Misha

Misha


Capítulo 63

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Estaba en la piscina, dejando que las imágenes de nuestro primer encuentro allí invadieran mi mente de nuevo, permitiéndoles que pululasen libremente por ella y me trasladasen a aquel día tan especial en que un hombre venido de un extraño planeta se acercó a mí, atraído por mi risa, cuando… las puertas de la terraza se abrieron y por ellas apareció una mujer regordeta y salerosa, mirando en todas direcciones como si de un auténtico 007 se tratase, oteando el horizonte en busca del enemigo. Me resultó tan graciosa, que no pude dejar de mirarla. En cierto modo me recordó a mi madre, o quizá a la madre que me habría gustado tener y no he tenido. Me pregunté qué estaría haciendo en aquel momento la casquivana de mi progenitora, pero no pude seguir elucubrando, porque la pizpireta señora se acercó a mí con mirada pícara. Con el pelo blanco muy arreglado de peluquería, un precioso vestido floreado sobre su rechoncho cuerpo, que me recordó al mío y que esa vez se había quedado en mi castillo, y una revista del corazón sobresaliendo de la bolsa que llevaba colgada de la mano, tenía todo el aspecto de estar buscando un refugio seguro.

–¿Sabes si se puede fumar aquí, cariño?

–¡Oh, sí, sí, se puede! –contesté, mirándola divertida.

–¡Bien, bien! –exclamó, sentándose en la tumbona de al lado y sacando de su gran bolso una cajetilla de tabaco–. ¿Quieres uno?... Necesito que me hagas un favor, cielo… me he olvidado en la habitación las gafas, y no veo cuatro a caballo de un burro. Si ves entrar a un señor muy guapo, gordito y con bigote, por favor, avísame, no quiero que me pille fumando.

–¿Su marido? –le pregunté con una sonrisa.

–Sí, hija, el amor de mi vida.

Aspiró profundamente, sus ojos se cerraron y en su boca se dibujó una gran sonrisa. Cuando volvió a abrirlos, allí estaba “la mirada”, esa que pide permiso para continuar, esa que está deseando hablar, esa que tiene tanto que decir, que tiene tanto que enseñar. Me rendí a la mirada. Me giré hacia ella para poder verla bien y escucharla, porque sé que hay historias de las que una no puede perderse ni una palabra…

me lo enseñó Catalina Rodríguez, el Terror de la Escuela, una tarde en el patio cuando… ¡No, esa historia mejor la dejo para otro libro!

–Estamos celebrando nuestras bodas de oro –dijo, acomodándose.

–¡Cincuenta años de casados, vaya! –exclamé con total admiración–. ¿Y eso cómo se consigue?

–Con amor, por supuesto, eso es lo fundamental.

¡Cómo me gusta escuchar a las personas mayores! Tienen una forma de hablar tan mesurada, que una no se pierde ninguno de sus matices. Se toman su tiempo para contar las cosas, no sé si porque la memoria pone a prueba sus recuerdos, o porque saben que, para contar ciertas cosas, hay que tomarse su tiempo, pero, fuere por lo que fuese, ahí estaba la cadencia en su hablar, transportándome a la historia de su vida, impregnando de magia mi momento de relax.

–Pero también hay otros aspectos que son muy, muy importantes: comprensión, ternura, paciencia, alegría… la alegría es muy importante, si un hombre te hace reír es que te quiere… y pasión, por supuesto, la pasión todo lo llena de magia. ¿No crees?

–Claro.

–Tú también estás enamorada, no hace falta que me lo digas, lo veo en tus ojos. Hay tres cosas que no se pueden ocultar en esta vida, la tristeza, el amor, y el dinero. Por mucho que uno intente esconderlas, siempre salen a la superficie, como cuando echas aceite en el agua, siempre aparece flotando, por más que lo intentes diluir, no se puede ¿Y eres feliz con él?

–Sí, muy feliz, pero… hemos pasado por malos momentos.

