Misha

Misha


Capítulo 64

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La magia de las islas hizo su labor, y la mujer que llegó escuálida y hundida dio paso a un cuerpo que apuntaba maneras, donde las curvas comenzaban a tomar posiciones y una nueva energía recorría mis venas.

Salí de la ducha y me sequé, pero la mano que abrió el armario de la habitación no era la mía, era la de la diosa que todas llevamos dentro, y aquella tarde eligió para mí un precioso vestido rojo pasión que se ajustó a mis recién estrenadas formas como un guante de cirujano. En los pies una sandalias tan rojas como el vestido, y el pelo recogido en un desenfadado moño que quitaba el sentido. La imagen que me devolvió el espejo era la imagen de la esperanza, de la pasión, del deseo… Todo eso provocaba Misha en mi cuerpo. Retoqué mis labios y mis ojos, me puse perfume en el cuello y, con un precioso bolso de Desigual colgando de mi hombro, salí de nuestra suite dispuesta a dejar con la boca abierta al ruso que me tiene enamorada, sin tener ni la más remota idea de que la cafetería del hotel se convertiría aquella tarde en auténtico campo de batalla, donde las espadas se iban a blandir por mí, donde mi caballero andante delimitaría su territorio de una vez por todas, poniendo en práctica todas las estrategias rusas habidas y por haber… ¡Oh, Señor, los rusos llevan la guerra en la sangre!

Al salir del ascensor me encontré de frente con un hombre moreno, de nariz recta, que clavó en mi cuerpo su mirada más intensa, provocando que los colores subiesen hasta mi cara. Su brazo detuvo mi avance y una gran sonrisa apareció en sus labios.

–Cristina… parece usted salida de un auténtico cuento de hadas.

–¡Oh, gracias! –Arrugué el ceño–. Perdone, pero… no recuerdo…

–Bruno, el médico del hotel –dijo, tendiéndome su mano.

–¡Oh, claro, doctor, discúlpeme! Ha pasado mucho tiempo desde entonces y… ya no es usted emperador, siento que le hayan degradado.

La carcajada que salió por su boca inundó la recepción del hotel y llegó hasta la barra de la cafetería en donde mi querido ruso me estaba esperando. En cuanto se giró y nos vio, su energía atravesó el aire que nos separaba y me dio de lleno. Por encima del hombro del emperador, le vi acercarse sigilosamente y con una mirada que no presagiaba nada bueno.

–No sabía que estaba usted aquí –dijo el médico, sin soltar mi mano–. Acabo de reincorporarme de las vacaciones y… ha sido toda una sorpresa. ¿Puedo invitarla a tomar algo?

–¿Doctor?

La voz de Misha inundó el espacio que nos rodeaba, y si bien en mi cuerpo provocó auténtica magia, su impacto fue muy distinto en el galeno. Sus ojos se cerraron y su mandíbula se contrajo, mientras su mano soltaba la mía y se giraba hacia mi querido zar, forzando una cálida sonrisa ¡Nada qué ver con la seriedad de Misha!

–Señor Angelowsky –dijo, estrechando su mano–. Me alegro de verle, aunque… si le soy sincero, no tanto como a su novia.

¡Ay, Dios, aquello era una bofetada en plena cara, y a mi querido ruso le hacía falta mucho menos para presentar batalla!

–Mi mujer, si no le importa –dijo con total convicción, rodeando mi cintura con su brazo.

–¡Oh, vaya, no sabía que se habían casado! ¡Es extraño, esas noticias suelen correr como la pólvora!

–Íbamos a tomar algo, doctor, pero supongo que tendrá usted otros compromisos que atender.

–Ninguno más apetecible que poder disfrutar de la compañía de su… esposa.

Como diría MAM, ¡Por los clavos de Cristo! Misha estaba haciendo auténticos esfuerzos por controlar su rabia, todo en su cuerpo me lo decía, pero la cortesía rusa tomó el mando y dirigió nuestros pasos hacia una mesa, donde mi camarero sonriente puso ante mis ojos un delicioso café que hizo las delicias de la antepasada colombiana que llevo dentro, diga mi madre lo que diga.

