Misery

Misery


I - Annie » 34

Página 37 de 128

34

Casi se desmayó en el viaje más terrorífico que jamás había emprendido, afrontando un terror lleno de un profundo y cobarde sentimiento de culpa. Recordó de repente el único episodio de su vida que guardaba una remota semejanza con aquella situación por su desesperada condición emotiva. Tenía doce años. Ocurrió durante unas vacaciones de verano. Su padre estaba trabajando y su madre había ido con la vecina, la señora Kasbrak, a pasar el día en Boston. Él tenía un paquete de cigarrillos y había encendido uno. Fumaba con entusiasmo sintiéndose a la vez enfermo y feliz, como imaginaba que debían de sentirse los ladrones cuando asaltaban un banco. A mitad del cigarrillo, con la habitación llena de humo, oyó que su madre abría la puerta. «Paulie, soy yo, olvidé mi cartera», dijo. Había empezado a dar manotazos desesperados en el aire, sabiendo que no serviría de nada, seguro de que le habían descubierto y convencido de que le castigarían.

Aquello le costaría más que una paliza.

Recordó el sueño que había tenido durante uno de sus desmayos: Annie manipuló los percutores de una pistola diciendo: «Si tanto quiere su libertad, Paul, me alegrará concedérsela».

El ruido del motor fue decayendo a medida que el coche que se acercaba reducía la velocidad. Sí, era ella.

Puso las manos que apenas sentía en las ruedas y rodó hacia el pasillo echando un último vistazo al pingüino de cerámica sobre su bloque de hielo. ¿Estaba en el mismo sitio que antes? No podía saberlo. Tendría que esperar.

Avanzó por el pasillo hasta la puerta de la habitación cada vez más deprisa. Esperaba pasar a la primera, pero no calculó bien. Lo cierto es que la más leve desviación bastaba para hacerle tropezar. La silla chocó contra el lado derecho de la puerta y rebotó un poco hacia atrás.

«¿Hiciste saltar la pintura? —inquirió su mente—. ¡Maldita sea! ¿Hiciste saltar la pintura? ¿Dejaste alguna marca?».

La cobertura no se había desconchado. Había una pequeña abolladura, pero ninguna astilla. Dio gracias al cielo. Retrocedió y arrancó frenéticamente tratando de conducir la silla a través de la estrecha abertura de la puerta.

El motor del coche se oyó más fuerte al acercarse, a pesar de que estaba reduciendo la velocidad. Incluso podía oír el crujido de sus ruedas en la nieve.

«Calma, todo se consigue con calma…».

Empujó hacia adelante y la silla quedó sólidamente atascada en las jambas. Volvió a empujar con fuerza sabiendo que no serviría de nada, estaba atrapado en la entrada como un corcho en una botella de vino sin poder echar ni hacia adelante ni hacia atrás.

Dio un tirón final. Los músculos de sus brazos temblaban como las cuerdas de un violín. La silla de ruedas pasó con el mismo sonido tenue y chirriante.

El Cherokee entró en el camino de la casa.

«Traerá paquetes —farfulló su mente—, el papel de escribir y tal vez otras cosas; subirá cuidadosamente por el hielo. Ya estás dentro, ha pasado lo peor. Todavía tienes tiempo».

Avanzó un poco más y giró en un torpe semicírculo. Mientras colocaba la silla paralela a la puerta de la habitación, oyó que se apagaba el motor del Cherokee.

Se inclinó hacia adelante, agarró el pomo de la puerta y trató de tirar para cerrarla. La lengüeta de la cerradura aún sobresalía como una rígida lengua de acero y topó contra el bastidor. La empujó con la yema del dedo pulgar. Empezó a moverse y luego se detuvo. Se paró en seco, negándose a permitir que la puerta se cerrara.

Por un momento, la miró fijamente, pensando en el viejo proverbio de la Armada: «Todo lo que puede ir mal, irá mal».

Soltó la lengüeta, que volvió a salir otra vez por completo. La empujó de nuevo hacia dentro y notó el mismo obstáculo.

Percibió un extraño ruido en las entrañas de la cerradura y comprendió… Era la parte de la horquilla que había quedado dentro al romperse. Estaba allí e impedía que la lengüeta pudiese retroceder por completo.

Oyó cómo se abría la puerta del Cherokee, el gruñido de Annie al salir, el crujido de las bolsas de papel al recoger los paquetes.

—Vamos —susurró.

Empezó a manipular la lengüeta suavemente. Parecía ceder un milímetro y luego se detenía. Podía oír allá dentro el ruido de la maldita horquilla.

—Vamos, vamos…, vamos…

Volvió a llorar sin darse cuenta y el sudor y las lágrimas se mezclaron en sus mejillas. Aún sufría un fuerte dolor a pesar de toda la droga que había ingerido. Sabía que tendría que pagar un precio muy alto por todo aquello.

«No tan alto como el que ella te impondrá si no logras cerrar esta maldita puerta, Paulie», sentenció su conciencia.

Oyó los pasos crujientes y cautelosos que subían por el camino, el crujido de las bolsas y el tintineo de las llaves mientras las sacaba del bolso.

—Vamos, vamos…, vamos…

Finalmente hubo un sonido apagado dentro de la cerradura y el saliente de metal se deslizó medio centímetro en el interior de la puerta. No bastaba para despejar la jamba… pero casi.

—Por favor, un poco más.

Mientras luchaba con la cerradura escuchó cómo ella abría la puerta de la cocina. Entonces, semejando una odiosa repetición del día en que su madre lo había sorprendido fumando, Annie gritó alegremente:

—Paul, soy yo. Tengo su papel.

«¡Atrapado! ¡Estoy atrapado! Por favor, Dios mío, no dejes que me haga daño…», imploró.

Su dedo pulgar apretó convulsivamente la pieza metálica y sonó un chasquido apagado cuando la horquilla se rompió. La lengüeta entró del todo. Oyó en la cocina el ruido de una cremallera mientras ella se abría el anorak.

Cerró la puerta de la habitación. El picaporte emitió otro chasquido.

¿Lo habría oído? ¡Tenía que haberlo oído, tenía que haberlo oído!

Sonó tan fuerte como el pistoletazo de salida de una carrera.

Trató de acercar la silla hacia la ventana. Aún estaba enderezándola cuando percibió sus pasos por el pasillo.

—¡Le traigo su papel, Paul! ¿Está despierto?

«No, no llegaré a tiempo…, ella oirá…».

Dio un tirón final y la silla se colocó en su lugar habitual bajo la ventana, justo en el momento en que la llave entraba en la cerradura.

«No podrá abrir —pensó— la horquilla… Sospechará…».

Pero el trozo de metal debía de haber caído en el fondo de la caja, porque la llave funcionó perfectamente. Sentado en la silla, con los ojos entrecerrados, esperaba con desesperación ocupar el lugar donde ella le había dejado, o al menos estar lo bastante cerca para que no lo notara. Confió en que interpretase su cara empapada de sudor y su cuerpo tembloroso como reacciones debidas a la ausencia del medicamento; y sobre todo, deseó no haber dejado ningún rastro…

Al abrirse la puerta y mirar hacia abajo, se dio cuenta de que, en su angustiosa concentración por eliminar cualquier posible rastro, había ignorado una estampida de búfalos: las cajas de Novril estaban sobre sus piernas.

Ir a la siguiente página

Report Page