Misha

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Capítulo 67

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Cuando llegué al recinto de las piscinas y vi mi elenco de invitados, me dije que no podría haber un grupo más heterogéneo que aquel. ¡No pegaban ni con cola! Pero a pesar de ello, parecían divertirse, charlando animadamente en sus tumbonas. Patricio era el que más desentonaba, claro que a ello contribuía y mucho, el tono de su piel. ¡Lo más blanco que yo había visto nunca!

–¿Te has puesto crema, Patricio? –pregunté preocupada.

–Protección cincuenta –contestó con una sonrisa.

–¿Me puedo bañar? –preguntó Sofía.

–Todavía no. –dijo su madre, mirando el reloj, y echando una visual al grupo que teníamos al lado–.

¡Hay que ver qué silenciosos son los alemanes! ¿Serán así para todo?

La carcajada de mi boca espoleó a la de Patricio, y a ella se unió la de Emma, provocando que Juan levantase la cabeza de su libro y frunciese el ceño mirando a su madre. Una diosa pelirroja hizo acto de presencia en aquel momento en las piscinas, con su impresionante melena ondulando al ritmo de los andares de su cuerpo, cubierto por un precioso vestido verde musgo que quitaba el sentido, y que traía todas las miradas del elenco masculino… y también del femenino. Pero lo mejor estaba en sus ojos, que brillaban con una intensidad que deslumbraba.

–¡Señor, no se puede ser más guapa! –exclamó Emma.

–¡Ni más lista! –dijo Ana, mirándola por encima de sus gafas doradas–. Mi madre le dio clase en quinto, dijo que no la había más avispada en todo el colegio. ¡Es una pena que haya acabado siendo policía!

–¿Tienes algo en contra de los policías? –preguntó Sofía madre, frunciendo el ceño.

–¡Pues sí, estoy casada con uno! –dijo, mirando de reojo a su marido.

–¡Bueno, ya empezamos! –exclamó su mitad, refugiándose en el periódico del día.

–Una vez le llamaron a las cinco de la mañana… –susurró Ana, con la mirada encendida–. ¡Me acordé de toda la familia del que estaba al otro del teléfono, nunca le perdonaré aquella interrupción!

– Han pasado más de diez años, Ana! –exclamó él, levantándose de la tumbona con dificultad, dada su gran barriga, y encaminándose hacia la piscina–. ¡¿Es que no puedes olvidarlo?!

–¿Hay cosas que nunca se olvidan, verdad? –dijo Sofía madre, con una sonrisa divertida.

–¡Nunca, hija, nunca! –exclamó Ana, encendiendo con rabia un cigarrillo.

–¿Me puedo bañar? –preguntó de nuevo Sofía.

–¡Te he dicho que no! –contestó con rabia la que le había dado la vida.

–¡Pau, estás impresionante! –dije con total admiración, cuando se sentó en mi tumbona–. ¡Cómo se nota que estás enamorada!

–¡¿Te has enamorado?! –Sofía madre se incorporó, sentándose en la tumbona y dejando de lado la revista del corazón–. Cuenta, cuenta… “¿Y quién es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ” –canturreó divertida.

–¡Mamá, por favor! –dijo Juan, poniéndose colorado.

–¿Por favor, qué? ¿Es que no puedo cantar?

–Pues sí, he encontrado al hombre de mi vida –dijo con rotundidad la diosa pelirroja, quitándose el vestido y dejando a la vista el espléndido cuerpo que había debajo, cubierto por un precioso bañador verde que realzaba su busto como si hubiese salido del mejor cirujano–. En este momento está visitando a su familia, pero espero poder presentároslo esta noche.

–¿Y cómo es, cómo es? –Patricio ya estaba integrado.

–Pues es… lo más maravilloso que he visto nunca… dentro y fuera de la cama.

–¡Sofía, ve a bañarte! –exclamó la madre.

–¿Pero no dijiste que era pronto?

–¡Que vayas a bañarte, he dicho!

–¡No hay quien te entienda, mami, a ver si te aclaras! –protestó la niña, encaminándose hacia el agua.

–Nunca he conocido a un hombre como él. –dijo Paula, clavando en mi cara su mirada más divertida–.

¡Ni el Verrugas era tan bueno, Cris!

–¿El Verrugas? –preguntó Emma–. ¿Quién es ese?

–¡Un semental, nena, un semental! –dijo Paula, haciéndonos estallar en carcajadas.

Serguei apareció entonces en las piscinas. Se acercó a la barra, pero, al vernos, sus brillantes ojos verdes se clavaron en la diosa pelirroja.

–¡Bueno, el que faltaba! –gruñó Paula.

– No podía faltar, Paula –le susurré suavemente–. Pero espero que no se le ocurra hacer ninguna escenita.