–Está usted preciosa, Cristina –dijo con toda naturalidad y su delicado acento italiano, haciendo contraer aún más la mandíbula de Misha.

–Gracias, y gracias por lo que hizo por mí… la otra vez. Fue usted muy amable.

–¡Oh, no se merecen, es mi trabajo! Aunque tengo que reconocer que pocas veces se encuentra uno con una paciente tan deliciosa. –Mi corazón me dijo que allí iba a pasar algo–. Es usted una mujer muy valiente, la admiro profundamente, y sentí mucho no poder despedirme cuando se fue.

Aquel médico no conocía la energía rusa en plena ebullición, si no echaría el freno. Yo la sentía en cada poro de mi piel, en cada célula de mi cuerpo, preguntándome en qué momento tomaría el mando y saltaría sobre la mesa para despellejarle.

–Dígame, Bruno: ¿tiene familia aquí? –Intenté desviar la atención sobre mí.

–No, me temo que aún no he encontrado a la mujer perfecta.

–Las mujeres perfectas no existen, doctor –dije con una pequeña sonrisa.

–¡Oh, sí, sí existen, tengo a una ante mí!

–En eso estamos totalmente de acuerdo –sentenció Misha, mirándole fijamente.

Aquel hombre no se cortaba ni un pelo, y yo tenía la sensación de que en cualquier momento comenzaría un cuerpo a cuerpo. Me dije que no pintaba nada en medio de aquella guerra, que aquello tenían que solucionarlo ellos, así que busqué refugio en una trinchera. El cuarto de baño de señoras fue el lugar perfecto. Me fumé dos cigarrillos lentamente, me retoqué los ojos y los labios, y dejé que el tiempo pasara y terminara la contienda. Cuando me pareció que ya no se oía el ruido de los sables, regresé a la mesa, donde encontré a Misha solo y, aunque me entraron unas ganas terribles de preguntarle dónde había escondido el cadáver, me mordí la lengua, porque en las escuelas españolas también nos enseñan a tenerla quieta.

Me tomó de la mano y subimos a un coche que nos esperaba ante las grandes puertas giratorias del hotel y, a pesar de mi nefasto sentido de la orientación, reconocí el camino, porque hay recorridos que nunca se olvidan, se quedan grabados en el corazón eternamente.

–Señor Conde –dijo mi ruso al teléfono–. ¿Qué contrato tenemos con el médico del hotel?

–Misha…

Mi boca se abrió y mis ojos le buscaron. La sonrisa de sus labios me puso nerviosa al momento, mientras el conductor nos miraba con curiosidad por el espejo retrovisor.

–Bien, tenemos que revisarlo. Creo sinceramente que sus habilidades están desperdiciadas aquí, quizá deberíamos buscarle otro puesto…

–Pero Misha…

Mis ojos estaban a punto de salírseme de las órbitas.

–Bien, vaya pensando en ello, luego hablaremos.

–¿Estás haciendo lo que creo que estás haciendo?

–Estoy haciendo lo que tengo que hacer.

–¿Le vas a despedir?

–No, le voy a reubicar.

–¿Pero por qué?

–Porque prefiero tenerle lejos.

–¿Pero estás hablando en serio?

–Totalmente, cariño.

–Pero eso no es necesario, Misha.

–¡Oh, sí lo es, te lo aseguro, está colado por ti!

–Pero… pero a mí no me interesa, y tú lo sabes.

–Lo sé.

–¿Es que no confías en mí?

–Confío en ti plenamente, en quien no confío es en él.

–Pero…

–Silvio. –dijo, mirando al chófer con una sonrisa traviesa en los labios–. ¿Estás casado, verdad?

–Sí, señor, quince años llevamos.

–Necesito que me ayudes a explicarle algo a mi mujer. Si tú supieses o sospechases que el doctor Bruno Porral intentaba cortejar a tu mujer… ¿Qué harías?