–No todo en la vida es bueno –dijo, dándole una profunda calada al cigarrillo–. Nosotros también vivimos malos tiempos, en eso consiste la vida, en lo malo y en lo bueno. Todas las parejas pasan por malos momentos, todas, unas antes, otras después… ¡Otras, todo el tiempo! –Levantó las cejas, haciéndome reír–. Nosotros pasamos nuestro peor momento a los dos años de casarnos, cuando perdimos a los gemelos. –Se me puso un nudo en la garganta–. Él estaba como loco por ser padre, ¿sabes? A mí no me importaba esperar, pero para él era importante, quería un varón ¡El ego masculino! –dijo con una sonrisa–. Me quedé embarazada a los dos años de nuestra boda y nunca he conocido a un hombre más feliz que él. El día que le di la noticia, se puso a llorar como un niño. ¡Mi marido es muy llorón, todo lo que tiene de grande y de serio, lo tiene de sensible! –Una tierna sonrisa apareció en sus labios mientras sus ojos se clavaban en el horizonte y su mente se perdía en él–. ¿Qué estaba diciendo?... ¡Ah, sí, el embarazo! Pues me quedé embarazada, pero cuando estaba a punto de cumplir los tres meses, tuve el aborto y los perdí, eran gemelos: dos varones. Mi marido se disgustó mucho, pero cuando los médicos nos dijeron que no nos preocupásemos, que podríamos tener más hijos, él lo superó, pero yo no. Y es algo muy extraño lo que me pasó, porque yo no estaba tan ilusionada como él, pero perderlos fue… como quedarme vacía de golpe, sentía un gran vacío en mi interior que no conseguía llenar con nada… pasé momento muy malos, perdí la ilusión, las ganas de comer, se me terminó la alegría…

–¿Por qué? ¿Por qué los perdió?

–¡Oh, nena, quién sabe! ¡Son los designios de Dios! En sus manos está todo, nosotros no somos más que simples… ¡marionetas! –dijo moviendo los dedos en el aire y haciéndome reír–. Meses después me quedé en estado otra vez, y el que está allí arriba –dijo, señalando el cielo–. Decidió compensarme, y lo hico con creces… tuve trillizas.

–¡Trillizas!

–Sí, y en aquellos tiempos. Hoy en día los embarazos múltiples salen adelante con tanta tecnología como hay, pero en aquellos tiempos que las tres llegasen a vivir fue un auténtico milagro. Mira, te voy a enseñar la foto que siempre llevo en mi cartera, es la que más me gusta de todas, aunque está un poco vieja.

Entendí que fuese su foto preferida, porque aunque era antigua y estaba muy estropeada, era sencillamente deliciosa. En ella, un hombre robusto, de gran mostacho, sostenía entre sus grandes brazos a tres preciosos bebés, una rubia, la otra morena, y la tercera, la más pequeñita, con ojos rasgados.

–Sé lo que estás pensando, cariño, “Pobrecilla, después de perder a dos hijos, tuvo una hija mongólica”.

–¡Oh, no, yo…!

–No te apures, es algo que he oído muchas veces y nunca me ha molestado lo más mínimo. ¿Sabes?

Nunca entendí por qué dejaron de llamarles así. A mí me gusta más esa palabra que la de Down. ¿Pero qué palabra es esa? ¡No tiene sentido, seguro que es extranjera, como todo lo raro! Mira, esta es la mayor, mayor por cinco minutos, claro, ahora está trabajando en el Hospital de La Paz, es directora de planta, una eminencia; nunca tenía bastante con los libros que le comprábamos. Esta es la segunda, me dio muy malas noches, no dejaba de llorar, estudió Psicología y ahora es ella la que aguanta los llantos de los demás. ¡La vida a veces tiene cada cosa, no te parece! Y esta es la pequeña, la mayor alegría de nuestra vida. Yo les llamo “los niños sin maldad”, nunca ha tenido una mala acción con nadie, ni una mala contestación para nadie y cada vez que en casa surgía un conflicto, ella se ponía en medio y muy seria decía “¡Haya paz!”. Daría mi vida por las tres, pero mi corazón le pertenece a ella. ¡Y mi marido ya ni te cuento! Es su ojito derecho desde que nació, le ha enseñado a hacer de todo, como si fuese un chico, a jugar al futbol, a pescar, hasta una vez se la llevó de caza. ¡Naturalmente la niña volvió hecha un mar de lágrimas y mi marido guardó su carnet de cazador hasta hoy, nunca volvió a disparar a un animal indefenso, creo que aún tiene pesadillas!

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Misha estaba en la recepción del hotel hablando con el gerente, cuando a su lado pasó, con gran celeridad, una figura oronda que le resultó familiar. La figura miró furtivamente a ambos lados y, una vez comprobado que no había moros en la costa, salió precipitadamente por las grandes puertas giratorias.

