Misery

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II - Misery » 18

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Mientras atravesaba la sala volvió a llamar su atención el álbum que estaba bajo la mesita de centro. El camino del recuerdo. Era tan grande como una obra de Shakespeare en folios y tan grueso como una Biblia familiar.

Poseído por la curiosidad, lo cogió y lo abrió.

En la primera página aparecía un recorte de periódico a una sola columna con el título «Boda Wilkes-Berryman». Había una fotografía de un joven muy delgado y una mujer de ojos oscuros con los labios apretados. Paul llevó su mirada de la fotografía del periódico al cuadro que estaba sobre la repisa. No cabía duda. La mujer identificada en la gacetilla como Crysilda Berryman («ése sí que es un nombre digno de una novela de Misery», pensó) era la madre de Annie. Escrito cuidadosamente con tinta negra bajo el recorte, decía: «Journal, de Bakersfield, 30 de mayo de 1938».

En la segunda página había un anuncio de un nacimiento: «Paul Emery Wilkes, nacido en el Receiving Hospital de Bakersfield, el 12 de mayo de 1939. Padre, Cari Wilkes. Madre, Crysilda Wilkes». El nombre del hermano de Annie le dio una pista. Debía de ser el que la acompañaba al cine. También se llamaba Paul.

La siguiente página anunciaba el nacimiento de Anne Marie Wilkes el 1 de abril de 1943, lo que significaba que Annie acababa de cumplir cuarenta y cuatro años. A Paul no se le escapó el hecho de que había nacido el día de April Fools[10].

Fuera, el viento bramaba y la lluvia se estrellaba contra la casa.

Fascinado, momentáneamente libre del dolor, Paul volvió la página.

El siguiente recorte pertenecía a la primera plana del Journal de Bakersfield. En la fotografía había un bombero en una escalera sobre un fondo de llamas que salían de las ventanas de un edificio.

CINCO MUERTOS EN EL INCENDIO DE UN EDIFICIO DE APARTAMENTOS

Cinco personas, cuatro de ellas miembros de una misma familia, murieron en las primeras horas del miércoles víctimas de un grave incendio en una casa de apartamentos de Bakersfield, en Watch Hill Avenue. Tres de los muertos eran niños: Paul Krenmitz, de ocho años; Frederick Krenmitz, de seis, y Alison Krenmitz, de tres. La cuarta víctima fue el padre, Adrian Krenmitz, de cuarenta y uno. El señor Krenmitz rescató al niño superviviente de la familia, Laurence Krenmitz, de dieciocho meses. Según la esposa, Jessica Krenmitz, su marido puso en sus brazos al más pequeño de sus hijos diciendo: «Volveré con los demás dentro de un par de minutos. Reza por nosotros». «Ya no volví a verlo nunca más», dijo la señora Krenmitz.

La quinta víctima, Irving Thalman, de cincuenta y ocho años, era un soltero que vivía en el ático del edificio. El apartamento del tercer piso estaba vacío a la hora del incendio. La familia de Cari Wilkes, que al principio se dio por desaparecida, abandonó el edificio el martes por la noche debido a una inundación en la cocina.

«Lloro por la señora Krenmitz y por la pérdida de sus seres queridos —declaró Crysilda Wilkes a un reportero del Journal—, pero doy gracias a Dios por haber librado a mi marido y a mis dos hijos».

Michael O’Whunn, jefe de bomberos de Centralia, dijo que el fuego había empezado en el sótano del edificio. Cuando se le preguntó por la posibilidad de que fuese intencionado, respondió: «Es más fácil pensar que un vagabundo entró en el sótano, empezó a beber e inició el fuego accidentalmente con un cigarrillo. Probablemente huyó en vez de intentar apagarlo y cinco personas murieron. Espero que encontremos a ese gamberro». Al preguntársele sobre las pistas, O’Whunn dijo: «La policía tiene varias pistas y las están siguiendo con toda celeridad, os lo puedo asegurar».

Bajo el recorte, con la misma tinta negra y el mismo cuidado leyó: «28 de octubre de 1954».

Paul levantó la vista. Estaba completamente inmóvil, pero su pulso latía rápidamente en el cuello. Sentía el estómago caliente y revuelto.

«Mocosos… —pensó—. Tres de los muertos eran niños, los cuatro mocosos de la señora Krenmitz en el piso de abajo».

De pronto se dio cuenta de que Annie odiaba a esos mocosos.

«¡Ella era sólo una niña! ¡Ni siquiera estaba en la casa!». Tenía once años. Era lo bastante mayor e inteligente para llenar de queroseno una botella de licor barato, encender luego una vela y echarla dentro. Tal vez ni siquiera pensó que daría resultado. Quizá creyó que el queroseno se evaporaría antes de que la vela se consumiese, o que saldrían vivos… Sólo quiso asustarlos para que se mudaran. «Pero ella lo hizo, Paul, lo hizo y tú lo sabes», machacó su conciencia.

