Misery

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II - Misery » 16

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Dos horas más tarde, Paul volvió a forzar la cerradura de la habitación y por segunda vez hizo pasar la silla de ruedas a través del estrecho hueco de la puerta. Esperaba que fuese la última. Tenía un par de mantas encima de las piernas. Todas las cápsulas que había podido coger estaban envueltas en pañuelos Kleenex y metidas en sus calzoncillos bajo el colchón. Tenía intención de salir de allí, si podía, con lluvia o sin ella. Era su única oportunidad, y esta vez pensaba aprovecharla. Sidewinder estaba colina abajo, la carretera se hallaría resbaladiza y todo estaba tan oscuro como el pozo de una mina; pero pensaba intentarlo de todos modos. No había llevado la vida de un héroe ni la de un santo, pero no tenía intención de morir como un pájaro en un zoológico.

Recordaba vagamente una noche que había pasado bebiendo whisky con un melancólico dramaturgo llamado Bernstein en el Lions Head del Village. Y si vivía para poder volver al Village, caería sobre lo que quedase de sus rodillas y besaría la acera sucia de la calle Christopher. En algún momento, la conversación se había desviado hacia los judíos de Alemania durante los inciertos cuatro o cinco años antes de que la Wehrmacht asolara Polonia. Paul recordaba haber dicho a Bernstein, que había perdido a una tía y a su abuelo en el Holocausto, que no podía comprender por qué los judíos de Alemania —¡maldita sea!, los de toda Europa, pero sobre todo los de Alemania— no se habían largado de allí mientras aún estaban a tiempo. En términos generales, no eran estúpidos y muchos tenían experiencia propia en persecuciones semejantes. Seguramente sabían lo que se avecinaba. Así pues, ¿por qué se quedaron?

La respuesta de Bernstein le había parecido frívola, cruel e incomprensible: «La mayoría tenía un piano. Los judíos tenemos debilidad por los pianos. Cuando se tiene un piano es más difícil decidir mudarse».

Ahora lo comprendía. Sí… Al principio fueron sus piernas rotas y su pelvis destrozada. Luego, el libro. De una manera disparatada, hasta lo estaba pasando bien con él. Sería fácil, incluso demasiado, echar toda la culpa a sus huesos rotos o a la droga cuando, de hecho, la mayor parte la tenía el libro. Eso, y el monótono transcurrir de los días con su patrón sencillo de convaleciente. Pero sobre todo, el estúpido libro, había sido su piano. ¿Qué haría ella cuando volviese de su Casa de la Risa y viera que él se había marchado? ¿Quemar el manuscrito?

—Me importa un comino —dijo, y casi era verdad. Si salía con vida, podría escribir otro libro, hasta reescribir el mismo, si quería. Pero un hombre muerto no podía escribir una novela como no podía comprar un piano nuevo.

Entró en la sala. Antes había estado ordenada, pero ahora había montones de platos sucios en todas las superficies disponibles. Le pareció que una muchedumbre había estado allí. Por lo visto, Annie no sólo se dedicaba a pellizcarse y abofetearse cuando estaba deprimida, también se complacía en beber sin molestarse luego en limpiar lo que había ensuciado. Recordó el aire que había entrado en su garganta mientras estaba inconsciente y sintió que el estómago se le contraía. La mayoría de las sobras eran de alimentos dulces. En muchos de los tazones y platos soperos se secaba el helado. Otros recipientes tenían migas de bizcocho y pasteles. Un montón de gelatina de lima cubierta con una capa agrietada de nata seca descansaba encima del televisor, al lado de una botella de dos litros de Pepsi y una salsera llena. La botella era tan grande como la nariz de un Titán II y tenía la superficie tan sucia que se había vuelto casi opaca. Adivinó que ella habría bebido directamente del gollete y que sus dedos estarían cubiertos de salsa de carne o de helado. No había oído ruido de cubiertos y no era de extrañar, porque allí no se veía ninguno. Fuentes, platos y cuencos, pero ni una cuchara o tenedor. En la alfombra y en el sofá, se estaban secando chorretes y salpicaduras, casi todas de helado.

«Eso fue lo que vi en su bata —pensó—. Lo que estaba comiendo. Y lo que olí en su aliento —pensó—». Volvió a su mente la imagen de Annie como mujer de Piltdown. La vio allí sentada metiendo helado en su boca o tal vez puñados de salsa de pollo medio congelada, entre tragos de Pepsi, comiendo y bebiendo en un profundo aturdimiento depresivo.

El pingüino sentado en su bloque de hielo aún estaba en la mesita, pero ella había apartado a un rincón muchas de las otras piezas de cerámica, sus restos se hallaban en pequeños cascos y garfios puntiagudos.