Misha, intrigado, se fue tras él, encontrándole sentado junto a la gran fuente circular, fumándose con deleite un cigarrillo.

–¡Sargento Gutiérrez! –exclamó divertido.

–¡Oh, señor Angelowsky! –Se levantó, tendiéndole la mano–. ¡Vaya, vaya, vaya, qué pequeño es el mundo! ¿Está de vacaciones?

–Sí, señor, estoy con mi mujer. ¿Y usted?

–Yo también, yo también –dijo mirando nervioso hacia la puerta.

–¡No se estará usted escondiendo de ella!

–Pues sí señor, así es. No quiere que fume, así que tengo que esconderme para hacerlo, no quiero disgustarla.

–Pero… el tabaco huele, sargento.

–¡Oh, sí, lo sé, lo sé!

–¿Y ella… no se da cuenta?

–Por supuesto que sí, señor Angelowsky, mi mujer es muy inteligente, por no hablar de su vena detectivesca, siempre le digo que habría sido una gran policía. Estoy convencido de que aunque el tabaco no oliese, ella lo sabría también.

–Pero si lo sabe, no entiendo que se esconda –dijo, sentándose a su lado y encendiendo un cigarrillo.

–¿Usted no conoce ese dicho español de…:“Mujer feliz, casa feliz”?

–Pues no, no lo había oído nunca –dijo Misha con una sonrisa.

–Pues es una gran verdad. Verá, yo, con los años, he aprendido que llevarle la contraria a mi mujer sólo sirve para que yo me disguste. Al final siempre acabo haciendo lo que ella quiere, así que he llegado a la conclusión de que discutir con ella es una pérdida de tiempo, porque siempre tiene razón. No quiere que fume, pues yo no fumo… delante de ella, claro.

–¿Y cuando llega a casa? –preguntó Misha, sin acabar de comprender.

–Pues nada.

–¿Cómo que nada? ¿No le echa la bronca?

–No, porque ella también fuma.

–¿Ella fuma, pero no le deja fumar a usted?

–Ella fuma, pero a escondidas, igual que yo, para no disgustarme.

–Disculpe, sargento, pero no lo entiendo.

–Usted no puede entenderlo, señor Angelowsky, es usted ruso. –Misha estalló en carcajadas–. Cada matrimonio tiene sus códigos, señor Angelowsky, y el nuestro ha funcionado bien, estamos celebrando las bodas de oro, cincuenta años de casados. Por eso hemos venido aquí, mi esposa siempre quiso visitar estas islas, pero mientras las niñas eran pequeñas no se podía, había que llenar la olla, ¿comprende? Y

ahora que ya somos unos viejos, podemos permitírnoslo. Han sido unas vacaciones maravillosas.

–¿Cuántas hijas tienen?

–Tres, trillizas.

–¿Trillizas?

–Sí, señor. No se imagina usted lo rápido que puedo cambiar un pañal, ni se lo imagina, y eso que en mis tiempos los hombres no hacían esas cosas, estaba muy mal visto, pero a mí me daba igual. Mi mujer estaba tan exhausta cuando yo llegaba a casa, que me ponía manos a la obra y ahora soy todo un experto, lo que me ha sido de gran ayuda con mi nieta Catalina. ¿Quiere ver unas fotos, señor Angelowsky?

–Claro, sargento –dijo Misha con una gran sonrisa–. Me encantaría.

–¡Mire, esta es la foto que más me gusta!

Sacó una vieja fotografía de su cartera. En ella, su mujer en la cama del Hospital sostenía entre sus brazos a tres preciosas niñas, una rubia, la otra morena, y la tercera de ojos rasgados.

–Son mis tres princesas, porque de una reina sólo pueden nacer princesas… ¡Ah, y esta otra de aquí es el terremoto de mi nieta! ¿Tiene cara de traviesa, verdad? ¡Lo es, lo es!

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Recogí mis cosas y salí de la piscina en el mismo momento en que mi querido zar hacía acto de presencia en la puerta, acompañado del sargento Gutiérrez, quien me saludó amablemente y se dirigió hacia la tumbona donde la mujer de su vida le recibió con una gran sonrisa en los labios, escondiendo rápidamente el tabaco en su bolsa.

–¡Te lo puedes creer cariño, el sargento Gutiérrez! –dijo Misha divertido.

–¡Oh, Misha! Tengo que pedirte un favor –dije, mientras atravesábamos la recepción–. ¿Recuerdas nuestra última noche aquí, en la piscina redonda?

