Misha

Misha


Capítulo 28

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El Matrioska comenzó a dar problemas desde el mismo momento en que abrió sus puertas al público.

Dos semanas llevaba funcionando y raro era el día en que su codirector no se presentaba ante Misha, desesperado. Mi querido zar le escuchaba en silencio y le tranquilizaba y, aunque hablaban en ruso, las miradas de reojo que ambos me dirigían me alertaron de que allí pasaba algo grave, y el modo en que su ceño se fruncía una vez Yuri abandonaba su despacho, y la concentración de sus ojos mirando tras los grandes ventanales, así me lo confirmaron.

Cuando Serguei entró por la puerta hablando también en ruso, la mirada de advertencia que Misha le lanzó al ver cómo clavaba mis ojos vengativos en él, le hizo pasarse al momento al idioma patrio.

–¿Qué pasa esta vez? –preguntó Serguei.

–Le está haciendo la vida imposible, Serguei –dijo Misha concentrado, mirando la ciudad–. No parará hasta quitárselo de encima.

–¡Pues la lleva clara, Yuri no tira la toalla así como así!

–No, pero no me extrañaría que acabara pidiendo una baja. Al paso que va, la depresión le espera a la vuelta de la esquina –dijo, haciéndome reír–. Serguei… he estado pensando que… quizá debería ponerte a ti al mando.

–¡¿A mí?! –Los ojos del ruso degradado se abrieron de par en par–. ¿Te has vuelto loco?

–¿Quién mejor que tú para lidiar con ella? La conoces bien, así que eres el más indicado.

–¿Qué quieres, que nos descuarticemos mutuamente?

La sonrisa en los labios de Misha coincidió con la mía. Al fin mi querido zar me hacía caso y se planteaba mandarle a Siberia, una Siberia llamada Matrioska, en pleno centro de Santiago. Me tapé la boca con la mano, la risa se me escapaba, aquello era una amenaza en toda regla.

–¡Misha, si se trata de una broma, no tiene ninguna gracia!

–¿No te gustaría trabajar con ella en un mano a mano?

–¡Vete al diablo! –exclamó, saliendo del despacho.

–¿Quién es retorcido ahora, Misha? –le pregunté. Me levanté y me abracé a él. –¡Es que esto no puede seguir, Cris, no puede seguir, está desatado! –dijo, frunciendo el ceño y acariciando mis brazos–.

¡Se ha liado con la gobernanta! ¡Ni más ni menos que con la Gobernanta!

–¿Quéeee?

–¡Y no puedo permitirme perderla, Cris, es la mejor que he tenido nunca!

–¡¿Con la gobernanta?! –exclamé.

–Nena, escúchame…

–¡¿Con la gobernanta?! –Estaba fuera de mí–. ¿Pero qué demonios le pasa? ¿Es adicto al sexo, o algo así?

–Cris, Serguei siempre ha sido un… un espíritu libre y…

–¡Libre! ¡Di más bien libertino!

–Cariño…

–¡No puede ir por ahí destrozando la vida de la gente, Misha, no puede! ¡Ya tiene edad para saber que no se puede jugar impunemente con el corazón de las mujeres!

–Lo sé.

–Tienes que hablar con él, Misha, tienes que hacerlo.

–No puedo hacer eso.

–¿Por qué no?

–Cris… porque los hombres no actuamos igual que las mujeres y…

–¡Los hombres sois personas, Misha, como las mujeres! Y si es tu amigo y le quieres, tienes que hacerle ver los errores que él no ve, porque esos errores un día le pueden pasar factura.

–Paula tiene mucha suerte de tenerte, mi vida –dijo, rodeando mi cintura y apretándome contra su cuerpo–. Está bien, hablaré con él, aunque no creo que sirva de nada.

Naturalmente, en cuanto salí de su despacho me fui en busca de la gobernanta, porque lo que no le había dicho a Misha… era que conocía a Sebastiana.

Tenía tres hijos, y los tres habían pasado por mis manos, y con los tres había tenido que llamarla.

Aquellas tutorías en el colegio estuvieron llenas de muchas lágrimas. Sebastiana se derrumbó ante mí y me contó su vida y milagros. Tenía casi cincuenta años, pero unas hechuras que arrasaban, el movimiento de sus caderas atraía todas las miradas, y la lozana Sebastiana tenía, como yo entonces, muy mal ojo para elegir a su compañero de cama. Más de una vez visitó mi clase con un ojo morado, y más de una vez le dije que tenía que denunciarlo. Y, mientras yo tapaba mis horrores, le abría los ojos a los suyos, y Sebastiana, sorprendentemente, me hizo caso. Puso la denuncia, se libró de la lacra que corroía su vida y sus entrañas, y voló libre por los cielos de Santiago… hasta que el ruso de los ojos verdes puso sobre sus caderas su mirada, y Sebastiana volvió a perder las alas.