La sonrisa del conductor se congeló en su boca. Sus ojos nos miraban por el espejo retrovisor. Tuve que sujetar mi lengua para no gritarle que mirase a la carretera.

–Pues creo que intentaría llevármela lo más lejos posible, señor, y si no, la encerraría en casa bajo siete llaves.

–¡Ay, Dios! ¡La era de las cavernas aún no se ha extinguido! –exclamé, Misha estalló en carcajadas incontrolables–. No te rías, Mijaíl, no te rías. ¿Pero qué clase de confianza tenéis vosotros en las mujeres?

–¡Oh, no, señora, yo confío en mi mujer plenamente! –dijo el conductor muy serio–. En quien no confío es en él. ¡Usted no se imagina lo que esos hombres son capaces de hacer para conseguir a la mujer que les gusta, no se arredran ante nada, se lo aseguro, ante nada!

–Pero cuando dices “esos hombres”, ¿a qué te refieres? ¿Pertenece a alguna secta, o algo así?

Creo que nunca en la vida habían oído un chiste tan bueno, sus risas me rodearon haciéndome sentir fatal, como excluida del grupo. ¡Esos extraños códigos entre los hombres no los comprenderé nunca!

–Cariño… –dijo Misha, tomándome entre sus brazos, mientras el chófer no dejaba de reír–. Es italiano.

–¿Y?

–Nena… a los italianos les hierve la sangre en las venas cuando se enamoran. No paran hasta conseguir a la mujer que quieren, y te aseguro que él se ha enamorado de ti. Tengo que enviarle lejos, porque amenazarle con el despido no sirvió absolutamente de nada.

–¿Y adónde vas a mandarle?

–Lejos, muy, muy lejos.

–¿No irás a enviarle a Siberia?

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A aquella cueva sólo le faltaba una placa de acero que dijese: “Prohibido entrar. Propiedad privada”.

Una manta sobre el suelo, una botella de whisky, un cuenco lleno de fresas, y una cajita pequeña, y dentro una preciosa pulsera de corazones, de diferentes colores y que brillaban tanto, que di por sentado era buena. ¡Mi querido zar, siempre queriendo dármelo todo, poner el mundo a mis pies, hasta la luna me traería si se la pidiera!

–¡Oh, Misha, qué maravilla! –suspiré, cuando colocó la pulsera alrededor de mi muñeca–. ¿Por qué me haces regalos tan caros? ¡Yo sólo te he regalado una piedra y un poco de tierra!

Naturalmente, ya debería saber que mis protestas serían acalladas por sus labios, pero siempre se me olvida. Me perdí en ellos, mientras sus manos comenzaban a desnudarme con prisa ¡Sabía que aquel vestido me duraría poco sobre el cuerpo, tenía un color muy atrayente!

–¿Te gustaría concebir aquí a Iván, mi vida? –preguntó, dejándome completamente desnuda sobre la manta y recorriendo mi cuerpo con ojos que echaban fuego.

–¿Has avisado ya a los chicos?

–Están avisados y listos para actuar, sólo esperan la orden de avance.

Mi risa fue la orden de avance perfecta. Mi querido zar dejó sobre mi cuerpo todas las caricias que había en el suyo, como si el mundo se fuese a terminar al día siguiente. Deshizo mi perfecto moño con sus manos, enredando los dedos en mi pelo, convirtiéndolo en rizos nuevamente.

–Me encanta tu pelo.

Acaricié su pecho con las manos, enredando también mis dedos en su vello y entonces lo sentí, el olor de mi hija en su pecho. Cerré los ojos y aspiré profundamente su aroma, dejándome embriagar por los recuerdos.

–¡Eh, eh! ¿Qué pasa, mi amor, por qué lloras?

–Misha… la niña olía a ti, y tú hueles a ella… puedo olerla en tu pecho –Hundí la nariz en su vello–.