Seguía viendo sus dedos hundiéndose en el cuerpo de la rata, las manchas rojas con la misma indiferencia con que debía de haber comido el helado, la gelatina y el brazo de gitano de chocolate relleno de mermelada. Esas imágenes eran horribles, pero constituían un incentivo estupendo para correr.

El ramo de flores secas de la mesita de centro estaba volcado. Bajo la mesa, apenas visible, había un plato con budín de crema y un libro muy grande. «El camino del recuerdo —decía—. Los viajes por el camino del recuerdo nunca son buenos cuando se está deprimido, Annie; pero supongo que a estas alturas de tu vida ya debes de saberlo».

Atravesó la habitación. La cocina estaba delante. A la derecha, un pasillo, una escalera llevaba al segundo piso. Con un solo vistazo, descubrió que había manchas de helado en algunos de los enmoquetados escalones y en la barandilla. Paul se dirigió a la puerta de entrada. Pensó que, de encontrar un lugar por donde salir estando atado a su silla como estaba, sería la puerta de la cocina, la que Annie utilizaba cuando iba a dar de comer a los animales; la misma por la que salió galopando el día que el señor Rancho Grande apareció; pero debía probar aquella puerta primero. Podría llevarse una sorpresa.

No pasó nada extraño.

La escalera del porche era tan empinada como había temido; pero aunque hubiese habido una rampa para sillas de ruedas, una posibilidad que él jamás habría aceptado en un animado juego de «¿Puedes?», no habría podido utilizarla. La puerta tenía tres cerraduras. Podía habérselas apañado para abrir una de ellas. Las otras dos eran Kreig, las mejores cerraduras del mundo, según su amigo expolicía Tom Tyworfd. Y ¿dónde estaban las llaves? «Mmmm, déjame ver. ¿Tal vez camino de la Casa de la Risa de Annie? ¡Sí señor! ¡Dele al hombre un puro! ¡Y un soplete para que lo encienda!».

Retrocedió por el pasillo tratando de controlar el pánico, repitiéndose que, de todos modos, tampoco había esperado tanto de aquella puerta. Una vez en la sala, giró la silla y entró en la cocina. Era una habitación a la antigua, con el techo de hojalata y linóleo brillante en el suelo. La nevera era vieja, pero silenciosa. Tenía tres o cuatro pegatinas en la puerta, no era raro que todas tuvieran forma de dulces: una pastilla de chicle, una barra de chocolate Hershey, un Tootsie Roll. Uno de los armarios estaba abierto y pudo ver los estantes pulcramente cubiertos con hule. Sobre el fregadero había grandes ventanas que dejarían entrar mucha luz hasta en días nublados. Podía haber sido una cocina alegre, pero no lo era. El cubo de la basura estaba desbordado y emitía el aroma cálido de los alimentos en descomposición. Aquello no era lo único que estaba mal ni el peor de los olores. Había otro insuperable, sobre todo en su mente, pero que no por ello dejaba de ser real. Era perfume de Wilkes, el olor psíquico de la obsesión.

Había varias puertas en la habitación, dos a la izquierda y otra frente a él, entre la nevera y la despensa.

Primero fue a las de la izquierda. Una correspondía al armario de la cocina; lo supo antes de ver los abrigos, los sombreros, las bufandas y las botas. El sonido breve de los goznes bastó para que lo imaginara. La otra era la que Annie utilizaba para salir. Y en ella, otras dos cerraduras Kreig. Roydman, fuera. Paul, dentro…

La imaginó riendo.

—¡Puta! —dio un puñetazo a la puerta.

Le dolió y apretó el borde de la mano contra su boca. Odiaba el ardor de las lágrimas, la visión borrosa que le producían cuando parpadeaba, pero no había modo de evitarlo. El pánico volvía a invadirle con fuerza preguntándole qué iba a hacer ahora, porque… ésa podía ser su última oportunidad.

«Lo primero que voy a hacer es revisar la situación —se dijo con severidad—. Si logras controlarte un rato más… ¿Crees que podrás hacerlo, gallina de mierda?».

Se limpió los ojos, con llorar no conseguiría nada, y miró por la ventana que ocupaba la mitad superior de la puerta. En realidad no era una ventana, sino dieciséis paneles. Podría romper cada uno de ellos, pero también tendría que romper los listones y eso, sin un serrucho, podía llevarle horas de trabajo. ¿Y luego qué? ¿Lanzarse al porche trasero de cabeza como un kamikaze? Una gran idea… Tal vez se rompería la espalda y eso haría que olvidase las piernas por un tiempo. Por otro lado, no tardaría mucho en morir de frío bajo aquel aguacero. Así acabaría con aquella podrida situación.

«No hay manera —pensó—. No hay ni una puñetera manera. Puede que reviente, pero juro por Dios que no lo voy a hacer hasta que pueda demostrar a mi fan número uno lo encantado que estoy de haberla conocido. Y eso no es sólo una promesa, es un voto sagrado».

