Misery

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II - Misery » 10

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Annie Wilkes tenía sus propias normas. A su manera, era muy escrupulosa. Le había obligado a beber agua de un cubo, había retenido su medicina hasta verlo en la agonía; le había hecho quemar la única copia de su última novela, lo había esposado y le había metido en la boca un trapo que apestaba a limpiamuebles; pero no era capaz de coger el dinero de su cartera. Así que se la trajo; era una vieja Lord Buxton gastada que tenía desde los tiempos de la universidad, y se la puso en las manos.

Con los documentos de identificación no había tenido escrúpulos. No le preguntó dónde estaban. Le pareció más prudente no hacerlo.

Sin embargo, no faltaba ni un solo penique de su dinero, casi todo en billetes de cincuenta, nuevos y crujientes. Con una claridad sorprendente y siniestra al mismo tiempo, se vio llegando en el Camaro a la ventanilla del autobanco del Boulder Bank el día antes de terminar Automóviles veloces y entregando el talón al portador de cuatrocientos cincuenta dólares. Le pareció probable que ya en aquel momento los chicos del taller de su subconsciente estuviesen planeando vacaciones. El hombre que había hecho todo aquello era libre, se sentía bien y no había sido capaz de apreciar todas esas cosas estupendas. El hombre que había hecho todo aquello lanzó una mirada vivaz e interesada a la cajera, que era alta y rubia, y llevaba un vestido violeta que envolvía sus curvas como las manos de un amante. Ella le devolvió la mirada… ¿Qué pensaría, se preguntaba, del hombre en el que se había convertido, con veinte kilos de menos, diez años más viejo y las piernas reducidas a un par de horrores inútiles?

—¿Paul?

Levantó los ojos con el dinero en las manos. Ciento veinte dólares en total.

—¿Sí?

Ella le miraba con esa expresión de ternura y amor maternal, tan desconcertante por la oscuridad sólida y absoluta que ocultaba en su fondo.

—¿Está llorando, Paul?

Se limpió la mejilla con la mano libre y comprobó que estaba húmeda. Sonrió y le entregó el dinero.

—Un poco. Estaba pensando en lo bien que se ha portado conmigo. Supongo que mucha gente no lo comprendería…, pero yo sí.

Los ojos de Annie brillaron cuando se inclinó y le rozó suavemente los labios. Olió algo en su aliento, algo procedente de las cámaras oscuras y agrias de su interior, algo que olía a pescado muerto. Era mil veces peor que el olor y el gusto del trapo. Le devolvió el recuerdo de su respiración agria («¡Respire, maldición, respire!») cuando bajaba por su garganta como un viento sucio e infernal. El estómago se le contrajo, pero pudo sonreír.

—Le amo, querido —dijo.

—¿Podría ponerme en la silla antes de marcharse? Quiero escribir.

—Por supuesto.

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