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Costa

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Costa

 

 

 

Un grupo de frailecillos, pequeños y ridículos, formaba en línea sobre las rocas y croaba y chillaba a las negras aguas del canal. La presencia de gaviotas (dos gaviotas, grandes, blancas y negras, de pico naranja y porte sereno y brutal) surcando el cielo gris tenía a los frailecillos ciertamente en vilo y alerta. Si bien las gaviotas no devoran frailecillos, sí los atacan y asesinan para llevarse la comida que éstos guardan en el buche. Así es, amigos. Las batallas son dignas de contemplación. El frailecillo, pequeño y pizpireta, avanza a pequeños saltos sobre las aguas. Abre el pico y arrastra agua salada y pescados. Ha llenado su pequeño buche. En línea sobre las rocas sus amigos frailecillos, la comunidad, observa al pequeño héroe cazador. El frailecillo mira derredor, temeroso, confiado, aclamado y aletea. Toma impulso, se eleva un palmo sobre el agua y emprende con premura su vuelo de vuelta a las rocas. Gesta, piensa. Alimento a los míos... A pequeños saltos o planeando, el héroe frailecillo gana metros y pasos y nudos sobre el agua. Despacio porque sus alas son pequeñas, y sin embargo el conjunto de movimientos transmite mucha gracia y emoción. Una danza. La gaviota ha estado observando. Con sus ojos de monstruo Fénix, planeando en círculo sobre las aguas. El mar es suyo. Los chapoteos de las olas y las rocas, el olor de sal y salitre no existe sin los graznidos de la gaviota. Ese es su reino. Vuela en círculos alrededor. Ahora, en este preciso instante, cae en picado hacia el pequeño frailecillo. Chilla, grazna, silba, como un avión de la Wermacht, en picado contra el frailecillo, cortando el aire, esbozando una sonrisa maligna, y ¡fum! pica duramente en el lomo del frailecillo, pequeñas plumas grises en el aire, la gaviota se frena en el aire (los aviones no pueden) y revolotea en torno al frailecillo ya malherido, que intenta huir, no combatir, pero la gaviota marca el paso, aletea, rebufa, chilla, y penetra, pica ahora salvajemente en el buche del frailecillo, arrebatando así su botín... Sangre azulada y verdosa, gris y roja a borbotones. El frailecillo, ensangrentado, herido de muerte, cae al agua, a peso muerto, las alas torcidas, un espolvorear de plumas alrededor, y allí reposa, flotando, un miserable bulto no mayor que un zapato o un cagarro. Moribundo, los ojos inexpresivos, un manto negro se hace con él, desde su alma aviar, salpica, chapotea, los últimos estertores, abre el pico pero no chilla. Agua, aire, el buche desgarrado. Muere. El frailecillo muere. Una mancha de sangre negra se extiende como petróleo en las aguas frías del canal. Como una balsa. Su cuerpo, carcasa, poco a poco se humedece, con el tiempo se deshace, descompone. Erosión, muerte. Lentamente, se diluye en el agua. La comunidad de frailecillos se ha reproducido, los nietos del héroe chillan ahora en la línea de rocas, los deshechos del héroe se mezclan con las aguas, descienden, con el placton primero y luego más abajo, el héroe, atomizado, perdido, nuclear, hacia el fondo. Allí empapa la arena maloliente, y se entremezcla con las algas, rocas y caracolas del fondo. Se pierde finalmente, traspasa, entre las motas brillantes de sal y las porciones deshechas de piedras y caparazones. Su cielo ha sido el fondo. Como el nuestro. BP o Shell o algún otro lo procesan después, llevado a refinerías, llevado en tanques, llevado, llevado, lejos y alguien, alguien arrancará una mañana su coche con una milésima parte de él, el héroe, el frailecillo, una milésima porción de él, o todo él, su naturaleza diluida en el carburante de su motor... Rrroooom. Alguien, yo. Yo mismo.

Ahora, se pone a llover.