En cuanto me vio aparecer por la puerta, supo para qué la visitaba, y ante unas tazas de café humeante, Sebastiana recuperó la calma. Mirándose en mis ojos, volvió a ver de nuevo las alas, y hacia ellas se encaminó con sus andares de garza. Claro que su decisión fue conocida con rapidez por el ruso degradado, quien no pudo volver a poner las manos en sus caderas y a por mí se fue en busca de venganza.

Ni veinticuatro horas habían pasado cuando se presentó en casa, con el rostro arrebolado, con la mente desquiciada, con la ira inundando su cuerpo y deseando arrancarme a mí también las alas.

Escondida tras la puerta de la habitación, dejé que mi querido zar tomase las riendas de la negociación y esperé el resultado, diciéndome a mí misma que tenía que aprender ruso de una vez por todas, aquel modo en que se refugiaban en el idioma, dejándome al margen, era desesperante.

–¡Misha, quiero hablar con Cristina! –exclamó Serguei cruzando la puerta.

–¿Por qué? –preguntó Misha preocupado–. ¿Qué ha pasado?

–¿Que qué ha pasado? –Serguei se movió con nerviosismo–. ¡Ha pasado que ha vuelto a hacerlo, Misha, que ha vuelto a entrometerse en mi vida, eso ha pasado!

–¿Qué ha hecho ahora? –preguntó, sirviendo dos copas.

–¡Ha hablado con Sebastiana!

–¿Con la gobernanta? –preguntó, tendiéndole la copa.

–¡Misha, Sebastiana no me ha cruzado la cara de puro milagro!

–Entiendo.

–¡Esto tiene que acabarse, joder, esto tiene que acabarse, porque me va a dar algo!

–En eso estoy de acuerdo, Serguei, esto tiene que acabarse. ¿Y cuándo piensas ponerle freno?

–¡¿Qué?!

–¿Que cuándo piensas echar el freno? ¡Porque esto tiene que acabarse!

–¡No me jodas, Misha, no me jodas! ¡La que se entromete en mi vida es ella!

–No estoy hablando de eso, Serguei, en eso estamos de acuerdo, Cristina no tiene derecho a desbaratar tus planes, por mucho que le molesten. Estoy hablando de ti, de tu comportamiento con las mujeres.

–¡¿Pero qué coño estás diciendo?!

–Nunca me he entrometido en tus asuntos, Serguei, pero creo que, llegados a este punto, alguien tiene que hablarte claro. Y tal y como yo lo veo, tu comportamiento con las mujeres deja mucho que desear, y, la verdad, no lo entiendo.

–¿Mi comporta…? ¡Pero tú me vas a dar lecciones a mí, tú, que te tiraste a medio Moscú!

–No me ataques, Serguei, esto no es una batalla –dijo Misha, sentándose en el sofá, y mirándole muy serio–. ¿Alguna vez me has visto tratar mal a una mujer? ¿Alguna vez me has visto jugar a dos bandas? Lo que hagas con tu vida no es de mi incumbencia, y por eso nunca me he metido, pero en este caso los daños colaterales me afectan, y no puedo permanecer impasible. Paula no merece sufrir más, ni por ti, ni por nadie.

–No le he prometido amor eterno –dijo, tomándose la copa de golpe.

–Pero juegas con ella.

No entendía ni una sola de las palabras que salían por sus labios, salvo los nombres, claro, pero la profundidad de la voz de Misha se me metió dentro. Mis mariposas revolotearon descontroladas, lo que aquel hombre provocaba en mi cuerpo era todo un misterio… ¡Y lo sigue siendo!

–El sufrimiento de Paula no te es ajeno, lo has visto, lo has vivido, lo has sentido, y aun así la atormentas… Y el modo en que trataste a Marbelia en los baños no es aceptable, y no lo entiendo, te he visto noquear a hombres por mucho menos, dejarlos KO de un puñetazo por la mitad de lo que tú hiciste…

–¡Joder, Misha!

–¿Es que quieres acabar convirtiéndote en un hombre como tu padre?

–¡Ese es un golpe bajo!

–Te faltó dar un paso para ser uno de los suyos, para estar de su bando.

–¡Cris te ha comido el coco!

–No desvíes el tema. ¿Qué hemos dicho siempre de los hombres que maltratan a las mujeres, Serguei?...

Que no merecen el aire que respiran, que no merecen abrir los ojos a un nuevo día, que son lo más rastrero, lo más ruin, que no hay hombres más cobardes que ellos sobre la faz de la tierra.

