morder en la yugular y llevarme venas, músculo y tendones. Allá fui. Aparecí por la puerta sin más. Las voces siguieron un instante, después se silenciaron según me acercaba. Vi como todos se volvían hacia mí. Podía oír mis pasos sobre la moqueta seca y mi respiración en la humedad. Oía incluso el suave bamboleo de las aguas contra el edificio. Cuando la distancia entre ellos y yo era aún considerable, pero me acercaba, y estando ofuscada nuestra visión por la tenuísima luz que ya entraba por las ventanas, la bisagra del anochecer que caía lentamente, y visto que ninguna de las siluetas hacía ademán de hacer o decir algo, o al menos darme el alto, me decidí por un clásico: ¡Hola! ¿Cómo va? y quise sonar sereno, como si no fuésemos los supervivientes de un cataclismo. Una voz de mujer, espetó de pronto: Bien. ¿Quién eres?, y sonó menstrual y agria y soberbia y me irritó con sus modales. Me llamo Ananás..., dije. Y soy vecino, añadí, porque pensé que, joder, que eso era un dato importante. La voz agria volvió: Y qué quieres.. Yo seguía avanzando, la tarde en el parque, la-la, lo-lo, aquí no pasa nada. Bueno, creo que necesito ayuda, dije, ¡no te acerques más!, chilló ella. ¿Por qué los humanos no somos capaces de conservar los modales cuando algo falla? Es curioso, es como si los modales dependieran de nuestro auto-control. Cedí, claro. Me detuve. Aquella era la actitud del tipo que va armado y tiene miedo. Serio peligro. Quiero acercarme al fuego... dije. Estoy empapado y herido, y he perdido mi casa... Creo que soné convincente gracias a que era verdad, pero eso no es un absoluto. No es tan fácil convencer de la verdad. La figura en cuclillas se puso en pie. Era un hombre, de pelo corto. Enchuto y enjuto. Veía su silueta recortada y en la intermitencia de la fogata en el bidón o papelera. Oye, dije, ¿cómo habéis encendido las antorchas y ese fuego, amigo? El hombre al principio no dijo nada, pero luego contestó: Yo tenía botellines de gasolina para recargar mi mechero en mi escritorio, explicó. Parecían estar valorándome, escrutándome, como un puñado de alienígenas contemplarían a un recién abducido: el almuerzo desnudo. El momento anterior a la devora.  Eran lentos. Debían tener miedo. Así que mechero, amigo... dije, ¿y podrías invitarme a un pitillo?. Acércate, dijo la mujer y así hice. Hubo movimiento entre ellos y se pusieron en fila de paredón, casi hombro con hombro, los tres. El de la izquierda parecía un niño. Una extraña sagrada familia. La ropa pesaba, tenía frío. Gracias, saludé. No hay que perder el respeto, sin que eso quiera decir que darse de hostias no es otra forma de respeto. Todo alerta. A la luz de su fuego, y de cerca, se veían bien y me veían bien a mí. Uno por uno. Sin duda, ella tenía su buen tema. Era rubia y tenía el pelo suelto y que ya se secaba, con una blusa blanca y sucia y una falda gris. Iba descalza. Muy buena planta, ojalá una heroína. Bien, dijo, y me gustó un poco más cuando pareció que su tono se había relajado al preguntar ¿...Dónde está tu casa?. Me gustó un poco más, pero yo no había venido a meter los dedos en las braguitas de nadie. Señalé en la dirección. El número 37... Dos plantas y un tejado... Lo cierto es que no queda mucha cosa. Otra verdad como un puño, amigos. Oh, dijo el hombre. El hombre era esa clase de tipo que parece medio enterrador, medio podólogo de animales, un tipo extraño y siniestramente afable. ¿Dónde están vuestras casas?, pregunté. Yo vivo en Barrio Arabat, dijo el niño. Que no era un niño, era una mujer en miniatura. Una persona que aquejaba de enanismo, conservando ella en su caso perfectamente las proporciones. Como una muñequita morena. Yo vivo en Lirios, dijo le hombre. Otro barrio periférico. Lejano al nuestro. Hay gente que habita el centro que suele decir que las personas de extrarradio, pese a ser los que están más alejados los unos de las otros, ¡diámetros enteros!, tienen formas y pareceres asombrosamente semejantes entre sí. Como vecinos, o más. Yo creo que es cierto, y creo que la gente del centro también se parece asombrosamente entre sí. En fin. La mujer rubia propuso sentarnos y me ofreció arrimarme al fuego, nos