Sí, seguramente lo sabía. ¿Y quién iba a sospechar de Annie?

Volvió la página.

Aún había otro recorte del Journal de Bakersfield, fechado el 19 de julio de 1957. Mostraba una fotografía de Cari Wilkes un poco más viejo. Una cosa estaba clara: ya no envejecería más. El recorte era su necrológica:

CONTABLE DE BAKERSFIELD MUERE A CAUSA DE UNA EXTRAÑA CAÍDA

Cari Wilkes, residente en Bakersfield de toda la vida, murió anoche poco después de ser ingresado en el Hernández General Hospital. Al parecer, cuando bajaba a contestar al teléfono, tropezó con un montón de ropa que habían dejado en las escaleras. El doctor Frank Canley comunicó que Wilkes había muerto de fracturas craneales múltiples y rotura del cuello. Tenía cuarenta y cuatro años.

Wilkes deja a su mujer, Crysilda; un hijo, Paul, de dieciocho, y una hija de catorce.

Cuando Paul pasó la página, pensó por un momento que Annie había pegado dos copias de la nota necrológica de su padre por haber sentido mucho su muerte o por accidente. La última posibilidad le pareció más verosímil. Pero se trataba de otro tipo de accidente distinto y la razón de su similitud era la simplicidad en sí misma: ninguno de los dos sucesos había sido verdaderamente accidental.

La cuidadosa caligrafía bajo ese recorte decía: «Los Ángeles, Call, 29 de enero de 1962».

ESTUDIANTE DE USC MUERE EN EXTRAÑA CAÍDA

Andrea Saint-James, estudiante de enfermería en USC, fue ingresada muerta, anoche, en el Mercy Hospital de Los Ángeles Norte, víctima de un extraño accidente.

La señorita Saint-James compartía un apartamento fuera del campus universitario con otra estudiante de enfermería, Annie Wilkes, de Bakersfield. Poco antes de las once de la noche, esta última, mientras estudiaba oyó un breve grito seguido de «terribles golpes sordos». Corrió al rellano del tercer piso, donde vio a su amiga en el rellano del piso inferior «tumbada en una posición muy poco natural». La señorita Wilkes dijo que, al intentar ayudarle, también estuvo a punto de caer. «Teníamos un gato llamado Peter Gunn —dijo—; no lo habíamos visto durante los últimos días y pensamos que la perrera debía de habérselo llevado, porque siempre nos olvidábamos de comprarle una chapa. Estaba muerto en las escaleras. Ella tropezó con el gato. Cubrí a Andrea con mi jersey y llamé al hospital».

La señorita Saint-James, natural de Los Ángeles, tenía veintiún años.

—¡Cielos!

Paul susurró aquella expresión una y otra vez. Su mano temblaba mientras pasaba la página. Allí había un recorte de Call que decía que el gato de las estudiantes de enfermería había sido envenenado.

«Peter Gunn. Gracioso nombre para un gato», pensó. El propietario de los apartamentos tenía ratas en el sótano. Las quejas de los vecinos habían dado lugar a una advertencia de los inspectores de edificios al año anterior. El dueño había causado un tumulto en la siguiente reunión del Consejo Municipal de tales dimensiones que había llegado a la prensa. Annie debía de saberlo. Amenazado con una fuerte multa por concejales a los que no gustaban los insultos, el propietario había sembrado el sótano de cebos envenenados. «El gato se come el veneno, languidece en el sótano durante dos días. Se arrastra hasta acercarse todo lo que puede a sus dueñas para expirar y… matar a una de ellas. Una ironía digna de Paul Harvey —pensó Paul Sheldon, y rió como un loco—. Apuesto a que también lo reseñó en su noticiero. Sí, limpio, muy limpio. Excepto que todos sabemos que Annie cogió un pedazo de carne envenenada del sótano y se la dio al gato. Y si el viejo Peter Gunn la rechazó probablemente se la metió en la garganta con un palo. Cuando estuvo muerto, lo dejó en las escaleras y esperó que el asunto diera resultado. Tal vez sabía que su compañera llegaría alterada, no me sorprendería en absoluto. Un gato muerto, un montón de ropa… El mismo modus operandi, como diría Tom Twyford. Pero ¿por qué, Annie? Estos recortes aportan datos, pero no motivos. ¿Por qué?».

En un acto de autoconservación, parte de su mente se había transformado realmente en Annie durante las últimas semanas, y fue esa Annie la que habló con su voz seca y segura. Y aunque lo que decía era demencial, poseía también una perfecta coherencia:

«La maté porque ponía la radio muy alta por la noche. La maté porque había puesto al gato un nombre estúpido. La maté porque estaba harta de sorprenderla con su novio en el sofá mientras él tenía la mano metida debajo de su falda, como si buscara oro. La maté porque no jugaba limpio. Los detalles no tienen importancia, ¿no es cierto? La maté porque era una chica jonina y ésa era una razón suficiente».

—Y tal vez porque era una Doña Sabihonda —murmuró Paul.