¿Le has hablado clarito?

–No he podido hablarle más clarito, Cris, pero ni te imaginas cómo se puso. ¡Parecía un niño con un berrinche, al borde del llanto! ¡La poca atracción que aún me quedaba hacia él se diluyó al instante!

–Serguei aún tiene que madurar –dije, meneando la cabeza.

–Algunos hombres no maduran nunca –dijo Patricio muy serio–. Yo una vez conocí a uno que…

Se quedó callado cuando sus ojos recalaron en los dos imberbes que nos observaban. Emma y Juan intercambiaron una mirada y estallaron en carcajadas.

–¡Patricio, por Dios! –dijo Paula mirándole asombrada–. ¡Son adolescentes, saben más que todos nosotros juntos, no ves que nacieron con internet!

–Además, todos sabemos que eres gay, Patricio –dijo Sofía madre, encendiendo un cigarrillo.

–¿Pero tú desde cuándo fumas, mamá? –preguntó Juan, asombrado.

–Juan! –exclamó ella–. ¿Qué te he dicho yo siempre, eh, qué te he dicho? ¡Que en una reunión de adultos, tú escuchas, y callas!

–Sigue, Patri, sigue –dijo Paula, con mirada brillante.

–Pues… yo tenía veinte años y él sesenta y…

–¡¿Sesenta?! –exclamó Juan–. Perdón… perdón…

–Pero con sesenta años tenía la mentalidad de un niño de veinte, supongo que por eso nos llevábamos tan bien. Nunca he visto a nadie hacer semejantes locuras, fueron dos años de los más intensos de mi vida…

hice paracaidismo… buceé… hasta me arrastró a escalar una montaña ¡Llegué abajo rodando, naturalmente, lo mío no es la aventura!

–¿Y qué pasó? –preguntó Ana, intrigada.

–Pues… pasó que… su próstata comenzó a dar problemas… y yo… tenía veinte años, necesitaba…

–¡Sexo! –exclamaron Emma y Juan al mismo tiempo.

–¡Buena palabra! –La voz de Serguei nos hizo pegar un respingo.

Su cuerpo no podía estar más en tensión de lo que estaba, y sus ojos no podían brillar más de lo que brillaban, mirando a la mujer que tenía delante, y a la que se comía con la mirada.

–¡Qué guapa estás, Paula!

–Gracias. Será porque estoy enamorada.

La frase le salió con una naturalidad que me dejó anonadada, y así debieron de quedarse los demás, porque nadie dijo nada, el silencio más absoluto ocupó nuestras hamacas. Los ojos de la diosa pelirroja estaban clavados en los del guardaespaldas ruso que había salvado mi pie, pero que no había sido capaz de salvar el que, a partir de entonces, sería el amor imposible de su vida.

–Vaya… ¿Y quién es el afortunado?

–Un canario, un canario que me ha robado el alma. –La mandíbula de Serguei se contrajo, lo que le dio alas a la pelirroja para acabar de rematarlo–. Dice que en mis ojos está el cielo de su tierra… que en mis caderas ha encontrado la cima de sus montañas… que en mi pelo están esas caracolas que le encantan…

¡Y eso por no hablar de todo lo que ve en mi interior, y que para mí se queda, porque no quiero hacerte daño!

–¡Vaya!… ¡Qué considerada!

–¿A que sí?

Serguei no volvió a abrir la boca, se giró sobre sus talones y se perdió tras las puertas de las piscinas, llevándose con él toda mi calma.

–¡Ay, Dios, aquí se masca la tragedia! –exclamé.

–Se masca, se masca. –afirmó con rotundidad Ana.

–¿Qué se masca? –preguntó Sofía, llegando a las tumbonas chorreando agua–. ¿Tenéis chicles?

–¡Tú tranquila! –dijo Paula, dándome un beso en la mejilla y dedicándome su mejor sonrisa–. Este se presentará en mi habitación a la hora de la siesta… que es cuando más le apetece. Le pienso poner los puntos sobre las íes, como nunca nadie se los ha puesto.

–¡Ay, Paula, Paula! –suspiré–. ¡Qué aún recuerdo cuando se los pusiste a aquel empresario! ¡Aquel hombre no volvió a levantar cabeza, cayó en picado!

–¡Aquel tío tenía que caer en picado, Cris! –dijo con rabia la diosa pelirroja–. ¡Porque hay hombres que no merecen más que caer en picado!

–En eso estamos de acuerdo –sentenció Ana.

–Totalmente, Pau. –apostilló Emma–. Y si necesitas refuerzos esta tarde, yo estoy en la habitación de al lado.

–¿Patricio, te encuentras bien? –le preguntó Sofía madre–. Estás muy pálido.