sentamos, sobre la moqueta, como misioneros y charlamos. La señora muñeca quiso echar un vistazo a mis heridas, a lo que yo decliné, pero en otra ocasión me encantaría. El señor me ofreció tabaco. Nos sentamos los cuatro, en corro. No tenían comida. Yo no tenía hambre. Eran los nervios seguramente, por aquel jaleo del cataclismo y el diluvio. Fumé pitillos, charlando. Me preguntaba qué demonios hacían ellos allí, hablaban, no iban a ninguna parte, no hacían nada, y al poco rato me encontré preguntándome qué hacía yo allí. Base de operaciones. Eso es lo que quería, y un remedio para las ocas en mi tejado. Una vez tuviera resuelto eso, ya me preocuparía por lo siguiente, fuese lo que fuese. Jugábamos a describir sus casas y después hablábamos de nosotros mismos. La rubia era contable de la tercera planta, el hombre técnico informático en la segunda, la señora muñeca una cliente de la quinta planta. En la quinta planta concedían préstamos. Bien. La conversación se desvió salubremente hacia la descripción de la situación actual. De los labios de la mujer rubia brotó la siguiente sentencia: Es el Fin del Mundo. Brotará uno nuevo a partir de ahora... Eh, a mi me interesaba el nuevo plan de la conversación, el cataclismo y eso. Veía a enterrador podólogo cabizbajo, la clase de persona que sale derrotada a la batalla. Era la mía. Esos amigo tenían un arma y yo sospechaba que empezaba a necesitar una. Veamos... empecé, Francisca, si esto es el Fin del Mundo, ¿dónde está la Escalera? Mira yo creo en Dios y sé que el último día Él nos tiende su Escalera. Esa gran escalera dorada, descendiendo de los Cielos... ¿No se suponía que Él nos iba a salvar? ¡Ja! ¡Yo no lo veo a Él por ningún lado! Me había levantado, goteaba aún un poco, tenía un pitillo entre los dedos. Me miraban. Bien, proseguí, ¿la veis vosotros?, ¡pues entonces es que no es el Fin del mundo ni pamplinas! Es un caos transitorio, amigos. Calma, de verdad, resoplé y sonreí, buenas noches señora, buenas noches señor. Con tanta tontería, la noche sobrevenía imparable, y ajena como suele a todo. Todo rozándole el coño. Era noche gris y el halo de la luna protegido tras las nubes, húmedo agosto, cerrándose alrededor. ¡Seamos fuertes, demonios!, bramé. Dieron un respingo. Aquel asunto de sentarse en el suelo del diluvio acabaría por darles cistitis al final. El Fin del Mundo y con cistitis. La monda. Debemos ser amigos... ¡No! ¿Qué digo? ¡Hermanos! Ahora más que nunca..., me aparté un poco. Hacia el foco del fuego. Un par de papeleras de metal. La clase de genios que enriquecen uranio y luego no son capaces de demostrar un uso que no sea el del negocio nuclear. Bien. Fui rodeando el fuego hacia la mesa en la que estuvo antes sentada la rubia. Yo os agradezco vuestra hospitalidad, la cordialidad de este campamento, pero... debemos movernos, amigos. Salir fuera, buscar un medio. No mentía. En absoluto. Eché un vistazo bajo la mesa. Ahí estaba. El agua en vino, los panes, los peces... Una Winchester 70. Efectivamente, tal y como había creído, aquellos amigos iban armados. Mis ocas locas se iban a enterar. Una a una y por la boca, oca loca. Junto al arma, había un pequeño zurrón. Munición, una pequeña escalera dorada con la marca de la sucursal que Dios abrió en el nivel de las pequeñas cosas. Agité los brazos, como el conejito Bugs, y vigilando a mi cariño de reojo continué: ¿Acaso no saldríais a ver qué pasa si se rompiera el transbordador galáctico en el que viajáis?, y entonces, al dejar la pregunta en suspenso, como un rayo, me lancé desbocado hacia el rifle. Lo agarré y apunté hacia los amigos. Enérgico,  ¡Muy bien! ¡Aquí no se mueve nadie! y entonces hice un gesto con el cañón, tal y como había visto tanto en las películas. De un lado a otro, como una pala. Se muevan, se muevan. Creo que enterrados Lirios aún creía que aquello formaba parte de mi discurso anterior, una elipse, sinécdoque, lo que fuese, con aquella cara. Bueno. Le di expresividad al asunto y disparé. El tiro sonó como una bomba en la planta. Gritaron; y casi grito yo también. Detonación. El Yeti comiendo del camión de la basura una luminosa mañana otoñal. Sorpresa. Llorar de emoción. De forma