Misery

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III - Paul » 7

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Al principio, ella no quiso que volviese a su trabajo. Pudo ver en sus ojos asustados el miedo que había pasado y que aún estaba pasando, lo cerca que había estado de morir. Le prodigaba unos cuidados extravagantes cambiándole las vendas del muñón rezumante cada ocho horas. Al principio le había informado, con el aire de quien sabe que no va a recibir una medalla por su acción, que se los cambiaba cada cuatro horas, aplicándole baños de esponja y friegas de alcohol, como si intentase negar lo que había hecho. Le advertía del dolor que podría sentir. «Tendrá una recaída, Paul. No lo diría si no fuese cierto, créame. Al menos usted sabe lo que le espera. Yo me estoy muriendo por enterarme de lo que va a pasar». Se enteró de que ella había leído todo lo que él había escrito, mientras se debatía entre la vida y la muerte…, más de trescientas páginas de manuscrito. Él no había completado con las letras que faltaban las últimas cuarenta páginas. Annie lo había hecho. Se las enseñó con una especie de orgullo inquietantemente retador. Sus enes eran pulcras como en un texto, contrastando violentamente con las suyas, una especie de garabatos contrahechos.

Annie nunca lo mencionó, pero él creía que aquello era otra demostración de su solicitud. «¿Cómo puede decir que he sido cruel con usted, Paul, cuando he completado todas esas páginas?». Un acto de reparación o tal vez un rito casi supersticioso: suficientes cambios de vendas, suficientes baños de esponja, suficientes letras y Paul viviría. «Mujer abeja de los bourkas hacer poderosa magia, buana, llenar toas esas letras y to ponerse bien otra vez», creyó escuchar.

Así era como había comenzado…, pero luego se había instalado el «tengo». Paul conocía todos los síntomas. Cuando ella le había dicho que se estaba muriendo por saber lo que iba a pasar, no bromeaba.

«Porque tú seguiste viviendo para averiguar lo que pasaría. ¿No es eso lo que estás diciendo?», se preguntó.

Por demente que fuese y hasta vergonzoso, por absurdo que pareciera, eso era lo que él creía.

El «tengo»…

Era algo que había generado en los libros de Misery casi a voluntad, pero muy poco o nada en la corriente principal de su novelística. No sabía exactamente dónde encontrar el «tengo», pero siempre lo reconocía cuando se lograba. Hacía que la aguja del Geiger saltara hasta el final de la espera. Lo reconocía incluso sentado frente a la máquina de escribir aquejado de una ligera resaca, tomando tazas de café y masticando Rolaids cada dos horas, sabiendo que debía dejar los malditos cigarrillos, al menos durante la mañana, aunque era incapaz de llegar al punto decisivo, meses antes de terminar y a años luz de la publicación. Siempre que lo conseguía acababa sintiéndose ligeramente avergonzado, manipulador. Los días pasaban y el agujero en el papel era pequeño, la luz débil, las conversaciones del entorno estúpidas. Uno seguía empujando porque era todo lo que podía hacer. Según Confucio, si un hombre quiere cultivar un poco de maíz, antes debe remover una tonelada de estiércol. Y un día todo alcanzaba las dimensiones de la evidencia y la luz brillaba como un rayo de sol en una epopeya de Cecil B. de Mille. Entonces, Paul sabía que allí estaba el «tengo» vivito y coleando. Se manifestaba de distintas formas: «Creo que me quedaré trabajando otros quince o veinte minutos, cariño, tengo que ver cómo sale este capítulo». Aunque el tipo que había dicho eso hubiera pasado todo el día trabajando y pensando en echar un polvo, y sabía que al terminar su trabajo encontraría a la mujer dormida.

«Ya sé que debería empezar a hacer la cena, él se enfadará si vuelvo a cocinar algo congelado; pero tengo que ver cómo termina esto». Los caminos del «tengo» eran insoportables.

«Tengo que saber si ella vivirá —pensó Paul—. Tengo que enterarme de si él cogerá al canalla de mierda que mató a su padre. Tengo que averiguar si ella descubre que su mejor amiga está follando con su marido».

El maldito verbo era obsceno como masturbarse en un bar asqueroso; magnífico como un buen polvo con la prostituta más talentosa del mundo. Sí, era genial y repugnante a la vez, y al final no importaba lo grosero o lo crudo que resultase, porque era simplemente como Jackson decía en aquel disco: «No pares hasta que te hartes».

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