–Sí, sí, es que… cuando os oigo a las mujeres hablar así, me dais miedo.

–¡Virgen Santísima! –exclamó Maruja, llegando a nuestro lado, cargada con una gran bolsa–. ¡Este hotel también es suyo! Cristina, ¿pero cuántos tiene, por el amor de Dios?

–Mejor no preguntes, Maruja –le contestó Paula.

–Buenos días, Maruja. –dijo Patricio–. ¿Ha dormido usted bien?

–Mejor que nunca, gracias –contestó ella con una gran sonrisa–. Esto de que a una se lo den todo hecho es un auténtico regalo.

–Se merece usted unas buenas vacaciones, Maruja, trabaja demasiado.

–Eso es bien cierto, no paro. Además del trabajo fuera de casa, luego están los hijos, que aunque ya viven solos, siempre necesitan algo, y por si eso no fuera suficiente, ahora los nietos. ¡Como si una tuviera veinte manos!

–¡Qué poco reconocido está el trabajo de las mujeres, Maruja! –dijo Patricio, meneando la cabeza–.

Bueno, me voy a dar un baño. ¿Viene usted, Maruja?

–¡Oh, no, gracias, yo no me baño, no sé nadar!

Patricio se levantó de la tumbona, no sin antes dirigirle una mirada picantona a uno de los alemanes, que supo interpretarla a la perfección y tras su osamenta se marchó.

–Bueno… ¿Os habéis dado cuenta, no? –dijo Maruja, sentándose en una hamaca y mirándonos divertida.

–¿De qué? –pregunté.

–¡De qué va a ser!... ¡De que le gusto!

–¿Qué? –Fue lo único que conseguí decir.

–¿No os habéis dado cuenta de cómo me mira y cómo me habla? ¡Le gusto!

Los seis pares de ojos comenzamos a mirarnos, anonadados. Era tal nuestro asombro, que ninguno fue capaz de articular palabra, mientras la buena de Maruja abría su bolsa y comenzaba a sacar de ella todo lo que había llevado, y por su boca las palabras salían en cascada.

–Si es que ya no hay hombres como él, no señor, ya no los hay. Se han perdido las maneras, el respeto, se ha perdido la moral ¡Hoy todo vale! Pero por suerte aún quedan hombres como él, que saben valorar y respetar a una mujer, y hacerla sentir bien, sí señor, él sabe cómo tratar a una mujer, él…

–Maruja, espera, espera –dije, tomando su mano entre mis manos–. Te estás equivocando.

–Sofi, ve a a bañarte –dijo su madre.

–Ahora no me apetece, mamá.

–¿Qué pasa? –preguntó Maruja, sentándose–. ¿No estará casado?

–No… no está casado –dijo Paula, con cara de póker.

–¡Sofía, al agua! –dijo su madre con una voz tan potente que la niña salió disparada.

–¿Entonces?

–Pues… Díselo tú, Cris –Paula me miró, asustada.

–¡Ay, no, no, yo no puedo! –exclamé, soltando su mano.

–¿Pero decirme qué? ¿Está enfermo?

–Maruja –dijo suavemente Emma, levantándose de su tumbona y sentándose a su lado–. ¿No has visto las pajaritas que lleva?

–¿Las pajaritas?

–Sí, las pajaritas.

–Pues sí, las he visto.

–¿Y eso no te dice nada?

–Pues sí… que es un hombre elegante.

–Es gay, Maruja –dijo mi sobrina, echándole el brazo por los hombros, intentando consolarla.

–¿Que es qué?

–Gay.

–¿Es americano?

Emma nos miró esperando encontrar aliadas, pero Paula, Ana, Sofía madre y yo estábamos tan pasmadas que fuimos incapaces de echarle una mano. Por suerte, Juan se sentó al otro lado de Maruja, concentrando su vista en el suelo para no incomodarla ¡Y luego dicen que los jóvenes no son considerados!

–Es homosexual, Maruja… –dijo Juan–, de la otra acera, de los que les gustan los hombres, no las mujeres.

–¡Pero qué estás diciendo, niño! ¡No digas tonterías! ¿Cómo va a gustarle a él eso? Si es un hombre elegante, se le ve a la legua.

–Y la pluma también –siguió Juan, haciendo que Emma estallara en carcajadas.

–¡Bueno, ya está bien de reíros de mí!

–Maruja –dije por fin–. No se están riendo de ti.

–Patricio es lo que llamaban nuestra abuelas… –al fin intervino Ana– un invertido, un sarasa…

¿Comprendes?

–¡Virgen del amor hermoso! –exclamó, escandalizada–. ¡Pero cómo va a ser él eso, mujer… si es psicólogo!