Echó hacia atrás la cabeza y soltó otra carcajada, aguda y aterrada.

Así que ése era el Camino del Recuerdo, ¿no? ¡Vaya, qué extraña variedad de flores venenosas crecía en la versión de Annie de ese viejo camino!

«¿A nadie se le ocurrió relacionar esas dos extrañas caídas? —se preguntó Paul—. Primero su padre, luego su compañera de apartamento. Es increíble».

Sí, era increíble. Los accidentes habían ocurrido con un intervalo de cinco años en dos ciudades diferentes. Lo habían recogido periódicos distintos en un Estado populoso donde la gente caía constantemente por las escaleras y se rompía el cuello.

Y ella era lista, muy lista.

Casi tanto como el mismo Satanás, aunque ahora empezaba a perder facultades. Su órbita, siempre elíptica, había comenzado a decaer. Ello se intuía en pequeños detalles, como olvidarse de pasar la página del calendario, pero también en cosas mayores, como olvidar el pago trimestral de sus impuestos. Lo más grave de todo sería que la descubriesen, por supuesto… Sólo que, para él, sería un triste consuelo que finalmente la atraparan por la muerte de Paul Sheldon.

Pasó la página y descubrió otro recorte del Journal de Bakersfield, el último titular decía: «WILKES SE GRADÚA EN LA ESCUELA DE ENFERMERÍA. Una chica de esta ciudad llega a su meta». 17 de mayo de 1966. La fotografía mostraba a una Annie Wilkes joven y sorprendentemente bonita, llevando un uniforme de enfermera y una cofia y sonriendo a la cámara. Era una fotografía de graduación, por supuesto. Se había graduado con honores. «Sólo tuvo que matar a una compañera de apartamento para conseguirlo», pensó Paul, y lanzó una carcajada aguda. El viento rugió junto a la casa como si le respondiese. El cuadro de «Mamá» vibró brevemente en la pared.

El siguiente recorte era de Manchester, New Hampshire, del Union-Leader, 2 de marzo de 1969. Se trataba de una simple nota necrológica que parecía no tener ninguna relación con Annie Wilkes. Ernest Gonyar, de setenta y nueve años, había muerto en el Saint Joseph’s Hospital. No se mencionaba la causa exacta de su muerte; sólo se decía «tras una larga enfermedad». Dejaba a su mujer, doce hijos y lo que parecían unos cuatrocientos nietos y bisnietos. «No hay nada como el método del ritmo para producir descendientes de todos los tamaños —pensó Paul, y rió otra vez—. Ella lo mató. Eso es lo que le ocurrió al bueno del viejo Ernie. ¿Por qué, si no, iba a estar aquí su gacetilla mortuoria? ¿Por qué, por el amor de Dios, POR QUÉ? Aunque claro, con Annie Wilkes, ésa es una pregunta que no tiene una respuesta cuerda, como bien sabes».

Otra página, otro óbito del Union-Leader. 19 de marzo de 1969. La señora se llamaba Hester Queenie Beaulifant, de ochenta y cuatro años. En la fotografía parecía que hubiesen exhumado sus huesos de un tarro de los Hoyos de Alquitrán La Brea. Lo mismo que se había llevado a Ernie, se llevó a Queenie, y al igual que aquél, había expirado en el Saint Joe’s. Exposición de dos a seis, el 20 de marzo en la funeraria Foster’s Funeral Home. Inhumación en el cementerio Mary Cyr el 21 de marzo a las cuatro de la tarde.

«El Coro del Tabernáculo Mormón debía de haberle cantado especialmente “Annie, ¿por qué no pasas por aquí?”», pensó Paul, y volvió a burlarse de su ocurrencia.

En las páginas siguientes había otras tres notas del Union-Leader. Dos viejos habían muerto de esa eterna patología, «larga enfermedad». La tercera era una mujer de cuarenta y seis años llamada Paulette Simeaux. Paulette había muerto de la que siempre quedaba en segundo lugar, «enfermedad breve». A pesar de que la fotografía que acompañaba el óbito era muy borrosa, Paul vio que Paulette Simeaux hacía que Quennie Beaulifant pareciese Thumbelina. Pensó que su enfermedad debía de haber sido ciertamente corta. Quizá se trataba de una tronante coronaria seguida de un viaje a Saint Joe’s, seguido de… ¿Seguido de qué?

No quería pensar en los detalles, pero las tres notas necrológicas identificaban a Saint Joseph’s como el lugar de la muerte.

«¿Y si buscáramos en el registro de enfermeras en marzo del sesenta y nueve? ¿Encontraríamos el nombre de Wilkes?», se preguntó Paul.

Ese libro, maldita sea, ese libro era tan grande y pesado…

«Basta ya, por favor. No quiero seguir mirando. Ya tengo la idea. Dejaré el álbum donde lo encontré. Luego, volveré a mi habitación. Creo que, después de todo, ya no quiero escribir. Me parece que tomaré otra pastilla y me iré a la cama. Es mi seguro contra las pesadillas. Pero ya no puedo seguir por el Camino del Recuerdo de Annie, ¡por favor! ¡Estoy harto!», exclamó su conciencia exhausta.

