Misha

Misha


Capítulo 47

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Recibí en el hospital todas las visitas que esperaba recibir, las de quienes me quieren y se preocupan por mí, y entre ellas no estaba mi madre. Me pregunté qué extraño corazón latía en su pecho para que no sintiese ni un amago de tristeza por su hija…, yo, a la mía, con sólo sentirla dentro de mi cuerpo… con sólo haberla tenido en los brazos una vez… la querré eternamente. Pero a falta de una madre, la vida me había regalado a Misha. Alguien de por allá arriba sabía que sólo un hombre como él estaría a la altura.

No se separó de la cabecera de mi cama, ni de noche ni de día, y en los escasos momentos en que iba a casa a ducharse y cambiarse de ropa, mi querida Paula tomaba el relevo. Entre nosotras sobraban las palabras, nadie como ella para comprender el dolor que atenazaba mi mente, mi corazón y mi cuerpo.

Con una simple mirada podíamos reconocer el sentimiento que nos invadía, era el mismo desgarro, el mismo tormento.

Abandoné el hospital sin mi hija en los brazos. Mi princesa, mi preciosa niña ya no estaba, ni en mis brazos, ni en mi vientre. Me tendí sobre la cama de mi castillo, ni aunque viviera un millón de años podría encontrar con qué llenar aquel vacío. En mi vientre, antes inundado de patadas llenas de vida, sólo quedaban las molestias del legrado que me habían hecho. Mis ojos se abrían porque tenían que abrirse, mis pulmones respiraban porque estaban diseñados para ello, pero el vacío que invadía mi cuerpo sólo era comparable al tormento que inundaba mi mente, una mente que, si ya de por sí es delicada, en aquel momento estaba como un barco a la deriva, sacudida por la más terrible de las tormentas, empujada por feroces vientos y zarandeada por olas de muchos, muchos metros.

Mi mundo, mi pequeño mundo, ese que debería estar lleno de alegría porque los pequeños mundos deben estar llenos de cosas buenas, estaba tomado por la más densa niebla, una bruma que todo lo cubría haciendo que mi castillo se pareciese más a una fortaleza… En donde las hordas de la tristeza habían tomado posiciones y se negaban a abandonar sus puestos… En donde mi habitación, convertida en mazmorra, había transformado las nubes de algodón que siempre inundaban mi cama en llamaradas de locura que todo lo arrasaban… Y en esa mazmorra recién descubierta, en donde yo lamía mis heridas, sintiéndome más cautiva que nunca… un zar ruso se paseaba como alma en pena… caminando silencioso, temeroso de despertar a los dragones que amenazaban mi cabeza… y con los ojos inundados de la más profunda tristeza.

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