–No podría olvidarla, mi vida –dijo, llamando al ascensor–. Ya había pensado en repetirla, pero veo que te me has adelantado.

–¿Y no te importaría que hubiese un cambio de planes?

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En la zona de las piscinas había, como cada noche, una actuación musical. Nuestro alegre camarero, siempre omnipresente, dejó sobre nuestra mesa, junto con los cafés, dos copas de coñac. Misha se llevó la suya a los labios y le dio un pequeño sorbo, saboreándola. La lentitud de sus movimientos es algo que me fascina, el modo en que hace las cosas, la precisión que emplea es algo que yo no podría hacer ni aunque viviese cien vidas. Con un traje gris marengo que le sentaba de maravilla, y una impecable camisa blanca que resaltaba el bronceado que le habían regalado las islas, mi querido zar irradiaba magnetismo, irradiaba sensualidad, irradiaba vida. El hombre que tenía a mi lado no era un hombre normal, todo en su cuerpo me lo decía, y el modo en que le miraban mis compañeras de espectáculo nocturno así me lo advertía. No podía reprocharles su admiración porque sabía que si lo de fuera era espectacular, lo que guardaba en su interior lo era aún más, y era algo que sólo a mí me entregaba, que sólo conmigo compartía. Cogió mi copa y la puso en mi mano, dejando en ella una suave caricia, que no tenía ni punto de comparación con la que me regalaron sus ojos y su sonrisa.

–Sin culpas, mi amor. –dijo, chocando su copa con la mía–. Sin remordimientos. Quiero que disfrutes de la vida.

Supe que aquellas palabras que iban dirigidas a mí, su alma necesitaba oírlas, porque aunque en las escuelas españolas no nos enseñan mucha psicología, mis sesiones con Patricio habían dado algún que otro resultado, abriéndome los ojos a cosas que yo antes no veía… los silencios repentinos… los suspiros a destiempo… las miradas furtivas… los ensimismamientos imprevistos… los sueños intranquilos… y todas esas cosas que hacemos sin darnos cuenta, a las que MS llamaba lenguaje corporal y yo llamo sencillamente una clara muestra de lo que atormenta nuestras vidas… Yo nunca le pregunté a Misha qué había ocurrido en su viaje a Rusia… Nunca se lo pregunté, porque yo ya lo sabía… Mi querido zar se juró a sí mismo cuando perdió a su hermano, que a los que quiere nunca les abandonaría, que les protegería de todo y de todos, aun a riesgo de su propia vida… ¡Ese es mi querido zar!... ¡Ese es Misha!

Me tomé la copa en silencio, saboreándola lentamente, como se deben de saborear las cosas buenas de la vida. Cuando la orquesta comenzó a desgranar los acordes de las primeras melodías, mi querido zar tomó mi mano y me llevó a la pista, rodeó mi cintura con su brazo, pegando nuestras caras y besando mi mejilla.

–Misha… quiero hablar contigo.

–Dime, cariño.

–Misha, quiero pedirte perdón.

–No, no, no, no –dijo, cerrando mis labios con los suyos.

–Misha, escúchame, por favor, es importante para mí decirte algunas cosas –dije, tomando su cara entre mis manos y mirándome en esos ojos en los que está mi vida–. Quiero pedirte perdón por las cosas tan terribles que te dije cuando perdimos a la niña. Fui muy injusta contigo. Yo sólo pensaba en mi dolor, y no pensé en el tuyo… Tú estabas sufriendo tanto como yo, y yo no lo veía. Fui tremendamente cruel y necesito que me perdones, Misha, lo necesito.

El modo en que abrazó mi cuerpo, pegándolo al suyo… el modo en que sus manos recorrieron mi espalda… el modo en que su cara se perdió en mi cuello y dejó en él besos que me supieron a dicha…

fue el mayor de los perdones que se puedan recibir en esta vida. Me abracé a él, sin importarme dónde estábamos. Mis labios recorrieron su cara en una lenta melodía. Nuestros cuerpos se entregaron el uno al otro, como la noche se entrega al día, sin barreras de por medio, sin prisas. La excitación que sentí en mi vientre, la suya y la mía, me dio alas, esas alas que recuperé una vez en las islas, esas que habían surgido de nuevo en mi espalda gracias a las caricias de Misha, y tomando su mano le llevé a nuestro particular firmamento, a nuestro país de la nube blanca, de las caricias y de los besos, a ese lugar que sólo él y yo compartimos, a ese lugar que sólo él y yo conocemos.