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El primer asalto del ruso degradado tuvo lugar por la tarde. Con puntualidad británica, Serguei se presentó a la hora de la siesta en la puerta de la habitación de Paula. Cuando los nudillos tocaron la puerta, mi amiga cerró los ojos con fuerza, resopló, puso cara de fastidio, meneó con salero su pelirroja cabellera y, levantando la cabeza, se encaminó hacia ella.

–Paula, tengo que hablar contigo –dijo el ruso de ojos verdes, llenos de brillos.

–¿De qué?

–Paula, por favor, necesito hablar contigo.

Paula arrugó el ceño y se hizo a un lado. Él cruzó la puerta con la decisión de quien llega a un territorio esperando tomarlo, pero en cuanto recorrió el pasillo y entró en el cuarto… se paró en seco.

Allí le esperábamos, como una auténtica comisión de bienvenida, un amplio abanico de mujeres, a cada cual más diferente y ofendida. ¡Es curioso cómo nos hacen unir fuerzas las afrentas masculinas!

En la gran cama y reposando sobre los almohadones: Sofía madre y Ana. ¡El gremio une mucho! A los pies: Emma y la pequeña Sofía, quien le miraba asombrada. Yo, apoyada en la puerta de la terraza. Y por último, pero no por ello menos importante, Maruja, sentada en el sillón de la esquina como si de una reina se tratara, no en vano ella había visto crecer a Paula por la urbanización de las Casas rosadas , y no estaba dispuesta a que a su niña le arrancase nadie las alas, y mucho menos aquel pipiolo chulito llegado de tierras lejanas ”.

–¡Vaya! ¡Paula tenía razón! –exclamó Sofía niña–. Te gusta la hora de la siesta. ¿Por qué? ¿Por qué te gusta la siesta? ¡A mí no me gusta nada!

La cara de Serguei era un auténtico espectáculo de sorpresa, de luz y de color. Al brillo que traían sus ojos verdes se unió el sonrosado que cubrió sus mejillas y la rabia que inundó su cuerpo y tensó su mandíbula al sentirse acorralado. Apretó los puños y se giró sobre sus talones, dispuesto a salir de allí cuanto antes. “Una retirada a tiempo es una victoria”, debió de pensar, pero la diosa pelirroja no estaba dispuesta a dejarle marchar así como así, y menos teniendo a semejante escuadrón de asalto dispuesto para ayudarla. Cruzó los brazos sobre el pecho y le cortó el paso, cerrándole la única vía de salida posible… ¡Saltar desde la terraza del ático no era una opción, aunque seguramente el resultado final sería menos doloroso y humillante del que allí le esperaba!

–Tú dirás.

–En otro momento… cuando estés sola.

–¡No, ahora!

–Paula…

–¡Ahora! –Aquellos eran los ojos de una diosa vengadora–. ¿No querías hablar? Pues habla.

–Sí, quiero hablar contigo, pero… a solas…

–¡Vaya, vaya, vaya! –exclamó Maruja, iniciando la descarga–. ¡Así que ahora que la ves en otros brazos, te sale el machito que llevas dentro! ¡Pues es la misma de hace unos meses, cuando le pusiste los cuernos corriendo tras Sebastiana!

Serguei clavó en mi cara su mirada más intensa.

–¡Yo no le he dicho nada! –exclamé, levantando las manos.

–¡Santiago es muy pequeño, hijo, muy pequeño, allí todo se sabe! –siguió Maruja, meneando la cabeza–.

¿Es que no sabes que Sebastiana es madre, que tiene tres hijos, una familia que sacar adelante?

–¡Este qué va a saber! –refunfuñó Sofía madre.

–Y si lo sabe, le importa un pimiento –sentenció Ana.

–¿Y qué, qué piensas hacer ahora para intentar recuperarla? –continuó Maruja, achicando sus ojos–.

¿Atarla a la pata de la cama?

–¡Hala! –exclamó Sofi.

–¡Oh, no, eso nunca lo harías conmigo ¿verdad, Serguei?! –dijo cándidamente Paula.

–Por supuesto que no, Paula –contestó él, muy serio, casi solemne.

–No, claro… –dijo mi amiga, lentamente–. Eso se lo reservabas… a Katia.

La mirada de Paula tenía tanta fuerza, tanto brillo y tanta potencia, que podría haber hecho estallar desde la distancia, las carcasas de fuegos de artificio preparadas ya en la Plaza del Obradoiro para festejar al apóstol Santiago. Temí que el pobre Serguei (en aquel momento me dio pena, no entiendo por qué, esas debilidades que tengo de vez en cuando) comenzase a arder por combustión espontánea. Los colores de su cara daban auténtico pánico.