Esta tierra se parece tanto a mí. La costa sur es casi tan necia y grotesca como el resto del país. Bajé del coche y luego me bajé la bragueta y me puse a mear. El viento tibio agitaba mi piel y el pelo de la cabeza y el chorro de orín, que divagaba y hacía dibujos libres en la roca cementada. Una línea de frailecillos formaba sobre las rocas. No había nadie alrededor. Nadie, excepto yo y mi Vauxhall y el cadáver del francés en el maletero de mi Vauxhall. Me sentía azorado. Entrar por la ruta del ferry, en ferry, es revivir, evocar, la sensación que Claudio debió tener al atisbar las blancas costas del sur y el mar negro embravecido golpeando la playa... ¿Dónde estoy yendo, exactamente? ¡Qué horror! El cielo gris de la Mancha capotándose sobre el mundo... Había brillado el sol lechoso de julio entre franjas de nubes mientras yo me acerqué a la costa. Mi Vauxhall en el depósito del barco, y yo paseando por cubierta. El mar húmedo y brillante, blanco plata, golpeaba contra el casco: una acompasada orquesta de fríos y negros chapoteos veraniegos.. El aire huele a intensamente a mar, millones de toneladas de mar. Dirijo mi mirada y dirección, la vista, al noroeste. Aparecerá por ahí. La línea de la costa, un primer perfil, entre la bruma calina. Se depura poco a poco la silueta y la figura. Los muros blancos del sur. Aquella tierra maligna, de rompientes blancos como una cicatriz de cal y alabastro embrutecido, de llovizna y sol como un mítico centro de merluza en el cielo plateado, acabaría por dar escritores, guerras y alcohol. Una trinidad particular. Aquel grupo de motas negras en la costa, el puerto de Dover. Una sirena, silbido marítimo de chimenea. El sonido rasga el aire y veo revoloteando gruyas grises en círculo sobre nosotros. Fin del trayecto. Estamos a muy pocas millas de la costa. Se perfilan las formas oscuras de Dover. En cubierta se inicia una parsimonia neblinosa, bruma de costa, de sonrisas, chapurreos, risas, helados, cartones de tabaco. Los niños apuran sus refrescos y se lanzan helados, los mayores, viejos de aspecto ajado, gloria venida a menos, joyas oxidadas que fueron estridentes y perfumes ancianos. Bocadillos y centelleos. Descendemos ordenadamente por largas rampas y escaleras extensibles, hacia el muelle. El mar chapotea, una sensación de puerto y fábrica lo envuelve todo, chimeneas, camiones, edificios blancos y la montaña siena sombría. El sol, ahora, amarillo limón. Y gruyas y gaviotas. Fue una tierra violentamente cortejada por los franceses. Recojo el ticket para retirar mi automóvil. Yo llevaba a un francés. Muerto. Gracias, aquí tiene. A tierras inglesas, así iban las cosas por entonces. Me subo al coche, lado derecho, y arranco. El asfalto inglés. Bajé la ventanilla y dejé el aire entrar mientras aceleraba por la carretera de la costa. Olor salitre y mar tibio, verano inglés. El sol brillaba intenso amarillo y petróleo, de cara a mí, saliendo del puerto, buscando la salida hacia Brighton. Un ramal de carreteras inglesas. La mirada de los guardacostas, siguiéndome la espalda mientras me alejaba: una mirada esculpida, curtida, trasladada y perfilada en generaciones de contundentes bebedores, frías mañanas neblinosas, tejados que se elevan en la llovizna, los auténticos retales que forman la Corona... El aire, el asfalto de la Corona. Desde Dover, Kent, rodando un español al volante, un francés fiambre en el maletero, atado, corrupto y vergonzante, rodando, rodando, vía Brighton, East Sussex, en un coche alemán, un Opel nada menos, bajo su registro de comercialización para el Reino Unido: Vauxhall. Vauxhall y yo. Hacia Bath, Somerset. Vaya, pensé. La quintaesencia del europeísmo. Allí estaba, yo, presencia. Me sentí de pronto imbuido en una espectral sensación, planeando sobre los pequeños retales de campos y carreteras, coches mierdosos avanzando entre tierras cenagosas a las afueras de cualquier aeropuerto, los sonidos precisos, fríos, de avisos en cualquiera de esos aeropuertos, los parloteos, las manchas de grasa... Nuestro continente estrecho, gris y violento. Siempre bailando a su ritmo quebradizo y atroz. Cinco horas de coche por delante y divagando. El aire corta mis pensamientos, acelero, no me gusta conducir en este carril, voy a chocar frontalmente. No, no. Niños ingleses en la parte trasera de un Honda, me hacen gestos obscenos. Generaciones enteras creciendo entre los patios traseros y las vías herrumbrosas del tren, enseñándose el pito entre los arbustos. Las arañas tatuadas en el brazo y el pecho de papá. Los dejo atrás en la rotonda de Eastern Docks, cuando tomo para salir, emerger, mi bala plateada, a la A20. Campos feos, casas. Postes de telégrafo.