La discusión, o mejor dicho, el monólogo, porque en cuanto Misha comenzó a hablar, Serguei no volvió a abrir la boca, se alargó durante un buen rato. Cuando se marchó de casa, salí de mi escondite, creyendo ingenuamente que el problema estaba resuelto. Pero mi querido zar no deja cabos sueltos, cuando se propone solucionar algo ataca desde varios frentes, acometiendo al enemigo desde ambos flancos, claro que eso era algo que yo entonces aún no sabía, por lo que me pilló totalmente desprevenida.

Abandoné mi escondrijo y le encontré tomándose lentamente una copa mientras observaba concentrado cómo el sol se ponía tras las vías del tren.

–Cristina… –Su voz no fue más que un susurro, pero un susurro que me estremeció–. Quiero que dejes de atormentarle.

–¿Qué?

–He dicho que quiero que dejes de atormentarle.

–Pero Misha…

–Cristina –Clavó en mi cara su mirada más seria–. Quiero que dejes de atormentarle.

–Eso dependerá de cómo se comporte.

Me lancé hacia la cafetera, cuando me miraba de aquella manera conseguía ponerme muy, pero que muy nerviosa. Sentí su calor a mi espalda y el roce de su mano en mi brazo cuando dejó la copa sobre la encimera.

–No –susurró–. Quiero que lo hagas, y quiero que me des tu palabra.

–¡Pero yo no puedo darte mi palabra, Misha! –dije con rabia, sin mirarle, quitando la cafetera de la vitro–. ¡Si veo sufrir a Paula, yo…!

–Paula es una mujer adulta. –Sus manos acariciaron suavemente mis brazos, el calor de su cuerpo a mi espalda me atravesó–. Es una mujer adulta que toma sus propias decisiones, y tú tienes que aceptarlas.

–Pero Misha, yo…

Sus manos acariciaron mi cintura, se metieron bajo mi camiseta y rodearon mi estómago, apretándome contra su cuerpo, duro, caliente, excitado, haciendo que las palabras desapareciesen de mi boca.

–Y debes respetar a Serguei –susurró en mi oído–. Te guste lo que haga, o no.

–Pero Misha…

Sus manos, sus grandes manos subieron hasta mis pechos, tomándolos en sus palmas, acariciándolos, apretándolos, haciéndome estremecer.

–¡Misha! –Acaricié su cabeza–. ¡Oh, Misha!

–Quiero que me des tu palabra… –susurró de nuevo.

Su mano, su gran mano, bajó hasta mi vientre, acariciándolo con una dulzura y una sensualidad que me hizo olvidar dónde estaba. Los gemidos salían de mi boca en tropel, no podía detenerlos, se me escapaban. Acarició mi pubis y metió la mano entre mis piernas… ya dejé de ser yo… ¡Le habría dado mi palabra sobre cualquier cosa que me pidiera!

–Dame tu palabra… –susurró.

–¡Oh, Misha… Misha… si supieses lo poco que vale mi palabra en este momento! –Su risa en mi oído me excitó aún más–. ¡Misha… Misha!

Su mano se metió bajo mi pantalón, acarició mi ropa interior suavemente, hasta colarse por debajo y adentrarse en mi sexo, que le esperaba expectante, excitado, deseoso, impaciente.

–¡Misha!

Sus dedos recorrieron mis labios, acariciaron mi vagina, humedeciéndola. Me sentí explotar en su mano, en su boca, que recorría mi cuello.

–Dame tu palabra…

Su dedo corazón se metió entre mis labios, acariciando mi clítoris y provocándome un placer que me hizo gemir con fuerza. Separó mis piernas con su pie y metió toda su mano en mi sexo, recorriéndolo intensamente, recreándose en cada pliegue. ¡Ya no podía más! Sus dedos comenzaron a masajear suavemente mi clítoris, apretándolo, acercándome a ese paraíso que ha creado especialmente para mi cuerpo.

–¡Misha… Misha!

–Dame tu palabra, igual que me das tu placer, sin condiciones, sin miedo.

–¡Sí… sí… sí…!

–¿Me lo prometes?

–¡Te lo prometo… te lo prometo… te lo prometo!

Me abandoné sobre él, que me sujetó suavemente. Sus dedos me llevaron al firmamento, un intenso orgasmo recorrió mi cuerpo, sentí que volaba, sentí que visitaba otro cielo, ese que mi querido zar ha creado especialmente para mí, sólo para mi cuerpo.

–¡Oh, Misha! –gemí agotada, cuando el orgasmo me abandonó.

–¿Te ha gustado? –preguntó, tomándome en sus brazos y levantándome del suelo, mirándose en mis ojos brillantes y satisfechos–. Me alegro, porque aún no he acabado contigo.