Lo siento, Misha, lo siento, pero es que… nunca podré olvidarla… lo siento…

–No tienes por qué sentirlo –dijo, tomando mi cara en su mano–. Y no tienes que olvidarla, yo tampoco podré hacerlo, y no quiero hacerlo. Forma parte de nosotros, como nosotros formamos parte de ella. Y no quiero que escondas tu dolor, como no quiero que escondas tu risa, todo ello forma parte de ti, y por eso te quiero.

No hay palabras más hermosas que las que mi querido zar encuentra siempre para mí, sólo él es capaz de dar con ellas, siempre precisas, siempre perfectas. Y, mientras las lágrimas caían lentamente por mis sienes, mis manos le atrajeron hacia mi cuerpo, completamente loco de deseo, pero cuando se quedó quieto, mirándome con una dulzura infinita, me sentí desesperar.

–¡No irás a contenerte ahora, eh, porque yo ya estoy bien, físicamente bien y…!

–Lo sé, mi vida, lo sé, estás impresionante. –Su mano se perdió en mi sexo, recorriéndolo lentamente–.

Sólo que me gusta saborearte cuando estás tan ansiosa, pero no me contendré, tranquila.

La humedad de mi sexo le hizo gemir en mi boca con suspiros que me supieron a cielo. Sus dedos me recorrieron entera, regalándome las caricias que nunca me regalaron otros dedos. Sentí que en aquella cueva, en donde las reminiscencias del pasado seguramente aún estaban impresas, me convertía de nuevo en mujer, me convertía una vez más en hembra, salida de mi tierra asturiana, entregada al placer en los brazos de un hombre venido de la lejana Rusia para liberarme de las cadenas… ¡No, mi vida no es una vida cualquiera!

–Misha… Misha… no me tortures, por favor…

Cuando su miembro entró en mi cuerpo, llenándome con la suavidad y el calor con que siempre me llena, me dejé arrastrar por el orgasmo que me atravesó.

–Así que hoy es uno de esos días… –susurró en mi oído, tomando mis entrañas más y más adentro, recibiendo los gemidos que salían por mi boca sin orden ni concierto–. ¡Oh, Dios! Me encanta cuando te corres así, Cris… eres perfecta para mí… eres perfecta.

Aquella tarde recuperamos todo el sexo perdido. Por momentos llegué a sentirme mareada. Lo que Misha provoca en mi cuerpo no es normal, entre sus brazos pierdo la noción del espacio y del tiempo, descubro nuevos lugares, porque él hace nacer en mí nuevos sentimientos, nuevos mundos en los que cobijarme, nuevos jardines en los que perderme, nuevas luces en las que recrearme, nuevas vidas, nuevos amaneceres. Cuando ya creía que me desmayaría, me tomó en su regazo, como a una niña, llevando hasta mi boca las fresas más deliciosas que haya probado en mi vida. Mi querido zar alimentaba mi cuerpo y mi mente, mi corazón y mi alma… toda mi vida… regalándome los mejores momentos, las más dulces caricias.

–Así tuve a la niña en mis brazos, Cris –dijo en susurros, mirándome con sus insondables ojos negros–.

Así, en el hueco de mi brazo, sintiendo aún el calor que emanaba de su pequeño cuerpo… sus labios tenían el color de las fresas, igual que lo tienen los tuyos… y su pelo era como tu pelo, aún puedo sentirlo en mis dedos cuando acaricio el tuyo… y su olor también está en ti, mi amor, cada vez que te huelo, la huelo a ella, a mi niña… tan deliciosa como su madre, tan dulce, tan pura, tan perfecta…

Por primera vez desde que la perdimos, pude darle a Misha mi consuelo. Recogí en mis dedos las lágrimas que habían estado retenidas tras enormes murallas, lágrimas de tristeza, de frustración, de impotencia, de miedo… lágrimas que se quedarán en mi corazón y en mi alma como lo que son, el más preciado tesoro que Misha tiene dentro, el amor de su corazón, un amor eterno.

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