natural, los amigos se acercaron y se juntaron, bien cerraditos sobre sí mismos, trío de canto. Queridas chicas, estoy encañonando a tres tipos en el primer anochecer del Fin del Mundo... ¿Vosotras qué tal? Muchos besos. Os quiero. An. Demasiado trascendental. Disparé otra vez. El fogonazo congeló perfectamente en mi retina sus caras de pánico. El trío de canto tembló. ¿Qué quieres...? dijo la señora muñeca, asustada. ¿...qué quieres de nosotros? Todo trágico, me agobié, hablé en su dramática descriptiva: Que os vayáis fuera. Que luchéis. Que salgáis a buscaros un sitio donde sobrevivir. Vaya. Pequeños temblores en las filas, consternación, pero mucho honor. Fuera, ordené. Me miraban, heridos. Podéis retiraros, o estáis derrocados, o como queráis verlo, pero esto, como diría un novio a otro, es lo mejor para ambos. Reaccionaron. Bien. Me dieron la espalda y se alejaron hacia la puerta por la que había entrado yo, con cierta parsimonia torpe y poco concluyente. Algo sacarían juntos. Cuando desaparecieron absorbidos en la penumbra, diluidos en la lejana mancha vibrante de las dos antorchas y hacia la escalera, disparé en su dirección. Fiesta. Todo iba bien, muy bien, mejor de lo previsto. Busqué un lugar cómodo en el que dormir. Bang, bang, jugaba. Si te mueves, disparo. Estoy solo en casa, voy a tocarme. Controlaba la cosa. Pensé en mis ocas, remolinos de plumas y trocitos de pico ensangrentado... Un banquete. Pero justo antes de dormirme, me asaltó una duda: ¿de dónde habían sacado aquellos tíos el rifle...? ¿Iba a atracar la señora muñeca a los prestamistas?, pero luego, me hundí en el sueño seco y quieto y zumbón... Zzzzzzzzzzz. Dormí peor que nunca en mi vida. Los malditos mosquitos nacieron al amanecer, con el ligero cambio de temperatura y la humedad. Me desperté, picaban. Amanecía. El sol había vuelto a salir sin cojones, blanco y tapado por un extraño manto de cielo encapotado, brillando tibiamente. El astro estaba débil, pero yo confiaba plenamente en él. Tenía hambre. Un hambre atroz. El zurrón estaba lleno de cartuchos. Aquel modelo de Winchester tenía capacidad para cinco. Tocaba irse de caza. Me asomé a la ventana. Espanté unos cuantos mosquitos y allí miraba, en la dirección de mi casa. El barrio. Anegado. Aquí y allí sobresalían, emergían contornos desde el agua gris, azoteas, tejados y antenas. La enorme carpa festiva de la plaza parecía una ballena varada o durmiente. Localicé entre la bruma casi transparente del aire, el tejado de mi casa. No podía distinguir con precisión, pero las ocas seguían allí, de eso estaba seguro. Pequeñas señales blancas en movimiento. Ese puto animal es terco y chillón. Me habían vencido y debían considerar en su cerebrito que aquel terreno les pertenecía. Acodado estaba sobre las aguas, cuyo nivel se mantenía a la altura del piso de abajo, cuando vi acercándose en una ola un bulto flotante bajo el amanecer metálico. Era un hombre, de espaldas. Chaqueta marrón. Tenía las piernas sumergidas por el peso de los zapatos y la cara bajo el agua y solo asomaba su espalda sobre el nivel del agua. Su lomo. A la que puede, Dios, el Ser-Proyector que ilumina la realidad, tiene un atasco y te cuela una aparición espectral. Apoyé la escopeta contra un escritorio, trepé al marco ventana y salté a la aguas. Zambullida, un increíble fondo de acuario. Recuperé la superficie justo junto al cadáver. Bien. Me apoyé en él y lo llevé nadando hasta el interior de la planta, entrando por la ventana y haciendo pie, el agua por la cintura. El cadáver flotaba. Lo tenía como el señorito tiene una colchoneta en la piscina. Clavé las uñas en el costado del cadáver y ejercí mucha presión. Logré enganchar en la carne fláccida y arranqué un pedazo. Retiré el jirón de ropa y lo mordí. Sangre y venas y grasa. Mastiqué. Era sabroso. Tal vez mejor si se cocía y salaba. O frito. Frito debía estar buenísimo. Tragué. Sorbí mocos y agua salina. Escupí restos de carne contra el agua, opacos tipo perlas viejas. El sol brillaba como un medallón de merluza. Me adentré en la penumbra de la planta a buscar cadáveres con los que urdir una balsa.

 

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