Cuando entramos en la habitación, iluminada por la luna que además estaba pletórica y llena, y que la impregnaba de una magia especial, de una magia que sólo puede impregnar ella… me encontré sobre la cama un nuevo regalo de mi querido zar, un precioso camisón blanco, repleto de lacitos rojos, una auténtica obra de arte que hizo las delicias de la niña que aún llevo dentro.

–¡Oh!

–Cariño. –dijo mi ruso con una sonrisa traviesa–. Con algo parecido te presentaste un día en mi despacho… y casi pierdo el sentido.

–¡Oh, Misha, por eso también tengo que pedirte perdón!

–¿Por qué?

–Por mis escaramuzas sexuales.

Con la banda sonora de su risa en mis oídos, me desnudé frente al espejo del baño y me puse aquella preciosidad que además era una auténtica delicia. Se ajustó a mi cuerpo a la perfección, mostrando las incipientes curvas que ya comenzaban a tomar posiciones sobre mis huesos y mi escote, más exuberante cada día. Salí, sintiéndome un regalo de Navidad, y a los pies de la cama me encontré, desnudo y expectante, al ruso venido de un extraño universo para llenar de magia mi vida.

–¡Oh, Dios! –exclamó cuando me vio.

–Es precioso, Misha, pero lo voy a poder usar poco tiempo, porque desde que llegamos ya he engordado.

–Me alegro –dijo, acariciando mis caderas lentamente–. Porque me gustan tus curvas, me encantan tus pechos, me vuelven loco tus piernas…

No le dejé seguir hablando, su voz seguía teniendo en mí el mismo efecto, me excitaba por dentro como nunca nadie me había excitado. Separé mis piernas y me senté sobre las suyas, rodeando su cuello y devorando sus labios, su lengua entró en mi boca excitándome y excitándome. Recorrió con sus grandes manos mi espalda, mi trasero, apretándolo contra su erección y suspirando, y cuando sus manos se aventuraron bajo el precioso regalo, encontrando mi piel desnuda, esperándole, un profundo suspiro subió desde su pecho.

–¡Oh, Señor! –susurró en mi boca.

Acerqué mi sexo a su sexo, acariciándolo. Su miembro quedó encajado entre mis labios, duro, caliente, palpitante.

–Misha… hay algo que quiero decirte… quiero agradecerte cómo me has cuidado, cualquier otro hombre habría tirado la toalla, pero tú te mantuviste firme y no la tiraste… gracias, Misha, gracias…

–No me des las gracias, yo no hice nada. –Sus ojos me miraban tan brillantes–. ¡Habría dado mi vida por evitarte ese sufrimiento, mi amor… pero no pude hacerlo, no pude…!

–Me diste lo que podías, lo que estaba en tu mano.

–¡No te di nada, Cris, no te di nada! –Tomó mi cara y me miró con desesperación–. ¡Habría dado cuanto tengo por devolvértela, cielo, lo habría dado todo, todo por ella, todo por ti, hasta mi vida!...

¡Nunca me he sentido tan inútil, mi amor!

–¡Oh, Misha! –Levanté mis caderas y acerqué a su miembro mi entrada, bajando sobre él lentamente, sintiendo cada centímetro de piel que me entregaba–. ¡Nunca has sido más hombre a mis ojos, Misha!

Cerré sus labios con los míos, entregándole todos los besos que se había perdido, todos los gemidos que no le di cuando me fui en busca de la princesa de nuestra vida. Me moví suavemente sobre su cuerpo, dejándome llevar por las nuevas alas que me daba la vida, haciéndole sentir lo que era, el rey de mi universo, el zar de mis deseos, el príncipe de mi castillo. Acarició mis caderas, acercándome más y más a su cuerpo, entrando en mis entrañas, inundándolas de fuego y, mientras sentía que me acercaba a ese precipicio al que siempre me lleva su cuerpo, mis manos comenzaron a soltarse de su cuello y me abandoné a las suyas, que tomaron mi espalda y me sostuvieron. Cerré los ojos y descansé sobre ellas, dos manos que me cuidaban, que me tomaban, que me sentían, que me protegían, y me abandoné al placer que me regalaba su miembro, llevándome hasta un cielo infinito en el que la gravedad no existía porque sus manos me sostenían como dos puntales de hierro. En ellas encontré aquella noche de luna llena una nueva nube sobre la que sentí que flotaba, que mi cuerpo no pesaba, que mi alma renacía, que mi vida comenzaba de nuevo.

