Misery

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III - Paul » 2

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Paul cogió la máquina de escribir y la agitó. Al cabo de un rato, cayó una pequeña pieza de acero encima de la tabla que tenía sobre los brazos de la silla. La cogió y la miró.

Era la letra «t». La máquina de escribir acababa de escupir su «t».

«Tendré que quejarme a la dirección. No voy a pedir una nueva máquina de escribir, voy a exigirla, coño. Ella tiene dinero, sé que lo tiene. Quizá lo esconde en tarros de mermelada, bajo el establo o tal vez en las paredes de su Casa de la Risa, pero ella tiene pasta y… ¡Dios mío, es la t, una de las letras que más se usan!», pensó.

No iba a pedir nada a Annie, por supuesto, y mucho menos a exigirlo. El hombre que había sufrido lo indecible, el hombre que no tenía nada a que aferrarse —ni siquiera esa mierda de libro—, ese hombre se lo habría pedido. Con dolor o sin él, ese hombre había tenido las agallas de enfrentarse a Annie Wilkes.

Él era ese tipo y tal vez debía sentirse avergonzado; pero ese hombre, ¡maldita sea!, había tenido dos grandes ventajas sobre él. Dos pies… y dos dedos pulgares.

Paul se quedó pensando durante un rato, volvió a leer la última línea rellenando las omisiones mentalmente y luego volvió a trabajar.

«Mejor así. Mejor no pedir nada. Mejor no provocar… Las abejas zumban tras su ventana».

Era el primer día de verano.

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