Pero sus manos parecían estar dotadas de voluntad propia. Seguían pasando las hojas cada vez con mayor rapidez.

Aparecieron otras dos noticias breves de muertes en el Union-Leader, una a finales de septiembre de 1969 y otra a principios de octubre.

19 de marzo de 1970. Pertenecía al Herald de Harrisburg, Pensilvania, en la última página. «NUEVO PERSONAL EN EL RIVERVIEW HOSPITAL». Aparecía la fotografía de un hombre con gafas y calvicie incipiente que a Paul le pareció capaz de comer chinches a escondidas. El artículo destacaba que, además del nuevo director de publicidad —el individuo medio calvo con gafas—, otras veinte personas se habían incorporado a la plantilla del Riverview Hospital: dos doctores, nueve enfermeras tituladas, personal de cocina, ordenanzas y un conserje.

Annie era una de las enfermeras diplomadas.

«En la página siguiente —supuso Paul—, encontraré la noticia de la muerte de un anciano que expiró en el Riverview Hospital en Harrisburg, Pensilvania».

¡Exacto! Un viejo había muerto de la dolencia favorita de todos los tiempos, «larga enfermedad».

Tras él, otro anciano había muerto de la eterna dama de honor, «corta enfermedad», seguido de una criatura de tres años que había caído a un pozo, resultando herida con lesiones graves en la cabeza y que fue llevada a Riverview en estado de coma.

Perplejo, Paul siguió pasando páginas mientras el viento y la lluvia golpeaban la casa. El sistema era obvio. Ella conseguía un trabajo, mataba a algunas personas, y se mudaba.

De repente, evocó la imagen de un sueño que su conciencia había olvidado y que, desde entonces, tenía un elemento délfico de déjà vu. Vio a Annie Wilkes con un delantal largo, tocada con una cofia, una Annie que parecía una enfermera del Bedlam Hospital de Londres. Llevaba un cesto en un brazo. Metía la mano, sacaba arena y la dejaba caer sobre los rostros ante los que iba pasando. No era la arena tranquilizadora del sueño, sino arena envenenada. Estaba matando a los enfermos. Cuando les tocaba la cara, palidecían y las rayas de sus monitores se volvían planas.

«Tal vez mató a los chicos Krenmitz porque eran mocosos…, y a su compañera de apartamento, y tal vez hasta a su propio padre, por cualquier razón… Pero ¿estos otros?».

Sin embargo, él lo sabía. La Annie que llevaba dentro lo sabía. Viejos y enfermos… Todos habían sido viejos y estaban enfermos, exceptuando a la señora Simeaux, que debía de haber sido un vegetal en el momento de ser ingresada, como el chico que había caído al pozo. Annie los había matado porque…

—Porque eran ratas atrapadas —murmuró.

«Pobres seres. Pobres seres», había dicho Annie compungida.

Ahí estaba la clave. En la mente de Annie, sólo en su mente, toda la gente del mundo estaba dividida en tres grupos: mocosos, pobres seres… y Annie.

Se había ido mudando constantemente hacia el Oeste. De Harrisburg a Pittsburgh, a Duluth, a Fargo. Y en 1978, a Denver. En cada caso, el patrón era el mismo: un artículo de bienvenida en el que el nombre de Annie se mencionaba entre otros. Se había perdido el artículo de Manchester porque probablemente, imaginaba Paul, ignoraba que los periódicos locales publicasen esas cosas. Tras causar dos o tres muertes sin importancia, volvía a empezar el ciclo.

Es decir, hasta Denver.

Al principio, parecía lo mismo. Allí estaba el artículo de bienvenida, esta vez recortado del periódico del Denver Receiving Hospital, con el nombre de Annie. La publicación de la casa estaba identificada con la pulcra caligrafía de Annie como The Gurney..

—Magnífico nombre para el diario de un hospital —dijo Paul en voz alta—. Parece mentira que a nadie se le ocurriera llamarle El fiambre alegre..

Soltó una risa aterrorizada. Dio la vuelta a la página y encontró el primer óbito recortado del Rocky Mountain News. Laura D. Rothberg. «Larga enfermedad». 21 de septiembre de 1978. Denver Receiving Hospital.

Entonces el patrón se rompió por completo.

En vez de un funeral, la página siguiente daba cuenta de una boda. La fotografía mostraba a Annie, no con su uniforme, sino con un vestido blanco cubierto de encaje. A su lado, cogiéndole las manos, había un hombre llamado Ralph Dugan. Dugan era fisioterapeuta. «BODA DUGAN-WILKES», se titulaba el recorte. Rocky Mountain News, 2 de enero de 1979. Dugan no tenía nada en particular, excepto una cosa, se parecía al padre de Annie. Paul pensó que, si se le afeitaba el bigote, lo que probablemente ella le obligó a hacer tan pronto como terminó la luna de miel, el parecido sería extraordinario.