–¡Oh, Cris, Cris!

Sus exclamaciones de asombro al ver el abandono de mi cuerpo, fueron la particular banda sonora de aquel orgasmo que me pareció eterno. Cuando regresé de aquel firmamento que sus manos y su cuerpo me regalaron, mi querido zar me tendió en la cama suavemente, sin salir de mi cuerpo.

–¡Oh, cariño! –susurró en mi boca, tomándome de nuevo–. ¡Nunca te habías entregado así a mí!

–Confío en ti, Misha… confío en ti, mi amor, y la confianza rompe todas las barreras. Me he sentido libre en sus brazos y ha sido maravilloso… Misha, eres mi roca, eres mi fuerza…

Mi querido zar se movió dentro de mi cuerpo hasta que estalló en él, gimiendo en mi boca y llenándola de besos, besos llenos de ternura, besos llenos de deseo, besos llenos de todo lo bueno. Sobre mi cuerpo se quedó rendido, mientras mis manos recorrían el suyo, un cuerpo que me pareció inmenso, y un cuerpo que… en cuestión de poco tiempo, comenzó a renacer de nuevo.

–¡Ay, Dios, lo tuyo no es normal! –Su risa en mi oído me dio alas–. Bueno, pues aprovechando la coyuntura del momento… hay algo que quiero decirte.

–¿La coyuntura del momento? –preguntó, mirándome divertido–. Cris, yo también hay algo que quiero decirte, quizá, quizá deberíamos tomar precauciones y…

–De eso quería hablarte, Misha, yo… me gustaría tener otro hijo… lo he estado pensando mucho y me gustaría.

–¿Estás segura, cielo? –Su mano se enredó en mi pelo.

–Sí, Misha, estoy segura.

–Sabes que en la vida no existen garantías.

–Lo sé, pero estoy preparada para correr ese riesgo, y ahora es un buen momento.

–¿Ahora? –preguntó, frunciendo el ceño–. ¿No sería mejor esperar a que te recuperes?

–¡Oh, no, no, no! Yo ya estoy bien, ya me estoy recuperando, hasta he engordado. Y… tengo que decirte otra cosa, me gustaría tener un varón, así que, por favor, diles a tus espermatozoides que se pongan a ello.

–¿Quéeee?

Su risa me atravesó.

–Verás, es que ya he decidido qué nombre le voy a poner y…

–¿Ya lo has decidido?

–Bueno, tú elegiste el de la niña, ahora me toca a mí.

–¡Oh, Señor!

–Y espero que te guste, porque no pienso cambiarlo, te pongas como te pongas.

–¿Cuál? –preguntó, acariciando mis mejillas.

–¡…Iván!

–¡Oh, Dios! –suspiró, enterrando la cara en mi cuello.

–¡No me digas que no te gusta porque es un nombre precioso, y no podría ser más ruso!

–¡Me encanta, mi amor, me encanta! ¡No podrías haber elegido uno mejor! ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Te quiero!

De madrugada, me acurruqué junto a su cuerpo, con el mío saciado, con el alma repleta de amor por este ruso que me tiene enamorada, escuchando el latido de su corazón y sintiendo las caricias de sus manos en mi espalda.

–¿En qué piensas, cielo? –preguntó al ver la sonrisa de mis labios.

–En los señores Gutiérrez. ¡Qué pena no poder ver sus caras cuando nuestro camarero sonriente les entregue la invitación!

–¿Nuestro camarero sonriente?

–¡Oh, sí, ese hombre es feliz en cuanto nos ve llegar! Le das buenas propinas, ¿verdad?

–No soy el único. Por cierto, sé que has hecho algo, y que no me has consultado.

–No sé de qué me hablas.

–Nena, soy el dueño del hotel, estoy informado de todo.

–No sé de qué me hablas, Mijaíl, creo que te han informado mal.

Cerré los ojos, a ver si se callaba.

–Has pagado su cuenta, les has enviado flores a la habitación, y has hablado con la gobernanta para que ponga la piscina redonda lo más bonita posible, hasta le has pedido que le ponga música. ¡Eso a mí no se me habría ocurrido, la verdad! –Sus manos tomaron mi cara y se miraron en mis ojos sonrientes–.

Por eso te quiero tanto mi vida, por eso.

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