Misha

Misha


Capítulo 33

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Una bocanada de aire caliente me dio en la cara cuando crucé la puerta de mi castillo. No me sorprendió oír a Misha en la ducha, porque el calor de mi casa en verano es algo que no tiene explicación científica.

Por primera vez deseé que las obras en la mansión terminasen cuanto antes, pero… cuando entré en la habitación y me encontré su maleta a los pies de la cama, sobre ella su ropa interior y una camisa, y uno de sus trajes colgando de una percha, el corazón me dio un vuelco.

–¿Misha, qué pasa? –pregunté al verle entrar con la toalla enrollada en la cintura.

–Tengo que irme de viaje, Cris.

–¿De viaje? ¿Adónde?

–A Rusia.

–¿A Rusia? –Me senté de golpe en la cama–. ¿Por qué, qué ha pasado?

–Tengo asuntos que arreglar allí –Se quitó la toalla y comenzó a vestirse.

–¿Pero así, de improviso? ¿Le ha pasado algo a Nadia?

Se abrochó lentamente la camisa, sin contestarme, la metió en los pantalones y se puso los zapatos, con unos movimientos tan lentos y precisos que sentí que todo estaba ocurriendo a cámara lenta, a cámara lenta y sin sonido.

–No vas a convencerla porque te presentes allí… ¿Lo sabes, verdad?... Voy contigo.

–No.

Su voz no fue más que un susurro, pero su firmeza me exasperó al momento. Toda mi adrenalina se alteró de repente, mientras le veía coger la corbata del armario y ponérsela ante el espejo, con toda la calma.

–¿Cómo que no?

–No quiero que vengas.

–¡¿No quieres que vaya?!

Mis ojos estaban a punto de salírseme de las órbitas, pero lo que más me exasperaba era que ni siquiera me miraba.

–¿Por qué?... ¿Por qué no quieres que vaya?

–Porque esto debo hacerlo solo.

Cogió la chaqueta y con ella en la mano se fue al salón. Me quedé allí sentada, a los pies de la cama, dándole tiempo a mis neuronas a que reaccionasen, se habían quedado tan ojipláticas como yo. Pero en cuanto se pusieron en funcionamiento ¡A por él me fui!

–¡Misha! –Entré en el salón como un auténtico torbellino–. ¿A qué viene esto? ¡Quiero que me des una explicación!

–Cristina. –Se acercó lentamente y por fin me miró, acariciando suavemente mis brazos–. Tengo que ir a Moscú, es importante, tengo que ir y tú no vas a venir conmigo. Necesito que lo entiendas y lo aceptes.

–Pero…

Se giró y se fue en busca de la cafetera, como si nada. Estuve a punto de saltar sobre su espalda y aporrearla como si fuese una puerta ¡El ser que habitaba allí dentro no me escuchaba!

–¡Pues no, no lo acepto y no lo entiendo! –exclamé–. ¡Quiero ir contigo, Misha!

–No.

–¡Iré contigo, Misha!

–No, Cristina, no vendrás, esto es asunto mío y tú te quedarás aquí.

–¡Iré!

–No.

–¡Iré, Misha, quieras tú o no quieras! –Me lancé a la habitación y abrí el armario, sacando mi maleta.

–Tú no vendrás –dijo con toda la calma, apareciendo a mi espalda y quitándomela de las manos–. Tú no vendrás, Cris.

–¡¿Pero por qué?!

–Porque tengo que ir solo.

–¡Pero dime por qué!

–Ya te lo he dicho. Tengo asuntos que resolver allí.

–Pero Misha… Dime qué pasa, por favor, dime qué pasa…

Los ojos se me inundaron de lágrimas. Tomó mi cara entre sus manos y dejó sobre mis labios un suave beso, mientras sus dedos la acariciaban. Sentí sus caricias en mis mejillas y sentí mis lágrimas, las primeras cesaron, las segundas parecían una riada. Y así, con la cara surcada de lágrimas me dejó en la habitación, gimiendo descontrolada, hasta que el timbre del telefonillo activó las hormonas de mi rebeldía, que tomaron el mando de mi cuerpo y de mi alma, y hacia él me fui con la escopeta cargada de mis palabras.

–¡No me digas más! –exclamé iracunda–. ¡Tu amigo te ha pegado las ansias de libertad y habéis decidido daros un garbeo por Moscú, recordar viejos tiempos y de paso… liberar ciertas ansias que no quieres liberar conmigo!

–Cristina…

–¡Oh, claro, Anastasia está en Moscú, y ella no está embarazada! –grité, levantando las manos con desesperación–. ¡Y seguramente ya está esperando a su don Juan!

–No voy a ver a Anastasia.

–¡Quiero ir contigo, Misha!

–No.

–¡Misha!

–He dicho que no.

Mi querido zar no me pidió que le acompañase al aeropuerto, seguramente para evitar una nueva escena o para impedir que me colase en alguna maleta, aunque de habérmelo pedido tampoco habría podido hacerlo porque la rabia que invadía mi cuerpo sólo era comparable a la desesperación que sentía porque se alejase de mi lado. ¡¿Pero cómo podía irse de aquella manera y abandonarme en semejantes circunstancias?! Cuando la puerta se cerró, me lancé sobre la cama, liberando todo el dolor, todo el desconcierto, todas las lágrimas. Aquella primera noche que no pasé entre sus brazos, hizo una pequeña incursión al otro lado de la línea telefónica, intentando tranquilizarme y hacerse perdonar… ¿Pero cómo perdonar algo que no se comprende? Para perdonar hay que comprender, y para comprender, hay que saber.

–¿Cómo estás, mi vida?

–Sola.

–Te echo de menos, cielo.

–Ya, por eso no me has permitido acompañarte.

–Es mejor así, te lo aseguro.

–Esto que has hecho no te lo perdonaré, Misha, que me hayas apartado de tu vida de esta manera y en este momento… es algo que no podré perdonarte, y quiero que lo sepas.

–Te aseguro que es mejor así, cariño.

–¿Mejor para quién? En una pareja las decisiones son consensuadas, no impuestas, y yo no soy un soldado al que le puedas dar órdenes, Misha, soy la mujer que comparte tu vida, y como tal debo de compartirla, sin secretos. ¿Acaso no hablamos de que la sinceridad es la base de una relación? ¿Ya se te ha olvidado?

–No se me ha olvidado, cielo.

–Pues lo parece.

–Cris, por favor, necesito que lo comprendas.

–No puedo comprenderlo porque no lo entiendo. Carlos también tomaba decisiones unilaterales, Misha, él también mandaba, él también ordenaba…

–Yo no soy Carlos, Cristina, y lo sabes.

–¡Entonces, no te comportes como él!

Colgué con rabia. Esa noche no volvió a llamar.

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