Las gaviotas tienen alas puntiagudas y firmes, y franjas de plumas cuyas terminaciones son rígidas. Semejante condición les permite, les otorga, una gran capacidad de maniobra de modo que controlan con precisión su vuelo, en unos aires y corrientes, los de costa, que están posiblemente entre los espacios más difíciles, agitados por las más cambiantes corrientes. La gente, la gran mayoría de gente, tiene a esas aves en alta y franca consideración -buenos y simpáticos bichos voladores- pues las asocian a los quietos paseos junto al mar, los helados, la playa, los barcos que parten y desaparecen como puntos en el mar. Sus chillidos sólo evocan puerto y quietud marítima. A veces cagan, chillan, no tiene más. Mentira. La gaviota es un ave asesina y carroñera. Un animal terrible. Roba alimento a los más pequeños, a los frailecillos, a los avocaranes, roba a sus semejantes más débiles. Parecemos simpáticos y no somos más que meros carroñeros. ¿Lo era el muerto que llevo? Debería considerarlo como un objeto, desprenderme. No soy mejor que una gaviota. Y quizás tampoco el muerto. Y ninguno. Cada uno sirviendo a lo suyo, y quizás codo con codo, ignorándonos, no necesitándonos, cualquier noche de agosto, ambos urdiendo ante nuestros respectivos, en la terraza. En el fondo, no somos muy distintos. Yo llevo a un semejante, sólo nos separa una diferencia: él ha muerto. Él ahora está muerto. Yo aún no, todo llegará. En un muro en North Whitley, Hollywood, California (no Hollywood, Bowdon) alguien escribió: No te preocupes mucho por la Vida, no vas a salir vivo de ella. Fantástico. Estúpido. Todo es lo mismo. A éste no lo maté yo. Yo no mato. No he matado nunca a nadie. Sólo animales y por diversión. Estuve a punto de matar a un peluquero, en Alemania, en una ocasión. Pero al final no pasó nada y él corrió pasillo abajo, sus pisadas contra la vieja madera del viejo hotel, yo gritaba, el alemán huía y las gruesas ninfas del empapelado se sonreían coquetas ante tamaña escena de violencia masculina. Yo hago desaparecer muertos. Un enterrador de miras anchas. Parcela al máximo las responsabilidades y no habrá jamás un único centro sobre el que cargar la culpa. Divide en células autónomas una red y será más operativa que con un único centro de decisión. Nuestra agencia seguía ese patrón. Como Al-Qaeda. Dicen que Al-Qaeda significa La Base, ¿no es un nombre atractivo? ¿Qué clase de base? Una base intelectual o sencillamente una base de operaciones. Me encanta. La luz, cálida y limpia, atlántica, costa, descendía como una pátina perfecta y absoluta y discurría suave entre los altos edificios, las casas y los parques. La ciudad despertaba a una nueva gloriosa mañana de septiembre. Martes. Jóvenes grupos de estudiantes apuraban sus cafés, repasaban los diarios, camareras, funcionarios, conductores, sacudiéndose las últimas migas, aromas de sirope y cigarrillos, confundiéndose todos en las calles entre sus semejantes, la marea humana, la sangre misma de la ciudad. Una rara mota negra apareció de pronto en el cielo. Un coco negro, un avión. ¿Dónde iba? ¿Qué era? Lo supimos. Lo vimos por televisión.