–¡¿La atabas?! –Casi gritó Sofía niña abriendo los ojos asombrada–. ¡¿Por qué, por qué la atabas, era mala?!

–¡La culpa es de esa novela! –exclamó Maruja, enfadada–. ¡Que les da ideas! ¡Pero cómo pueden gustarle a las mujeres esas cosas! ¡No entiendo por qué os gusta ese libro!... ¡Un cuarto rojo, eso sólo se ha visto en los puticlubs, hombre!

–¡Oh, Señor, la has leído! –exclamó Emma, estallando en carcajadas.

–¡Es mejor que me vaya, Paula! –dijo Serguei, ya desesperado, dando un paso hacia ella.

–¡No te irás de aquí hasta que me digas lo que habías venido a decirme!

–He venido a hablar contigo a solas.

–¡Pero si luego nos lo va a contar! –exclamó Sofía niña–. ¡Dínoslo tú y acabamos antes, que quiero ir a jugar!

–¡Habla de una vez! –Paula achicó los ojos.

–Paula, yo… yo…

–¡¿Qué?! ¡¿Qué?! –Las manos fueron hacia sus caderas y su cara se acercó a la de él, mirándole intensamente–. ¿Qué quieres decirme? ¿Que has metido la pata? ¿Que te has equivocado? ¿Que quieres que te perdone? ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?!

–Sí…

–¡Pues sí, has metido la pata! ¡Sí, te has equivocado! ¡Y no, no voy a perdonarte! ¡¿Por qué?! ¡Porque no me da la gana! ¡¿Alguna otra cosa?!

–Sí… –Serguei decidió utilizar su última baza–. Que te quiero…

–Yo no quiero que me quieran así.

–¡Y digo yo! –exclamó de repente Sofía niña, inclinando la cabeza, y mirando concentrada a Serguei–. Si la quieres, ¿por qué le pusiste cuernos? ¿A ti te gustaría que te los pusieran? ¡A mí me los pusieron una vez, y no me gustaron nada, son horrorosos! –Serguei no pudo evitar mirarla, atónito–. ¡Ya se lo dije a la profe, que no me disfrazaré nunca más de vikingo!

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El segundo asalto del ruso degradado se produjo unas noches más tarde. La noche en la que debería tener lugar mi despedida de soltera… En la que yo debería lucir un ridículo sombrerito y mis acompañantes orejas de conejitas traviesas… En la que deberíamos salir a cenar para contarle al mundo que abandonaba la soltería por segunda vez… En la que deberíamos cogernos una buena melopea y, como colofón final de la fiesta, visitar un “Boys” (¡Señor, nunca he comprendido cómo pueden gustarle a mis congéneres esos hombres que bailan como mujeres, que se desnudan como mujeres, que llevan tanga como las mujeres! Para mí no existe striptease más sexi que los dedos de Misha desabrochando lentamente su camisa mientras sus ojos me miran con deseo ¡Será porque soy un poco rara y mi vida no es una vida cualquiera!)… Pues aquella noche fue la elegida por Serguei para dejar salir a la bestia.

Ajena a lo que se avecinaba, devoré con ansia los manjares que pusieron ante mí. La llegada de mis invitadas me había abierto el apetito, habían traído consigo la alegría de la amistad, de las confidencias compartidas, de las risas. Di buena cuenta de una deliciosa langosta acompañada de una mayonesa que quitaba el sentido, mientras mi querido zar me miraba desde el otro lado de la mesa con la mayor de las sonrisas en sus labios, y en sus ojos todos los brillos.

Fue con la llegada de los cafés cuando el ambiente se volvió enrarecido. En aquel comedor en donde una vez reviví los gritos y los golpes que habían inundado mi pequeño mundo, haciéndolo más y más sombrío, más y más pequeño, apareció la nube negra de la dominación, de las reminiscencias, de los ancestros. Esa nube silenciosa que cubre el cielo de los hombres y toma el mando de sus mentes y de sus cuerpos, convirtiendo cualquier lugar en campo de batalla, convirtiéndolo todo en auténtica guerra. Y es que, con la llegada de los cafés, llegó también… Gael.

Si Serguei era guapo… Gael era guapísimo. Si Serguei era alto… Gael era altísimo. Si Serguei tenía los ojos verdes…Gael tenía unos ojos castaños que quitaban el sentido. Si Serguei tenía el pelo ensortijado… Gael parecía Jesucristo.

Cuando sus labios depositaron en los de Paula el beso más apasionado, el ruso degradado respondió ante aquella visión llevándose la copa a los suyos y vaciándola de golpe. La triste mirada que Misha le dedicó a su amigo me enterneció. Fue entonces cuando lo comprendí: a Serguei las mujeres no le dejaban, él las abandonaba antes sin darles esa opción, y aquella terrible bofetada que la vida le propinaba a su orgullo masculino era algo que le iba a costar encajar. Todo eso me dijeron los ojos de Misha, quien, a partir de aquel momento, no le perdió ni un solo instante de vista.