Pasó con el dedo pulgar el grueso de las páginas que faltaban del álbum de Annie y pensó que Ralph Dugan debía de haberse informado sobre Annie.

«Creo que lo más probable es que, en alguna parte de las páginas que faltan, encuentre un breve artículo sobre ti, Ralph —adivinó Paul—. Algunas personas se citan en Samarra. Creo que tú habrás tenido una con un montón de ropa o con un gato muerto en una escalera. Sí, un gato muerto con un nombre gracioso».

Pero estaba equivocado. El siguiente recorte también era de bienvenida, de un periódico de Nederland, una ciudad pequeña al oeste de Boulder. «No muy lejos de aquí», pensó Paul. Por el momento, no pudo encontrar a Annie en el recorte breve y lleno de nombres, y entonces comprendió que estaba buscando un nombre equivocado. Estaba allí, pero se había convertido en parte de una sociedad sociosexual llamada señores Ralph Dugan[11].

Paul levantó la cabeza de golpe. ¿Se acercaba un coche? No…, sólo era el viento. Retornó al libro de Annie.

Ralph Dugan había vuelto a ayudar a los cojos, a los mancos y a los ciegos en el Arapahoe County Hospital. Era de suponer que Annie se dedicaba otra vez al venerado trabajo de enfermera, prestando ayuda y consuelo a los heridos por el dolor.

«Ahora empieza la matanza —pensó—. La única cuestión importante es lo referente a Ralph: ¿Le toca al principio, en medio, o al final?».

Pero otra vez se equivocaba. En lugar de un óbito, la siguiente página mostraba la fotocopia de un papel de un corredor de fincas. En el ángulo superior izquierdo del anuncio, había una fotografía de una casa. Paul la reconoció por el establo adosado. Después de todo, nunca la había visto desde fuera.

Debajo, con la caligrafía pulcra y firme de Annie se leía: «Paga y señal entregadas el 3 de marzo. Papeles firmados el 18 de marzo de 1979».

¿Una casita de retiro? Lo dudaba. ¿Quizá de verano? No. Ellos no podía permitirse ese lujo. ¿Así pues?

«Bueno, tal vez sea solo una fantasía, pero parece probar algo: quizá ama de verdad al viejo Ralph Dugan. A lo mejor ha pasado un año y ella aún no le atribuye olor a mierda. Algo ha cambiado de verdad: no han habido necrológicas desde… —Volvió atrás para mirar—. Desde Laura Rothberg, en septiembre de 1978. Dejó de matar cuando conoció a Ralph. Pero eso era entonces, y esto es ahora. La presión empieza a aumentar. Los interludios depresivos están volviendo. Ella ve a los viejos, a los desahuciados…, piensa en lo desgraciados que son y se dice: “este ambiente es el que me está deprimiendo; los kilómetros de pasillos enlosados, los olores, el chasquido de las suelas de crepé y los sonidos de la gente en su dolor. Si pudiera salir de aquí…”».

Así que Ralph y Annie, al parecer, se habían ido al campo.

Pasó la hoja y pestañeó.

Garabateado al final de la página, decía: «23 de agosto de 1980. ¡JÓDETE!».

El papel, a pesar de su grosor, se había roto en varias partes bajo la furia de la mano que llevaba la pluma.

Era la columna de DIVORCIOS CONCEDIDOS del periódico de Nederland, pero tuvo que dar la vuelta al libro para asegurarse de que Annie y Ralph estaban allí. Ella había pegado el recorte al revés.

Sí, allí estaban. Ralph y Anne Dugan. Causa: crueldad mental.

—Divorciados tras corta enfermedad —murmuró Paul, y volvió a levantar la vista pensando que se acercaba un coche.

«El viento —se dijo—, sólo es el viento…». En cualquier caso, era mejor regresar a la habitación. No sólo porque el dolor de sus piernas estaba aumentando, sino porque se estaba acercando a un estado de locura terminal.

Pero volvió a inclinarse sobre el libro. De un modo extraño, era demasiado bueno e interesante para dejarlo, como una novela tan desagradable que hay que terminarla.

El matrimonio de Annie se había disuelto de un modo mucho más legal de lo que él había esperado. Parecía justo decir que el divorcio había surgido verdaderamente tras una corta enfermedad. Un año y medio de felicidad conyugal no era una eternidad…

Habían comprado una casa en marzo y ése no es un paso que se da si uno piensa que su matrimonio se está desmoronando. ¿Qué ocurrió? Paul no lo sabía. Podía inventar una historia, pero no sería más que eso. Entonces, revisando otra vez el recorte, leyó algo sugestivo. «Angela Ford, divorciada de John Ford. Kirsten Frawley, de Stanley Frawley. Danna McLaren, de Lee McLaren. Y… Ralph Dugan de Anne Dugan».