 

El pasado es un espectro ineludible. A259. Carretera de la costa. A mi izquierda, que es el sur, las aguas trascienden, traspasan, del estrecho de la Mancha al Canal Inglés. Perdimos en Trafalgar y en mi patria aún dicen que fue culpa de la mala mar. ¿Qué otra cosa hacer? Naces pobre, mueres pobre. Culpa a otro y lárgate. Yo intento siempre ser amable. Divago, coño, divago. La costa es una franja gruesa de retales y campos, casas, caminos, como una alfombra, la carretera me lleva al interior, en paralelo y siguiendo la línea del mar. El mar se aleja, no. Yo me alejo. Atrás dejo el túnel de Roundhill, un mamotreto, una trepanación en la piedra marrón. Folkstone. No sé, más, más postes, más campos, más casa, sigo. La línea de la costa. Una mitad de mí aquí, la otra en los reflejos pútridos del agua. Debo abstraerme. Soy humano, necesito amarres. Llevo un cuerpo muerto en una bolsa por la línea de la costa. ¿Y si aún estuviera vivo? Dios. Dios mío. Sería horrible, pobre carnívoro. Ahí metido, en la bolsa de cuero, la cremallera cerrada, candada, ¿por qué candada?, para que ni yo pueda abrirlo. Sí, eso será. Ellos sólo quieren que yo transporte, de un punto a otro, siguiendo la ruta indicada, con precisión, sí, precisión europea, de un punto a otro. Percibo el brillo sobrenatural del mar a una distancia imposible. Lo siento respirar, las olas entrechocando. Las olas tienen un movimiento circular, rotan sobre si mismas, ¿lo sabías? Lo aprendí en un libro de ciencia de la escuela. Intentaría salir. Se vería ahogado, malherido, confuso. Pretendería primero tomar conciencia. ¿Dónde estoy? Vinieron a por mi, yo subía a mi coche, todo iba bien. Dolor. Algo pasó. ¿Dónde estoy? Le llevaría algún tiempo tomar aire y gritar, o quizás gritase de inmediato. Sea como sea, gritar sería una mala decisión. Al gritar tomará conciencia de: 1) la alarmante escasez de aire, 2) su propio pánico reverberando en su tímpano y cerebro y 3) lo reducido del espacio en el que se encuentra por lo sordo que suena su chillido. El movimiento. Asociaría. Películas y películas. Estoy en un maletero... Joder, dios mío. ¿Por qué? Buena pregunta. Tiene un ser vivo a menos de un metro y medio, yo. Yo mismo. Conduciendo. A259. Carretera de la costa. Él en el maletero, yo al volante. Así es la vida. Hoy tú, mañana yo. Eso me lo enseñaron bien. Un ser vivo a menos de metro y medio y aunque, por remota combinación de factores, alineación de planetas, carambola improbable de circunstancias, el ser vivo decidiera detener el coche, caminar a la parte trasera, abrir el maletero, reventar un candado que –supone- encierra a un cadáver, (¿por qué debería hacerlo, romper el candado, desatender las directrices de la organización, para ver un muerto?) estableciendo así contacto humano entre los dos vivos, no podría el ser vivo conductor responder apenas a ninguna de las preguntas del ser vivo fiambre. No podría. No las sabe. No lo sé. No sé por qué está muerto. No sé por qué lo llevo dónde lo llevo. Simplemente recojo un coche en un lugar (Calais, un Vauxhall aparcado en la acera de la derecha, al norte desde la Cafetería Magginot, -¿la línea? qué ridículo espantoso- siguiendo la callejuela del muelle y el mar, casas a la izquierda, explanada de cemento y mar al otro) y lo debo conducir hasta otro lugar (Bray, República de Irlanda, a un punto determinado en mi dossier). Dejar el Vauxhall normalmente aparcado a primera hora de la mañana, tras deshacerme del fardo, en el aparcamiento del supermercado Tesco, en la zona sur de Bray. Alojarme en Bray. Esperar instrucciones. Ellos me encontrarán y me entregarán el siguiente mensaje. Quizás vuelva a casa. Quizás otro transporte de muertos. Nunca más de dos seguidos. Quizás hacia Escocia, donde los árboles están ladeados todo el año por el fuerte viento del invierno. Creo que todo en esta vida funciona por compensación y equilibrio, y también como en un ciclo, el ciclo de Kreps o cómo sea. No recuerdo. Superdepredadores, depredadores, predadores, presas. Todos importan, todos se necesitan para seguir viviendo, desempeñando exactamente la funciones propias del preciso eslabón que representan. Espero, en todo caso, que esté muerto y que lo matasen bien. ¡Hastings! ¡Coño! La Batalla... Arcos. Yelmos. Lanzas. Espectros. El tapiz. El puto mar. Este olor por todas partes.

