Misery

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III - Paul » 10

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Aquellos días se dormía como un viejo, de repente y a veces en momentos inoportunos, lo que significaba que sólo una película muy fina le separaba del mundo de la vigilia. No dejó de oír el cortacésped, pero su ruido se hizo cada vez más profundo, más grosero, como el sonido de un cuchillo eléctrico.

«Bueno, si tanto le molesta, tendré que darle algo en que pensar para que se olvide de esa letra que falta», escuchó en sueños. La oyó revolviendo en la cocina, tirando cosas, maldiciendo en su extraño lenguaje personal. Diez minutos más tarde entraba con una jeringuilla, el Betadine y un cuchillo eléctrico. Paul empezó a gritar en el acto. En cierto modo, reaccionaba como el perro de Pávlov. Cuando Pávlov hacía sonar una campana, el perro babeaba. Cuando Annie entraba en la habitación de huéspedes con una jeringuilla, una botella de Betadine y un objeto cortante afilado, Paul empezaba a chillar. Había conectado el cuchillo al lado de la silla de ruedas y habían seguido más súplicas y más gritos y más promesas de que se portaría bien. Cuando trató de escapar de la aguja, ella le dijo que se quedara quieto o tendría que soportar lo que iba a ocurrir sin el beneficio de una ligera anestesia. Cuando siguió intentando eludir el pinchazo, gimiendo y suplicando, Annie sugirió que si ése era el modo en que se sentía, tal vez lo que debía hacer era usar el cuchillo en su garganta y acabar de una vez…

Entonces él se quedó quieto y sintió el pinchazo en su dedo pulgar izquierdo, y luego la hoja del cuchillo. Cuando lo conectó a la hoja empezó a serrar de arriba abajo rápidamente, el Betadine saltó en un rocío de gotas marrones que ella no pareció notar y al final, por supuesto, otras muchas gotas rojas saltaron también en el aire. Porque cuando Annie tomaba la decisión de realizar un acto, lo llevaba a cabo sin dejarse ablandar por súplicas. Annie no vacilaba ante los gritos, tenía el valor de sus convicciones.

Mientras la zumbante y vibradora hoja se introducía en la tierna red de carne entre el dedo pulgar a punto de desaparecer y su dedo índice, Annie le aseguró que le amaba con su maternal y cínico tono de voz.

Y aquella noche…

«No estás soñando, Paul. Estás pensando en cosas en las que no te atreves a pensar cuando estás despierto. Así que despierta. Por el amor de Dios, Despierta».

No podía despertar.

Aquella mañana Annie le había cortado el dedo pulgar y por la noche entraba contenta en la habitación donde él estaba sentado envuelto en un estúpido aturdimiento. El dolor en su mano izquierda vendada era insoportable, aunque familiar, y ella llevaba una tarta y cantaba Cumpleaños feliz con su voz timbrada y desentonada. Aunque no era su cumpleaños había velas en toda la tarta y, en el centro, clavado en el pastel como una enorme vela, se hallaba su dedo pulgar con la uña ligeramente rota, porque a veces la mordía cuando no encontraba una palabra y ella dijo: «Si promete ser bueno, Paul, puede comer un trozo de tarta, pero podrá dejar la vela especial», así que prometió ser bueno porque no quería que le obligara a comer la vela especial, pero sobre todo porque Annie era estupenda… «Sí, Annie es una gran mujer —empezó a pensar—, gracias por los alimentos, incluyendo los que no tenemos que comer. Las chicas sólo quieren divertirse, pero no me obligue a comer mi pulgar… Es mejor ser honesto con la diosa Annie, porque ella sabe cuándo duermes, ella sabe cuándo estás despierto, ella sabe si has sido bueno o malo así que sé bueno… Es mejor que no llores, que no hagas el tonto, pero sobre todo no debes gritar, no debes gritar no debes gritar…».

No gritó.

Y al despertar, dio un salto que resultó doloroso para todo su cuerpo, apenas consciente de que sus labios estaban fuertemente apretados para no dejar salir el grito, a pesar de que la dactilotomía había ocurrido hacía más de un mes.

Estaba tan preocupado tratando de no gritar que, por un momento, ni siquiera vio lo que venía por el camino y cuando lo vio, creyó que se trataba de un espejismo.

Era un coche de la guardia del estado de Colorado.

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