«Ahí está esa costumbre norteamericana, ¿no? Nadie habla mucho de ello, pero ahí está —reflexionó Paul, pensando en sí mismo—. Son los hombres quienes se declaran a la luz de la Luna y son las mujeres las que piden el divorcio. No siempre ocurre así; pero casi siempre».

¿Y qué nos está diciendo este juego de palabras? Veamos, Angela está diciendo: «Levántate el pantalón, John». Kirsten dice: «¡Busca otro plan, Stan!». Danna plantea: «¡La llave para mí, Lee!». Y Ralph, el único hombre que aparece antes de la última mujer en la lista, ¿qué está diciendo? Creo que tal vez gritaba: «¡Déjenme salir de aquí!».

—Quizá vio al gato muerto en la escalera —dijo Paul.

Página siguiente. Otro artículo de recién llegados. Extraído del Camera de Boulder, Colorado. Había una fotografía de doce nuevos miembros del personal, de pie en el jardín del Boulder Hospital. Annie estaba en la segunda fila; su cara, un círculo blanco bajo la cofia con su raya negra. El estreno de un nuevo espectáculo. La fecha bajo el recorte era 9 de marzo de 1981. Había adoptado otra vez su apellido de soltera.

Boulder… Allí era donde Annie se había vuelto verdaderamente loca.

Pasó las páginas cada vez más aprisa, mientras su horror iba en aumento y dos pensamientos le asaltaban constantemente. «¿Por qué, en el nombre de Dios, no sospecharon antes? ¿Cómo, en el nombre de Dios, se les escurrió de las manos?».

10 de mayo de 1981, larga enfermedad. 14 de mayo de 1981, larga enfermedad. 23 de mayo, larga enfermedad. 9 de junio, corta enfermedad. 15 de junio. 16 de junio, larga…

«Corta… Larga… Corta… Larga… Larga… Corta…», exclamaba su mente.

Las páginas temblaban en sus dedos. Podía oler el pegamento seco.

—Cielos, ¿a cuántos mató?

Si era correcto adjudicar un asesinato a cada necrológica pegada en aquel libro, su marca se elevaba a más de treinta personas a finales de 1981…, sin despertar un solo rumor entre las autoridades. Claro que casi todas las víctimas eran viejos y el resto personas seriamente lesionadas; pero aun así…

En 1982, Annie, finalmente había cometido un error. El recorte del Camera del 14 de enero mostraba su cara vacía, pétrea, bajo un titular que decía: «NOMBRAMIENTO DE UNA NUEVA ENFERMERA JEFE PARA MATERNIDAD». Hasta ahí, todo correcto.

Pero el 29 de enero habían empezado las muertes en la sala de recién nacidos.

Annie había confeccionado una crónica de toda la historia a su manera, meticulosa. Paul no tuvo ningún problema en seguirla.

«Si la gente que iba tras tu pellejo hubiese encontrado este libro, Annie, estarías en la cárcel o en algún manicomio hasta el fin de los tiempos», pensó.

Las primeras muertes de niños no habían despertado sospechas. Sobre uno de ellos se mencionaban graves defectos congénitos. Pero los bebés, aunque naciesen con problemas, no eran ancianos que morían de fallo renal, ni víctimas de accidentes que ingresaban vivas, a pesar de tener sólo media cabeza o el agujero de un volante en las tripas. Y luego había empezado a matar a los sanos junto con los defectuosos. Suponía que Annie, en su espiral psicótica, comenzó a verlos a todos como pobres seres.

A mediados de marzo de 1982 se produjeron cinco muertes de recién nacidos en el hospital de Boulder. Se había iniciado una investigación exhaustiva. El 24 de marzo, Camera llamaba al culpable «fórmula en mal estado» y citaba una «fuente de crédito del hospital». Paul se preguntó si esa fuente sería la propia Annie.

Otro niño murió en abril. Dos fallecieron en mayo.

La primera página del Denver Post del 1 de junio publicaba:

INTERROGADA LA ENFERMERA JEFE SOBRE LA MUERTE DE NIÑOS.

El portavoz de la oficina del sheriff dice que «aún» no se han presentado cargos..

por Michael Leith

Annie Wilkes, de treinta y nueve años, enfermera jefe de la maternidad del hospital de Boulder, está siendo interrogada hoy sobre la muerte de ocho niños, acaecidas en el lapso de varios meses, todas ellas después de que la señorita Wilkes ocupase el cargo. Cuando se le preguntó a la portavoz de la oficina del sheriff, Tamara Kinsolving, si la señorita Wilkes estaba en prisión preventiva, respondió que no. Y al inquirir si la enfermera Wilkes había acudido a informar del caso por su propia voluntad, Kinsolving repuso: «Debo decir que no fue así. Las cosas están muy complicadas». En cuanto a si se le habían formulado cargos por alguna de las muertes, Kinsolving respondió: «No. Todavía no».

