Misha

Misha


Capítulo 3

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Las turbulencias comenzaron a mitad del vuelo, mientras yo dormía tan tranquila. En uno de aquellos vaivenes, una exclamación de pánico surgió de las gargantas de mis compañeros de travesía. Abrí los ojos asombrada, espoleando hasta límites impensables mi adrenalina. ¡¿Pero por qué aquellos viajes me estaban reservados a mí?! ¡¿Acaso no había en la tierra más seres cuya vida desestabilizar?! Lo único que me tranquilizaba un poco era saber que permanecía cerrado el hueco de las mascarillas, y la profunda tranquilidad en la cara de Misha. No pude evitar pensar en mis “amigos”, y en cómo se llamaría el comandante del avión, claro. Cada vez que una de las asistentes de vuelo, ajena a los terribles traqueteos del aparato, pasaba a mi lado, tenía que sujetar mi mano para no agarrarla y preguntárselo, pero, como mi curiosidad va a peor con los años, en cuanto aquello se estabilizó un poco y pude salir de mi confinamiento para ir al baño, me lancé sobre la primera que encontré y la sometí a un tercer grado:

Sí, señora, es el comandante Daniels, un magnífico piloto, puede estar tranquila ”. Recordé su mano temblorosa saliendo por la pequeña ventanilla, y la exhalación de humo y alivio que emanó de su boca en el otro viaje a las islas. Regresé a mi asiento no sin cierta dificultad, porque mis piernas, al igual que en aquella ocasión, se convirtieron en mantequilla.

–Misha –susurré. Me senté a su lado y me abracé con contundencia a su brazo, provocando en sus labios una sonrisa–. Escribiré el libro… ¡Siempre y cuando lleguemos vivos a Santiago!

La idea de convertir mis vivencias en un libro no era mía, sino de los dos hombres que sin saberlo dirigían mi vida. El primero de ellos era Patricio, mi psicólogo, esa eminencia a cuya consulta Paula me había arrastrado una tarde de invierno, y que encontró para mí todas las respuestas que mi atormentada mente no discernía. Él fue quien me aconsejó poner en palabras mis miedos, mis recuerdos, mis angustias, para evitar que anidasen dentro y se convirtiesen en auténticas cargas explosivas. Sus palabras llevaron mis dedos al teclado, donde dejé constancia de lo que había sido mi existencia, rodeada de unas cadenas que no merecía. Y el segundo de ellos era, naturalmente, Misha, quien en pleno maratón sexual fue capaz de entretejer como el mejor ebanista. Sus palabras regresaron a mi mente provocándome una tierna sonrisa…: “Deberías escribir sobre ello, compartir con otros tus experiencias, ponerlas encima de la mesa y darles voz y nombre, quizá así les pierdas el miedo”…

Mi querido zar no es hombre de muchas palabras, pero siempre utiliza las precisas, él nunca dice palabras vacías. Aquella noche en la piscina redonda, rodeados de estrellas, de agua, de viento y de la magia de las islas, mi querido zar le puso de nuevo alas a mi vida… las que otro hombre, mi marido, me cortó de un tajo, sin anestesia, en carne viva. “Escribir un libro” Ya sólo me faltaba plantar un árbol y tener un hijo para estar en paz con la vida.

Hay momentos en que todo sale mal sin que uno sepa el porqué, y otros en que todo sale bien sin que uno se pregunte el porqué. Aquel, afortunadamente, fue uno de los segundos, y el avión aterrizó en Santiago sin ningún contratiempo más. La decisión de escribir el libro se asentó definitivamente en mi mente en el mismo instante en que las ruedas del tren de aterrizaje se quedaron quietas, mientras un profundo suspiro salía por mi boca y moría en la de mi querido ruso, que me miraba divertido… ¡Esa capacidad que tiene Misha para no sentir nunca miedo a veces me da miedo!

Las puertas del avión se abrieron y nos recibió al otro lado la fría noche compostelana, una noche fresca, muy fresca, tan fresca… que comencé a tiritar en cuanto bajé las escalerillas.

Nuestra primera noche en mi castillo estuvo teñida de risas, esa que Misha no puede contener cuando, sin pretenderlo, me comporto como una niña. Tan pronto crucé la puerta me lancé hacia el armario para ponerme todas las prendas que aparecían ante mi vista: camisetas, pijamas, batas…, y no me puse el abrigo porque no lo veía.

–Pero Cris, ¿qué haces? –preguntó divertido, mirando asombrado cómo me ponía los calcetines.

–¡Esto no puede ser, Misha! –exclamé, sintiendo cómo los dientes me castañeteaban–. ¡Volver a Santiago después de las islas debe de ser como… ir a Siberia!

–Pero cariño –dijo, desnudándose como si nada–, ya he puesto la calefacción.

–Date prisa, te vas a congelar –abrí la cama, metiéndome a toda velocidad–. ¡Ay, Dios, todo está frío!

Me tapé con el edredón nórdico hasta la barbilla y le miré con sorpresa. Mi querido zar se quitó la ropa despacio, muy despacio, primero la camisa, luego el pantalón y por último los bóxers, quedando completamente desnudo ante mis ojos. ¡Aquello era un completo espectáculo de hombría!

–¡Ay, Misha, Misha! –susurré, observando su erección–. ¡Ni el frío puede contigo!

Entró en la cama y me pegué a su cuerpo… ¡Aquello era una catalítica!... Ni un minuto había pasado cuando comencé a sentir los calores de toda una vida, allí estaban todos, todos y cada uno de ellos esperando el momento adecuado para ponerme en evidencia ante Misha. Las ropas comenzaron a desaparecer de mi cuerpo a una velocidad suicida, mientras su risa inundaba la noche gallega, llenándola de magia, impregnándola de vida.

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