Hay otros pájaros de costa. Las garzas. Pequeñas y de pico afilado. Matan, comen insectos. Picotean muertos. Chillan. Defecan. Recibí el dossier en PDF en mi cuenta de correo electrónico. Utilicé la tarjeta de crédito de la agencia para el billete –especificado hora, tiempo de vuelo y destino- a Calais. Un vuelo a Charles de Gaulle, un tren a Calais. Recogí el coche. Lo otro se conoce. Claudio, el asfalto inglés. Atrás queda Hastings. Después Brighton, que apesta a nubes y sal. Después A36. Woolverton, primero; Limpley Stoke y Cleverton después. Entonces, Bath, Somerset. Siempre me gustó Bath. La ciudad recibe su nombre de los espléndidos, majestuosos baños romanos que  conservan. Pero no son sólo los baños. Es el espíritu. La grandeza de Roma embarcando aun en la luz, el aire, el color, surcando la ciudad entera, y se esparce en derredor, a las copas de los árboles y a las aristas arenosas de los monumentos. Recoge al viajero en sus dedos lumínicos y lo lleva. Lo lleva, por aromas fantasmales de fruta y flores, vino y sonidos de caligae en el adoquinado. Es una presencia espectral. Se imponen, imprimen otras presencias sobre éstas. Más fantasmas. Una Inglaterra evolucionada, ácida y pudiente. Siglo XVII. Descubrieron su herencia romana. La desenterraron y adaptaron. Se convirtió en un popular destino de peregrinación termal. En los rincones donde no brilla el sol, los callejones sombríos, su lúgubre distancia y estrechos muros, ofrecen el frío contrapunto a las esculturas que en las plazas dormitan al meloso sol. Bath se deshace en tres tiempos. A escombros invisibles, cae. Adiós, Bath. Toco la bocina estúpidamente: ¡mook-mook! Hasta siempre. De Bath a Chester. Por el interior. Marrón, frío y verde cenagoso. Al oeste Gales, la Lis. Al Este, Inglaterra, la Cruz de San Jorge. Y de Chester a Dublin. Otro decrépito ferry. El cielo más gris, más vuelto, más regurgitado. El aire más sano. La gente más pobre. Viajo. Veo nuestra Europa, pero nunca puedo detenerme y visitar. Soy un viajero, un transportista de cosas. Un negocio, una pequeña hormiga en la línea. Llevando cuerpos de aquí para allá. Un europeo más. Las carreteras son obviamente nuestras venas. Los ferries, jugos gástricos. El mar, el agua, sangre.

