Misery

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II - Misery » 3

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Paul miró la máquina de escribir. Estaba allí. ¡Enes! Nunca se había dado cuenta de la cantidad de enes que intervienen en cualquier línea mecanografiada.

«Creí que eras bueno», le susurró la máquina.

Su mente le había adjudicado una voz burlona y áspera, la voz de un pistolero adolescente en una película del Oeste, un chico decidido a labrarse rápidamente una reputación en Deadwood.

«No eres tan bueno —prosiguió—. Joder, ni siquiera eres capaz de complacer a una exenfermera obesa y demente. A lo mejor también te rompiste en el accidente el hueso de escribir…, y no se está curando».

Se reclinó en la silla y cerró los ojos. Si pudiese responsabilizar al dolor del rechazo de lo que había escrito, le resultaría más soportable; pero lo cierto era que el dolor había empezado a remitir.

Las cápsulas robadas estaban escondidas entre el colchón y el somier. Aún no había tomado ninguna. Le bastaba con saber que las tenía en su poder, eran una forma de seguro contra Annie. Si a ella se le metía en la cabeza dar la vuelta al colchón, las encontraría; pero era un riesgo que estaba dispuesto a correr.

Desde la disputa a causa del papel de escribir, no había vuelto a surgir entre ellos ningún problema. Le llevaba la medicina con regularidad. Llegó a preguntarse si ella sabía que estaba enganchado.

«Vamos, Paul, estás exagerando un poco, ¿no?», se dijo.

No, no exageraba. Hacía unas tres noches que había sacado una de las cajas de muestra mientras ella estaba en el piso de arriba y leyó todo lo que ponía en la etiqueta, aunque suponía que ya sabía cuanto necesitaba sólo con conocer el ingrediente principal del Novril: la codeína.

«El hecho es que te estás curando, Paul —pensó— bajo tus rodillas, las piernas parecen los palos que dibuja un niño de cuatro años; pero te estás curando. Incluso podrías pasar con aspirina o con Empirin. No eres tú el que necesita Novril, sino tu vicio».

Tendría que moderar la ingestión, tendría que saltarse algunas cápsulas. De lo contrario, ella lo tendría atado a una cadena —además de sentado en una silla de ruedas— hecha de cápsulas de Novril.

«Está bien —reflexionó—, dejaré de tomar una de las dos cápsulas que me da. La esconderé debajo de la lengua cuando me trague la otra y luego la meteré bajo el colchón con el resto cuando ella se lleve el vaso. Pero ahora no. Todavía no estoy preparado. Empezaré mañana».

Escuchó en su mente la voz de la Reina Roja sermoneando a Alicia: «Aquí abajo adecentamos nuestra obra ayer y planeamos adecentarla mañana, pero nunca la adecentamos hoy».

«Eres un tipo realmente gracioso», dijo la máquina de escribir con la voz de joven pistolero duro que le había otorgado.

—Nosotros los pajarracos nunca conseguimos ser chistosos, pero jamás dejamos de intentarlo —murmuró.

«Bueno, será mejor que empieces a pensar en toda esa droga que estás consumiendo, Paul. Más vale que te lo plantees muy seriamente», sugirió la máquina.

De pronto decidió que iba a suprimir parte de la medicina en cuanto lograse escribir un capítulo que le gustara a Annie, un capítulo en el que no encontrase trampas, que fuera «limpio».

Parte de él, aquella que escuchaba con desagrado hasta las mejores y más justas sugerencias de los editores, protestó diciéndole que la mujer estaba loca, que no había forma de saber lo que aceptaría o rechazaría. Cualquier cosa que intentase sólo conseguiría un disparo de mierda.

Pero otra parte, una parte mucho más sensible, no estaba de acuerdo. Él sabría reconocer lo realmente válido en cuanto lo encontrase. Y eso haría que aquella basura que le había dado a Annie la noche anterior, una basura que le había costado tres días de trabajo e innumerables comienzos fallidos, pareciese una mierda de perro al lado de una moneda de plata. ¿No sabía acaso que eso estaba mal? No solía trabajar con tanta dificultad ni llenar la papelera con notas desordenadas o con páginas que terminaban con líneas como «Misery se volvió hacia él con los ojos radiantes y murmurando palabras mágicas». «Imbécil de mierda, esto no vale nada», se recriminó una y otra vez.

Lo había achacado al dolor y al hecho de encontrarse en una situación en la que estaba escribiendo para salvar la vida. Aquellas ideas no eran más que engaños plausibles, como la convicción de que había salido mal porque estaba jugando sucio y lo sabía.

«Bueno, ella adivinó tus intenciones, ¿verdad? —le dijo la máquina de escribir con su voz desagradable e insolente—. ¿Qué vas a hacer ahora?».

No lo sabía, pero suponía que tendría que hacer algo, y rápido. No le importaba el mal humor que ella había mostrado aquella mañana. Suponía que podía considerarse afortunado porque no le hubiese vuelto a romper las piernas con un bate de béisbol, o le hubiese hecho la manicura con ácido sulfúrico o algo parecido para indicarle su desagrado por la forma en que había empezado su libro. Esas repuestas críticas eran siempre posibles teniendo en cuenta la visión única del mundo que Annie tenía. Si salía de esto con vida, tal vez enviaría unas líneas a Cristopher Hale, crítico literario del New York Times. La nota pondría: «Cada vez que me llamaba el editor para decirme que usted pensaba reseñar uno de mis libros, las rodillas me temblaban. Me dedicó algunas buenas, Chris, viejo amigo; pero también me torpedeó más de una vez, como bien sabe. De todos modos, sólo quiero decirle que siga adelante. He descubierto una nueva modalidad crítica, amigo mío. Podríamos llamarla la escuela de pensamiento Barbacoa de Colorado y Cubo de Fregar. Hace que las cosas que ustedes escriben parezcan tan temibles como una vuelta en el tiovivo de Central Park».

«Eso es muy divertido, Paul. Imaginar cartitas de amor a los críticos sirve para provocar risitas, pero deberías empezar a poner manos a la obra, ¿no te parece?», le recordó una vez más la máquina.

Sí. Desde luego que sí.

Allí estaba la máquina de escribir, sonriendo con afectación.

—Te odio —le dijo Paul, molesto, y se puso a mirar por la ventana.

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