El sonido de los sables rusos al desenvainarse fue mi particular banda sonora cuando abandonamos el comedor y nos dirigimos hacia al espectáculo nocturno en la zona de las piscinas… ¡Es curiosa la disgregación que se produce en un grupo de personas cuando llegan a un lugar de entretenimiento! ¡Es algo que nunca deja de sorprenderme! Los hombres se posicionaron en la barra: Misha, Juan padre, más conocido como el policía desnudo, el marido de Ana, del que no recuerdo su nombre porque nunca hablaba, y Patricio, quien no podía desentonar más en semejante grupo, hicieron corrillo. Las féminas nos acomodamos en una preciosa mesa que mi camarero sonriente nos tenía preparada y en donde nos atendió como a auténticas zarinas… ¡Fue como si Moisés hubiese llegado con su cayado para separarnos por sexos!... Claro que siempre hay excepciones a la norma… Paula y Gael formaron grupo propio perdiéndose en la pista de baile inundada aquella noche de suaves melodías. Serguei no se integró en ningún grupo, se quedó en las escaleras, con una copa en la mano y observando a los bailarines. Y Emma y Juan se fundieron con las sombras de la noche que nos rodeaban… ¡El primer beso de los quince años estaba a punto de aparecer en sus vidas!

–Aquí va a pasar algo, Cris –dijo Ana, con su mirada clavada en Serguei y frunciendo el ceño.

–Sí –afirmó Maruja, saboreando el café irlandés que pedí para ella–. ¡Ese ya está como una cuba!

¡Caray, qué rico está esto, Cristina!

–¿Por qué los hombres se refugiarán en el alcohol cuando las cosas les van mal? –preguntó Sofía madre–.

Nosotras no lo hacemos.

–No –dijo Ana–. Nosotras bebemos cuando estamos contentas.

–Es por cobardía –sentenció Maruja–. A mi difunto también le pasaba, en cuanto surgía un problema se iba hacia el aparador y sacaba la botella de orujo.

–Mi madre decía que es porque los hombres no conocen otras alternativas –dijo Ana muy seria–. Por eso un año en el colegio puso a toda su clase de octavo… en aquella época los mayores aún estaban en la escuela, a aprender calceta –Estallamos en carcajadas–. No lo digo en broma, lo hizo. Chicos y chicas se pusieron a hacer bufandas a destajo ¡Oye, y más contentos que unas castañuelas! Los compañeros de mi madre estaban alucinados, pero claro… a algunos papis de pelo en pecho aquello no les gustó nada y le armaron un escándalo.

–Y tuvo que dejarlo, claro –suspiré profundamente.

–Pues… oficialmente, sí. –Ana me miró divertida–. Veréis, los chavales organizaron una reunión secreta, le dijeron a mi madre que ellos no se lo contarían a nadie, pero que querían seguir haciendo calceta. Por cierto… ¿Os gustan los diseños de Filarmonia?

–¡Sí, sí, yo conozco a ese! –exclamó Sofía niña–. ¡Hace unas camisetas chulísimas!

–No me digas que era uno de ellos… –quise saber, patidifusa.

–Está en Londres presentando su última colección –dijo Ana con una gran sonrisa de satisfacción–.

Le envió una carta a mi madre, hace muchos años, dándole las gracias por haberle abierto… ¿cómo lo dijo?... ¡Ah, sí! “La mente y el tacto al mundo de los tejidos” ¡Cómo lloró mi madre leyendo aquella carta!

Nuestras confidencias se quedaron en el aire cuando Serguei dejó sobre el borde de una jardinera la copa vacía y se encaminó lentamente hacia la pista de baile, con la mirada vidriosa y la mandíbula contraída.

Nuestros ojos no fueron los únicos que siguieron su movimiento. A su espalda, apareció Misha, como si de un auténtico guardaespaldas se tratara, seguido de las fuerzas del orden que controlan los cuerpos y del hombre que vigila las mentes.

–Cambio de pareja –le dijo a Paula el ruso de ojos verdes con voz pastosa.

–No quiero bailar contigo, Serguei. –Paula le miró muy seria–. Así que déjate de tonterías y deja de beber, o mañana le echarás la culpa de tus actos al alcohol, lo cual es una cobardía.

–¡Quiero hablar contigo, Paula!

–Ya hemos hablado todo lo que teníamos que hablar, no hay más que decir. Ahora lo único que falta es que ese cerebro de mosquito que tienes en la cabeza acepte la realidad de que no quiero estar contigo.