Dublín. Patios traseros, techos viejos, depósitos, edificios regios y vías de tren. Amplias avenidas y húmedas callejuelas. Tejados, ventanucos, adoquines, sombreros. Un pequeño niño cantor en la avenida principal, como un antiguo deshollinador. Señoras que llevan ramos en una mañana lluviosa de verano, apretando las ramas contra los pechos, flores coloridas. Helados, comida rápida. Fotografías, voces, risas, música en las tiendas. Salgo hacia el sur. Rodeo Dublín, olor de lluvia en el aire. Me alejo. Playas a mi izquierda, al este. Amplias playas vacías de arena blanca, caliza, cubierta en tres dedos de agua marina. Dos siluetas paseando en el sombrío atardecer, el sol oculto tras la enmarañada sierra, tapiz de bosque y hierba. La vista se abre después. Pequeños puertos, muelles y barcos amarrados mecidos en el vaivén cauteloso de ese océano cercado. Campos. Bray. Ha llovido durante la noche y la lluvia ha esparcido la basura y humedecido el ambiente. Envoltorios de helados y bolsas de patatas fritas se amarran a los arbustos a cada lado en las aceras como el amanecer de un carnaval ebrio, errático. En el paseo de la costa se preparan para el inicio de las fiestas de verano. Habrá una noria y escenarios de tablas donde se celebrarán hilarantes y descomunales concursos de embriaguez. Eso será de noche. Ahora, a media mañana, los hombres se afanan en sus tareas de construcción. Lonas por aquí, barrotes por allá, gritos, risas. El rumor lejano del mar. Madres adolescentes pasean y husmean sonrientes alrededor, empujando cochecitos con niños que, acunados plácidamente, duermen al estilo de un buen ensayo dieciochesco. Sus cunas tiene el ácido hedor de la leche agria y la mierda de bebé. Un hotel en la primera línea. El jardín delantero bien cuidado y los arbustos que florecen, bayas rojizas, aspecto católico. Posiblemente, una antigua residencia de verano de algún dublinés. El propio Joyce. La primigenia familia Wilde, quién sabe. Un grupo palaciego, casas soñadas, extrañas torres en punta, ventanales de otro siglo, colores rojos vivos, se apiñan al final del paseo, enconadas, esparcidas contra la montaña de costa. Remontando esa vía al final de paseo, uno puede iniciar la ascensión a esa verde colina bautizada en nombre gaélico y abundantemente poblada de ramilletes venenosos, polen amarillo, hierba fresca, verde, rocío, y continuar el paseo de varias millas hasta el pueblo siguiente, Graystones, seis millas al sur. Y seguir y salir del condado, hacia Wicklow. En un tramo de este camino, se puede ver el curso, desde un risco elevado, de las vías del tren. Su trayectoria. Es una isla, no llevan muy lejos. Esa sensación parece en ocasiones atrancar la atmósfera aquí. Lanzo una piedra al vacío y la trayectoria es perfecta, pero la piedra no va al mar sino a la vía vacía. Un chirrido lejano en el momento del impacto. Estoy hospedado en un hotel del centro. ¿Qué centro? Este pueblo no tiene centro reconocible. Hay varios centros. El pueblo se extiende como una gran parcela rectangular constituido su interior a partir de pequeños núcleos de formas irregulares. Apenas hay calles paralelas en Bray. El paseo de la costa y el tramo por el que es cercenado el pueblo por la carretera comarcal lo delimitan este-oeste. Entorno a esas dos líneas principales, se establece el orden, los límites y anchura del pueblo. Bray se extiende a lo largo, volcado a la costa por el este y a los campos y montañas al oeste. Uno puede sentarse en cualquier parte y escribir una postal, compartir con añoranza un té, imaginar que lo hace, un té espeso, con una ensoñación espectral, romántica, ardiente o perdida. Eso puede hacerse en Bray. Otro centro, el centro sur, se constituye en torno a una plaza triangular, isósceles. En su ángulo distinto, se levanta una escultura. Orientada al norte. Posiblemente un rebelde, un preso, un proscrito. Esa plaza, queda presidida por un gran edificio antiguo. Es el lugar en el que cualquier centroeuropeo esperaría encontrar un ayuntamiento o una biblioteca. Aquí tienen un restaurante McDonald’s, en el Town Hall. Es de proporciones desmesuradas, no encaja. Ocupa  las dos plantas del edificio. Un viejo edificio de tejados ladeados y grandes ventanales. Altos techos. Sala abovedada. La planta superior está constituida a modo terraza balaustrada. Desayuno allí y observo altos ventanales y el espacio que la luz detecta y delinea, los techos señoriales y administrativos, las vigas reglamentarias, los arquitrabes, los espacios elevados. Suavemente, al rato, como un amanecer, veo sin dificultad emerger, ante mí, espectrales lámparas de araña, escritorios en la planta superior, tras los barrotes, máquinas de escribir o tinteros, plumas, hombres con levita y largos bigotes que me observan, desvaídos, pertenecen a otro tiempo, no sonríen, se lamentan. Nos miran. Nuestro pasado nos mira. El pastoso murmurar adolescente se vuelve lentamente lejanos tecleos, bocas como máquinas de escribir, dicción adecuada y precisa, murmullos de oficina y gestión de tierras, ocupantes ingleses. Fue un banco. Viva el Estado Libre de Irlanda. Fue la sede del Banco Central para el Suroeste de la Isla, durante un par o más de décadas vagas y remotas, ya perdidas e irreconocibles alrededor. Me deshice del fardo en tiempo y hora, según agenda. On schedule. Hay fábricas en Bray. Varias. En el norte. Producen complementos subsidiarios para otras fábricas en lugares remotos. Artículos de plástico. Vive mucha gente en Bray y hacen muchas cosas. Apuestan y abren puestos de comida y estudios de tatuajes, restaurantes, souvenirs, zapaterías, cines, ropa, carnicerías, tiendas de dulces donde también venden fruta. Tienen un dulce paseo de suelo de madera, un antiguo callejón portuario, con terrazas y helados de copa de cristal. Nata. Crema. Sirope. Me deshice del bulto y estoy anclado, atascado en este pueblo esperando instrucciones. Algo sucedió. He comprado un par de libros e invierto tiempo en paseos. Ayer noche. No quiero mezclarme con estas gentes (algo sucedió) no quiero entrar a sus pubs (ayer noche) apostar a sus caballos, comer sus pescados, bajar a sus fiestas en el paseo. Algo. Si lo hiciera, desearía quedarme aquí. Sucedió. Vivir. Como ellos. Algo sucedió. Me hubiera gustado, no puedo. Las cosas en mi cabeza toman, se modifican a tamaños inadecuados. Tengo que esperar y atender. Algo sucedió. Llovizna tibia. Ayer noche. Llovizna tibia. Algo sucedió. Ahora estoy aquí, esperar y atender. Rrooooom.