El resto del artículo repasaba la trayectoria de Annie. Ponía en evidencia sus múltiples traslados, pero no sugería en absoluto que en todos los hospitales en que había trabajado la gente tenía un modo extraño de morir…

—Annie arrestada. Dios mío, Annie arrestada —susurró. El ídolo todavía no había caído, pero se tambaleaba cada vez más.

La veía subiendo una escalera de piedra acompañada de una robusta mujer policía. Tenía la cara inexpresiva. Llevaba su uniforme de enfermera y sus zapatos blancos. Página siguiente: «WILKES EN LIBERTAD. NO ABRE LA BOCA EN EL INTERROGATORIO».

Se había salido con la suya. De algún modo, lo había conseguido. Ya era hora de que desapareciese y volviese a aparecer en otra parte, Idaho, Utah, tal vez California. Pero en vez de eso, volvió a trabajar. Y en lugar de una columna anunciando su nuevo ingreso en algún hospital del Oeste, había un gran titular en la primera página del Rocky Mountain News del 2 de julio de 1982:

Continúa el horror:

OTROS TRES NIÑOS MUERTOS EN EL HOSPITAL DE BOULDER

Dos días más tarde, las autoridades arrestaron a un ordenanza puertorriqueño, pero lo dejaron en libertad al cabo de nueve horas. El 19 de julio, tanto el Post de Denver como el Rocky Mountain News informaban del arresto de Annie. Había habido una audiencia preliminar a principios de agosto. El 9 de septiembre acudió a juicio por el asesinato de Christopher, una niña de tan sólo un día de vida. Tras ésta, había otros siete cargos por asesinato en primer grado. El artículo destacaba que algunas de las supuestas víctimas de Annie Wilkes habían vivido lo suficiente para ser bautizadas.

Entre las reseñas del juicio se encontraban algunas Cartas de los Lectores aparecidas en los periódicos de Denver y de Boulder. Paul comprendió que Annie había recortado sólo las más hostiles, las que reforzaban su amarga visión de la humanidad como Homo brattus; pero en cualquier caso, eran injuriosas. Parecía existir entre sus autores un consenso: la horca era una forma de muerte demasiado piadosa para Annie Wilkes. Un corresponsal la apodó la Dama Dragón, y el mote perduró hasta el final del juicio. Algunos parecían desear que se pinchara a la Dama Dragón hasta la muerte con tenedores candentes, y la mayoría indicaba su deseo de ejercer de verdugo.

Al lado de una de esas cartas, Annie había escrito, con una caligrafía temblorosa y algo patética completamente distinta a la de su mano habitualmente firme: «Los palos y las piedras pueden romper los huesos; pero las palabras no tienen tal poder».

Era evidente que el mayor error de Annie había consistido en no detenerse cuando la gente por fin empezó a darse cuenta de que pasaba algo raro. Fue un error muy grave, pero desgraciadamente no bastó. El ídolo tan sólo se tambaleó, nada más. El caso de la fiscalía se basó enteramente en pruebas circunstanciales y en algunos aspectos eran tan inconsistentes que se desmoronaban. El fiscal del distrito se basaba en una marca en la cara y en la garganta de la niña Christopher que se ajustaba al tamaño de la mano de Annie y al anillo de amatista que ella llevaba en el dedo anular de la mano derecha. Contaba también con un patrón de entradas y salidas controladas que coincidían, aproximadamente, con las muertes de los niños. Pero Annie era, después de todo, la enfermera jefe de la maternidad, así que siempre estaba entrando y saliendo. La defensa pudo demostrar que Annie había entrado en la sala de recién nacidos en docenas de ocasiones sin que ocurriera nada anormal lo que, para Paul, equivalía a demostrar que los meteoros nunca chocan con la Tierra presentando como prueba cinco días en los que ninguno cayó sobre el campo norte del granjero John. Sin embargo, comprendía el peso del argumento sobre el jurado.

El fiscal tejió su red lo mejor que pudo, pero la huella de la mano con la marca del anillo fue la evidencia más delatora que pudo presentar. El hecho de que el estado de Colorado hubiese decidido procesarla con tan escasas posibilidades de condena a partir de la evidencia existente, dejó a Paul con una hipótesis y una certeza. La hipótesis era que Annie había aportado datos durante su primer interrogatorio extremadamente sugerentes, tal vez hasta condenatorios. El defensor se las había arreglado para que la transcripción de ese interrogatorio no fuese aceptada en las actas del juicio. La certeza era que la decisión de Annie de testificar en las audiencias preliminares había sido imprudente. Su abogado no pudo conseguir que ese testimonio se desestimara en el juicio, a pesar de lo mucho que se había esforzado intentándolo. Aunque Annie nunca confesó nada durante los tres días de agosto que había pasado «en el banquillo en Denver», Paul pensó que, en realidad, ella lo había confesado todo:

¿Que si me causaban tristeza? Claro que sí, teniendo en cuenta el mundo en que vivimos.

No tengo nada de que avergonzarme. Nunca me avergüenzo. Lo que hago es definitivo, jamás me paro a pensar este tipo de cosas.