¿Crees que podrá hacerlo, Serguei, o necesita unos años más para asimilarlo?

–¡No me trates como si fuese imbécil! –Su mano fue hacia el brazo de mi amiga, pero nunca llegó a tocarlo, la mano de Gael agarró su muñeca como una auténtica tenaza, paralizándolo.

–Te ha dicho que no, y cuando una mujer dice no, es NO –le dijo la réplica de Jesucristo.

–¡Esto no es asunto tuyo, tío!

–Es mi novia, y por tanto, mi asunto.

Viendo los ojos desorbitados de su amigo, su pecho hiperventilando con fuerza y su cuerpo tan en tensión como si ante él estuviese todo un ejército, Misha decidió tomar cartas en el asunto. Le agarró por un brazo y le apartó de ellos, con la misma facilidad que si se tratase de una pluma. ¡Dios, me puso a cien sólo con aquel movimiento!

–Vamos…

–¡Tengo que hablar con Paula, Misha!

–¡He dicho que vamos! –gruñó, llevándole hasta las escaleras, donde el jefe de seguridad ya le estaba esperando–. ¡Llévale fuera, que se serene un poco!

–¡No soy un crío, Misha!

–¡Pues no te comportes como tal!

Pero cuando la furia toma el mando de los hombres, pocas cosas pueden contenerla. Serguei se convirtió en animal nocturno. Sus movimientos fueron tan rápidos, tan precisos, que no pude seguir la evolución de los mismos en su totalidad, sólo sé que, como un guepardo propio del mismísimo continente africano, voló sobre las escaleras en sentido ascendente y se lanzó hacia la pista de baile. Ni el jefe de seguridad, ni Misha, ni el marido de Ana, ni el policía desnudo, ni el domador de mentes, ni Gael, fueron lo suficientemente rápidos para detener su avance… ¡No así, la mano de Paula, que le estaba esperando!

… El puño de la diosa pelirroja impactó en su mandíbula con una precisión milimétrica, no en vano la conocía bien. En aquel golpe estaba condensada toda su venganza, toda la rabia por las humillaciones soportadas. Le lanzó al suelo como si no fuese más que una marioneta, una marioneta desvencijada, tras lo cual… se miró la mano, comprobó que todos sus dedos se movían con normalidad y, como si nada hubiese pasado, rodeó el cuello de su recién estrenado novio con sus peligrosas manos… ¡Y siguió bailando!

–¡¿Has visto lo que ha pasado, Sofía, lo has visto?! –le preguntó su madre con los ojos como platos–.

¡Toma buena nota de lo que has visto, así es como hay que defenderse de los hombres malos!

–Pero, mami, yo no sé dar esos puñetazos –dijo asustada, la niña de seis años.

–¡¿Y por qué crees que te mando a taekwondo?! ¡Para que aprendas a darlos!

–Pero mujer… –dijo suavemente Maruja–. No le digas eso a la niña ¡Por Dios!

–¡Tiene que aprender a defenderse de esos bárbaros, Maruja, no quiero que el día de mañana sea una más en las noticias de las tres, ¿entiendes?!

–Ahí tiene toda la razón –asintió Ana, enérgicamente.

–Por cierto, Cris –siguió Sofía madre–. Tengo que contarte algo… se trata de tu libro.

–¿Mi libro?

–¡Tengo sed! –exclamó Sofía niña–. ¡Ya sé leer, Cris, pero mi madre no me deja leer tu libro! ¡A Juan siempre le está diciendo que lea, que lea, que lea, pero a mí no me deja leerlo!

–¡Ya te dije que no es para niños! –La madre frunció el ceño–. ¡¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?!

–¡Pero si lo ha escrito Cris!

La niña abrió las manos y frunció el ceño exactamente igual que su madre, mirándonos sorprendida, provocándonos una carcajada que relajó por fin el ambiente ¡Los niños, siempre poniendo cada cosa en su sitio!

–Bueno, pues a lo que iba… tu libro, Cris. Verás, tengo una vecina…

–Se llama Nicolasa –interrumpió Sofi con ojos brillantes.

–¡Sofía! –La madre levantó ante su cara un dedo amenazador–. ¡Prohibido contar el final de la historia hasta que yo te dé permiso! ¿Entendido? –La niña asintió y tragó saliva–. Nicolasa tiene setenta y cinco años. Yo la conozco desde hace veinte, cuando nos fuimos a vivir a ese piso, aún no habíamos tenido a los niños, y en estos veinte años sólo la he visto cinco veces.

–¿Por qué? –preguntó Ana–. ¿Estaba enferma?

–No… ¡Estaba secuestrada!

–¿Secuestrada? –preguntó Maruja, dándole un buen trago a su irlandés.