Llovizna tibia. Fuera y en los ventanales. Luz eléctrica en el interior, madera. Ceno en el pub del hotel, estofado con salsa de cebolla y cerveza. Las voces forman círculos alrededor. No pienso nada, en nada, trincho, sorbo, miro, sin ver. No he abierto el maletero. Las llaves de los coches siempre se recogen de la misma manera. Todo está en el dossier. Un número de reserva para una noche, en un hotel de la ciudad donde debe ser recogido del fardo. La organización tiene personas en muchos sitios. Las llaves siempre están en el cajón de la mesilla de noche, la del lado izquierdo, según se sitúa uno mirando frontalmente al colchón. Siempre al fondo del cajón. Las cogí. ¿Cuántos más cómo yo habrá? ¿Me habré cruzado en la calzada con alguno? Dios mío. Jamás lo pensé, ¿por qué? ¿Deshumaniza y embrutece trabajar? Tal vez. Tal vez no. Me levanto hacia la barra, otra pinta por favor. Algunos trabajos, sólo algunos. Empieza a ser mi voz y forma círculos alrededor. Pago. Bebo. Recuerdo a mamá. Después a ti. Dejo la pinta vacía en la barra. Salgo al exterior. Marquesina. Olor de mar y llovizna. Grupos de adolescentes y jóvenes pasean, bebidos, segundo deporte nacional. Dos de ellos se gritan junto a una valla, junto a la valla que cerca la casa en la que quizás veraneó James Joyce. Una chica corre y gira la esquina del parque, por la cafetería de la avenida interior. Durante el día sirven café y bollos. Tiene muros pálidos, color amarillo y azúcar quemado.