–Pero… ya te he dado mi palabra, ya te lo he prometido… –le dije, sorprendida, cuando me dejó sobre la cama, lentamente.

–No es suficiente –dijo con una sonrisa pícara, quitándome la ropa.

–Pero…

–Verás, mi vida… tienes muchas cualidades pero… un gran defecto… cuando de promesas se trata, eres un poco embustera.

–¿Quéeee?

–Así que… como comprenderás, no voy a conformarme con un “te lo prometo” –Sonrió, bajando por mi cuerpo– Ahora quiero que me lo jures… –susurró, hundiendo la cara en mi sexo.

¡Las promesas hechas bajo coacción no pueden considerarse promesas!... Eso fue lo primero que pensé al día siguiente cuando me desperté y abrí los ojos ¡Así de claras se ven las cosas después de una noche de sueño! Pero mi querido zar, que me conoce mejor de lo que yo pienso, no creía mucho en mis juramentos, y menos en aquel momento en que las hormonas habían tomado el mando de mi mente y de mi cuerpo y me llevaban por extraños derroteros, así que, decidió buscar refuerzos.

–Cris, tengo que hablar contigo, Misha me ha llamado –dijo la pelirroja al otro lado del teléfono.

–¿Te ha llamado? ¿Por qué? ¿Qué pasa?

–Está preocupado por ti. Dice que has emprendido una campaña de acoso y derribo contra Serguei.

Tienes que dejarlo, Cris.

–No quiero.

–Cris –dijo Paula aguantando la risa–. Tienes que dejarle en paz.

–No quiero. Se lo tiene merecido, y yo he tardado muchos años en comprender que a los hombres hay que darles su merecido, Paula, si no ese resentimiento se te queda dentro, se enquista, y no te deja vivir tranquila.

–¡Oh, Cris, cuánto te quiero! –exclamó en medio de una gran carcajada–. Pero vamos a hablar claro, porque no quiero que pierdas tu tiempo con ese picaflor. Yo no estoy enamorada de Serguei.

–Eso ya lo sé, Paula –dije muy seria–. Tú no has vuelto a enamorarte desde que murió Miguel. Pero él no tiene derecho a jugar con tus sentimientos, sean los que sean, ni a humillarte públicamente.

–Yo… creía que no podría volver a enamorarme nunca, Cris, el amor que sentía por Miguel seguía ahí, y aún sigue, ocupando el mismo espacio que cuando él se marchó, pero…

–Pero…

–Pues… hay alguien en la sección de narcóticos que…

–¿Qué?

–Que me mira… como Misha te mira a ti.

–¡Ay, Dios! ¿Es ruso?

–¡No te lo vas a creer, Cris! ¡Es canario!

–¡Oh, Señor!

–Cada vez que habla, me parece escuchar una banda sonora, Cris, la banda sonora de mi vida. Se me eriza la piel y el corazón me bombea descontrolado… como cuando tenía quince años y el Verrugas me metía mano.

Estallé en carcajadas. Nunca hemos comprendido qué extraño poder tenía aquel quinceañero sobre el cuerpo de Paula, pero cada vez que ponía las manos sobre ella, Paula se transformaba, convirtiendo aquella canción de Cinco sentidos tenemos en una completa realidad, porque los de Paula desaparecían de su cuerpo como por arte de magia. Hacía con ella lo que quería… Recuerdo una madrugada que me llamó desesperada…

–Cris, necesito que me hagas un favor… estoy en la gasolinera que está frente al centro comercial…

necesito que me traigas ropa.

–¿Ropa?

– Sí, Cris, ropa, y por favor, date prisa, hace un frío que pela.

La encontré en los baños, únicamente vestida con unas bragas y unas sandalias, temblando de la cabeza a los pies, pero con una mirada divertida que me arrancó una carcajada.

–¡Qué noche, Cris, qué noche! ¡Anda, vamos a desayunar y te lo cuento!

–¡Ay, Paula, Paula, las islas tienen magia!

–Bueno, pues eso, que te olvides de Serguei, ya ha cumplido su función.

–¿Su función? –pregunté, divertida–. ¿Y era, Paula?

–Despertar mi cuerpo a la vida, Cris –dijo, con una risa triste–. Desde que Sergio enfermó, mi vida sexual despareció por completo, la libido se evaporó de mi cuerpo, así que cuando Serguei apareció y la despertó, yo di saltos de alegría. Me sentí viva de nuevo, y eso se lo tengo que agradecer.

–¡No tienes nada qué agradecerle, si tú disfrutaste, él también, no te hizo ningún favor!

–Cris, deja de atormentarle.

–No quiero.

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