–¡Una mafia del este, como si lo viera! –exclamó Ana–. Esos cogen mujeres y las tienen trabajando para ellos.

–¿A las ancianas también? –preguntó Maruja, asustada.

–¡EL MARIDO la tenía secuestrada! –dijo Sofía madre, mientras Sofía hija asentía enérgicamente–.

¡El muy cabrón la tenía secuestrada, así como os lo cuento! ¡No la dejaba salir de casa, no la dejaba hablar con nadie, hasta ha habido días… en que ni comer la dejaba!

–¡Ay, Dios! –gimió Ana.

–¡Oye! –dijo Maruja, preocupada–. ¿Esta niña no debería irse a jugar?

–¡De eso nada, que escuche, esto es importante! –dijo Sofía madre, zanjando el tema–. Pero, claro, todo aguante tiene un límite, y Nicolasa llegó al suyo estas Navidades.

–¿Qué pasó, qué pasó? –Maruja ya ni respiraba.

–La primera vez que la vi fue a los dos años de empezar a vivir allí –Sofía madre no estaba dispuesta a contar el final de la historia saltándose capítulos, teniendo como tenía, un público tan entregado–. Aún tenía el pelo rubio y algo de brillo en los labios. La segunda vez fue unas Navidades. La escuché llorando al otro lado de la puerta, pero no conseguí que me dejara entrar. Dijo que no era nada, que sólo estaba cansada. La tercera vez me los crucé en el portal, él la llevaba agarrada, ni siquiera me miró… ¡Señor, había tantos indicios para sospechar de que allí pasaba algo raro… pero las vecinas decían que siempre había sido una mujer extraña y que en los últimos años había empeorado y se había encerrado en casa!...

¡Nunca podré perdonármelo!

–No te atormentes, mujer –dijo Maruja–. Sigue, sigue.

–La cuarta vez que la vi fue estas Navidades, cuando llegó la ambulancia. Dijo que se había caído en la bañera, el marido estaba a su lado, claro, cogiéndole la mano y llorando… ¡Esos cabrones son unos actores consumados!... El día que regresaron del hospital les estuve vigilando; en cuanto él salió, llamé a su puerta, durante media hora estuve llamando, hasta que le grité que, o me abría, o llamaba a la Policía para que echasen la puerta abajo. Tenía un ojo morado, un brazo en cabestrillo y la mirada perdida, me ofrecí a denunciarle por ella, pero no conseguí que me hiciese caso, y entonces… ¡Me acordé de tu libro, acababa de salir al mercado!

–Mi libro…

–¡Quién mejor que una mujer que ha pasado por lo mismo, para hacerle abrir los ojos! Fui a casa a por él y se lo puse en la mano.

Sofía madre respiró profundamente y llamó a mi camarero sonriente, provocando la desesperación de Maruja, que no veía el momento de conocer el desenlace de la historia.

–¿Puedo, mami, puedo? –preguntó la niña, con ojos brillantes.

–Ahora sí.

–¡Se lo cargó! –exclamó Sofi, abriendo los ojos.

–¡¿Quéeee?! –exclamamos.

–¡Que se lo cargó! –repitió la niña, asintiendo enérgicamente.

–¡¿Le mató?! –preguntó atónita, Ana.

–¡Sí, del todo! –sentenció Sofi, con un movimiento de sus pequeñas manos.

–¡Ay, Dios, una mujer asesina! –exclamó Maruja–. ¡Cómo han cambiado los tiempos, eso antes sólo lo hacían los hombres!

–No es asesinato –sentenció Sofía madre, llevándose la copa de coñac a los labios–. Se llama defensa propia, o legítima defensa, que es lo mismo.

–¡Pero le mató! –dijo Maruja.

–Sí. –contestó la niña–. Con el matasueclas.

–¿Con qué? –preguntó Ana, que no salía de su estupor.

–El matasuegras –contestó Maruja–. El rodillo de amasar, mujer.

–¿Se le llama así? –preguntó Ana–. ¿Desde cuándo?

–En mi pueblo siempre se le ha llamado así –aclaró Maruja, terminándose el irlandés.

–¡Ay, Dios! –susurré.

La idea de una avalancha de asesinatos motivada por la salida al mercado de mi libro comenzó a rondar mi mente, desestabilizándome. Cerré los ojos y respiré hondo, hasta que la voz de la experiencia acudió en mi ayuda.

–¡Schch! ¡Schch! ¡Schch! –chasqueó la lengua Maruja, mirándome con el ceño fruncido, cogiendo un cigarrillo ante nuestras caras asombradas y encendiéndolo con pericia–. No empieces a pensar cosas raras, ¿eh, Cristina? Aquí cada una es dueña de su vida y de sus actos… ¡Un cabrón menos!

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