Llovizna. Recorro. El Vauxhall en el aparcamiento marítimo, junto al restaurante. Subí por Kilarney Road, la avenida que cercena Bray, Bré, en paralelo con el río al oeste y la hermosa M11. Bajé así dirección sur, más allá de Kilbride Grove y el bingo de la Iglesia Católica, hacia los bosques. La noche era fría, lloviznaba. Navidades en julio, todo está indicado y especificado en mi dossier. Debo desviarme tras la tercera curva al interior del bosque que discurre a ambos lados. Tras esa tercera, un camino se abre a la izquierda. Aminoro y lo tomo. Cinco minutos hacia el interior, las ramas se tuercen, huelen a lluvia,  encuentro la pequeña estación eléctrica, un cubo de hormigón con una gruesa antena. Ahí, aparco el coche. Así hice. Descendí del Vauxhall y lo rodeé hacia la parte de atrás. El fardo. Introduje la llave en la cerradura del maletero. Accioné. La puerta ¿Y si aún estuviera vivo? Notará en su desmayo, exhausto, loco, que alguien lo eleva y lo coge. Pataleará. Estaría cargando el último estertor de un ser humano, preso y perdido. Me vi escenificado en mi cabeza: extraigo el bulto, lo cargo al hombro, peso muerto, y comienzo a caminar según lo indicado. Ese es mi trabajo. Dos pasos y el cuerpo se mueve. Se agita de pronto. Una vez, después más. Y más, como un aberrante gusano de látex. Sigo caminando y lo coloco en la intrincada raíz indicada. Un sauce gigante. Dejo el fardo apoyado contra las raíces, aún se mueve. Me voy... Yo no era esa persona. Podía hacerlo, pero al mismo tiempo no podía soportarlo. La cerradura liberó la puerta, la impulsé. Allí estaba el bulto, inmóvil. Quizás había muerto por el camino. Pobre persona. Todo es equilibrio y compensación, me digo. Siempre lo hago. ¿Por qué? ¿Todo es realmente equilibrio y compensación? ¿Merecía él éste final? ¿Merece alguien el final que tienen? ¿Las vidas que llevan? ¿Debemos creer que debemos merecer todo, algo o nada? Es más importante combatir esa idea, la idea de la compensación pues es evidente que no opera. O. Quizás. Opere en una intrincada red de causas y efectos corregidos que es, por su complejidad, sencillamente insondable para nuestra capacidad actual de razonamiento. Quizás ese sea el debate real. Quitar la paja. Eso hay que hacer. El rumor de la costa me abrazaba. Olía el mar y la lluvia entre las húmedas sombras del bosque. Iba a abrir la cremallera. Forzar el candado. Lo sabía. Aquella idea había estado agazapada, mucho tiempo, entre las claro-oscuras áreas verdes campo del cerebro. Cogí un destornillador de la caja de emergencia del Vauxhall e intenté forzar el candado. El rumor de la costa aumentaba. Tras un forcejeo y golpes, lo logré. El candado cayó abierto y roto en mis manos. Tenía que abrir la bolsa. Era un homenaje secreto y bondadoso a las víctimas de cierto mal terrible que nos acechaba a todos, a ellos los muertos, y a nosotros y a mí. Verle la cara, contravenir la norma, contravenirlo todo... Opté. Dos dedos, aferré la cremallera y la bajé. Primero oscuridad. Oscuridad guardada en una bolsa, yo sobre ella, rodeados bolsa, coche y yo de oscuridad. Una rara claridad marítima alumbró cautelosamente la escena, poco a poco. La más cerrada oscuridad, la del interior de la bolsa, fue disipándose parcamente. De ella emergía una silueta. Una sombra, como un sucio fondo de costa. Me acerqué sobre el cuerpo, a fragmentos un destello de la hebilla del cinturón, los botones del pecho, el colgante al cuello, miré el rostr... Me quedé quieto. Delante de mí, bajo mis ojos. En la bolsa. Era yo. El cadáver en la bolsa era yo. Hielo y miedo. La vista se nubló. Me aparté de un salto. Yo, coño. Mi puta cara, mis rasgos, mis manos, mi cuerpo, yo. Con la misma camisa y el mismo colgante, la misma cara, corte de pelo, yo... Yo. ¿Desde cuándo tenía ese aspecto? Siempre el mismo. ¿Cuándo? ¿Desde cuándo trabajaba en eso? Dios mío. ¿Tan absorto había estado? Una noche leía un correo electrónico de la organización, nueva misión, y me ponía en marcha, sí. ¿Y antes? ¿Y entre misiones y correos? ¡No lo puedo decir! Y, cojones, ¿qué cojones hacía yo ahora en aquella bolsa? ¿A quién preguntar? No había un solo teléfono ni lugar en el mundo al que acudir y del que poder volver o colgar con una respuesta. La organización, la agencia. Sólo ella comunicaba. Y era inaccesible. Ella accedía a ti, tú no a ella. No podía más que seguir con la agenda. Subí la cremallera, me cerré en la bolsa y me cargué a mi espalda. Me llevé según lo indicado y me dejé entre las raíces convenidas. Me alejé de mí. Esperar y atender. Creo que tengo una respuesta..., pero no la puedo contrastar. Esperar y atender, es todo lo que me queda ahora. Me he acercado a la costa esta mañana, playa de piedras. Una nueva generación de frailecillos croaba y chillaba, en línea, formando sobre las rocas. Las gaviotas que miraban. ¿Estoy muerto? Dios mío... ¿A quién puedo preguntar?

Rrrrrroooom...

Ahora, se pone a llover.  

 

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