La idea de la venganza consiguió calmar su pánico mucho más que todos los reproches. Algo más tranquilo, accionó el interruptor que estaba al lado de la puerta cerrada. Se encendió una luz fuera que le resultó muy útil, porque desde que había salido de su habitación había oscurecido. El camino de Annie estaba inundado y su patio era un cenagal rebosante de agua y de trozos de nieve derritiéndose. Poniendo su silla a la izquierda de la puerta pudo ver, por primera vez, la carretera; aún no le servía de nada. Vio dos carriles de brea entre bancos de nieve, un suelo reluciente como piel de foca cubierto de agua de lluvia y nieve derretida.

«Tal vez cerró las puertas para que los Roydman no entraran porque no tenía necesidad alguna de cerrarlas para que yo no saliera —reflexionó con cierto desespero—. Si lo hiciese en esta silla de ruedas, en cinco segundos estaría atascado hasta los cojones. No vas a ninguna parte Paul. Ni esta noche ni en las próximas semanas. La liga de béisbol llevará un mes jugándose antes de que la tierra esté lo bastante firme para que puedas salir a la carretera en esta silla, a menos que quieras estrellarte contra una ventana y salir arrastrándote».

No, no quería hacer eso. Era demasiado fácil imaginar sus huesos destrozados después de diez o quince minutos retorciéndose a través de charcos helados y nieve blanda, como un renacuajo moribundo. Y aun suponiendo que pudiese llegar a la carretera, ¿qué posibilidades tendría de parar un coche? Los dos únicos que había oído por allí, aparte de la vieja Bessie, habían sido el Bel Air de Rancho Grande y el coche que le había dado un susto de muerte pasando por la casa la primera vez que había salido de la habitación.

Apagó la luz y se dirigió a la otra puerta entre la nevera y la despensa. También tenía tres cerraduras y ni siquiera daba al exterior (al menos, no directamente). Había otro interruptor junto a esa puerta. Paul lo encendió y vio un alero que recorría toda la extensión de la casa. En un extremo, había una pila de madera y el tronco para cortarla, con un hacha clavada en medio. En el otro, una mesa de trabajo y herramientas colgando de garfios. Al lado de la infame barbacoa, se apilaban varias bolsas de carbón vegetal. A la izquierda del altar en el que él quemó su sacrificio, se veía otra puerta. La bombilla del exterior no era muy brillante, pero sí lo suficiente para descubrir otra cerradura y otras dos Greig en aquella puerta.

«Los Roydman…, todo el mundo… contra mí», le recordó su querida Annie.

—No sé si los otros van a por ella —dijo a la cocina vacía—; pero yo desde luego sí.

Dando las puertas por imposibles, se acercó a la alacena. Antes de mirar la comida almacenada en los estantes, se fijó en las cerillas. Había dos cajas de sobres de cerillas y al menos dos docenas de Diamond Blue Tips cuidadosamente apiladas.

Por un momento, pensó en la posibilidad de incendiar aquel lugar, pero empezó a rechazarla como la idea más ridícula que se le había ocurrido hasta entonces y luego vio algo que le hizo reconsiderarla. Había otra puerta, y ésa no tenía cerraduras. La abrió y vio unas escaleras empinadas y desvencijadas inclinándose hasta el sótano. Un olor pérfido a humedad y a vegetales podridos subió de la oscuridad. Oyó silbidos apagados y la recordó diciendo: «Entran en el sótano cuando llueve. Les pongo trampas, tengo que hacerlo».

Se apresuró a cerrar la puerta de golpe. Una gota de sudor bajó por su sien y corrió hasta el rabillo del ojo derecho, escociéndole. La eliminó con los nudillos. Al saber que la puerta debía de conducir al sótano y ver que no tenía cerraduras, la idea de incendiar el lugar le había parecido racional. Tal vez podría refugiarse allí. Pero las escaleras eran demasiado empinadas. Tenía demasiadas posibilidades de morir carbonizado si la casa en llamas se derrumbaba en el agujero del sótano antes de que los bomberos de Sidewinder pudiesen llegar, y las ratas de allá abajo… El ruido de las ratas era sin duda lo peor.

«Cómo le late el corazón. Lucha para escapar. Como nosotros, Paul, como nosotros…».

—África —dijo, sin oír lo que decía.

Empezó a mirar las latas y las bolsas de comida de la alacena tratando de determinar qué podría llevarse sin que ella sospechase la próxima vez que estuviese allí. Una parte de él comprendió lo que significaba esa valoración: había renunciado a la idea de escapar.

«Sólo por el momento», protestó su mente confusa.

«No —respondió implacable otra voz más profunda—. Para siempre, Paul, para siempre».

—Nunca me rendiré —susurró—. ¿Me oyes? Nunca.

«¿No? —murmuró con sarcasmo la voz del cínico—. Bueno, ya veremos».

Sí. Ya se vería.

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