¿Que si asistí a los funerales de alguno de ellos? Claro que no. Los funerales me parecen tétricos y depresivos. Tampoco creo que los bebés tengan alma.

No, nunca lloré.

¿Que si lo sentía? Supongo que eso es una pregunta filosófica, ¿no?

Por supuesto que entiendo esa pregunta. Entiendo todas las preguntas que ustedes me hacen. Van todos por mí.

Paul pensó que, si ella hubiese insistido en testificar en su juicio, el abogado probablemente la habría matado para hacerla callar.

El caso pasó al jurado el 13 de diciembre de 1982. Y allí había una fotografía sorprendente del Rocky Mountain News, una fotografía de Annie tranquilamente sentada en su celda, leyendo La busca de Misery. «¿MISERABLE[12]? —se preguntaba al pie de la fotografía—: LA DAMA DRAGÓN, NO. Annie lee, con toda serenidad, mientras espera el veredicto».

Y luego, el 16 de diciembre, titulares a toda plana, «LA DAMA DRAGÓN, INOCENTE». En el artículo, un jurado que pedía no ser identificado, manifestaba: «Tenemos grandes dudas acerca de su inocencia, sí. Por desgracia, también teníamos dudas razonables sobre su culpabilidad. Esperamos que vuelvan a juzgarla por otro de los cargos. Tal vez el fiscal podría preparar una acusación mejor en algunos de ellos».

«Todo el mundo estaba convencido de que lo había hecho ella —pensó Paul, convencido—, pero nadie pudo demostrarlo. Así que se les escurrió entre los dedos».

El caso fue languideciendo en las siguientes tres o cuatro páginas. El fiscal de distrito aseguraba que Annie sería procesada por otro cargo de los que había contra ella. Tres semanas más tarde, negaba haberlo dicho. A principios de febrero de 1983 emitió un comunicado diciendo que, aunque los casos de infanticidio en el hospital de Boulder seguían abiertos, el caso contra Annie Wilkes quedaba cerrado.

«Se les escurrió entre los dedos —insistió Paul—. El marido no testificó para ninguna de las dos partes. Me pregunto por qué».

Había más páginas en el libro, pero por el modo en que ajustaban, comprendió que casi había terminado la historia de Annie.

La página siguiente pertenecía al diario Gazette, de Sidewinder, 19 de noviembre de 1984. Unos autoestopistas habían encontrado, en la sección oriental de la Reserva Grider Wildlife, los restos mutilados y parcialmente despedazados de un joven. El periódico de la semana siguiente lo identificaba como Andrew Pomeroy, de veintitrés años, natural de Cold Stream Harbor, Nueva York. Pomeroy se había marchado de Nueva York hacia Los Ángeles en septiembre del año anterior, haciendo autoestop. Sus padres supieron de él por última vez el 15 de octubre. Les había llamado desde Julesburg a cobro revertido. El cuerpo fue encontrado en el lecho seco de un arroyo. La policía suponía que Pomeroy había sido asesinado cerca de la autopista nueve y que la tormenta de primavera lo había arrastrado hacia la reserva Wildlife. La declaración del forense decía que las heridas habían sido producidas por hacha.

Paul se preguntó, no sólo por curiosidad, a qué distancia de allí estaría la reserva Wildlife.

Pasó la página y leyó el último recorte, al menos por el momento… De repente, contuvo la respiración. Era como si después de arrastrarse a través de la necrología casi insoportable de las páginas anteriores, se hubiese encontrado con su propia necrológica. Y aunque no lo era…

—Esto hará que las autoridades empiecen a investigar el caso —dijo con voz ronca y baja.

Era del Newsweek. La columna «Transitions». Entre el divorcio de una actriz de televisión y la muerte de un magnate del acero del Medio Oeste, se leía:

DESAPARECIDO: Paul Sheldon, de cuarenta y dos años, novelista conocido principalmente por su serie de novelas románticas sobre la sexy, estúpida e incombustible Misery Chastain. La desaparición fue denunciada por su agente Bryce Bell. “Creo que está bien —dijo Bell—, pero me gustaría que se pusiera en contacto conmigo y me tranquilizase. Y a sus exmujeres les gustaría que se pusiera en contacto con ellas y tranquilizase sus cuentas bancarias”. Sheldon fue visto por última vez en Boulder, Colorado, donde había ido a terminar una novela.

El recorte tenía dos semanas.

«Desaparecido, eso es todo —pensó abatido—. Sólo desaparecido. No estoy muerto. Desaparecer no es como estar muerto».

Pero sí que lo era, y de repente necesitó su medicina, porque no sólo eran las piernas lo que le dolía. Con sumo cuidado, puso el libro en su sitio y se dirigió hacia la habitación de los huéspedes.

Fuera, el viento soplaba más fuerte que nunca, lanzando la lluvia fría contra la casa. Paul trató desesperadamente de controlarse para no romper a llorar.

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