Misery

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III - Paul » 18

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Le explicó que, cuando hubiese oscurecido, llevaría el coche del guardia a su Casa de la Risa. Había un badén junto a la cabaña donde podría aparcarlo sin que nadie lo viese. Pensaba que el único riesgo de ser descubierta lo correría en la carretera nueve, pero era un riesgo mínimo. Sólo tenía que recorrer dos kilómetros. Una vez hubiese salido de la nieve, iría por las carreteras de las montañas. Todas estaban casi desiertas y algunas habían caído en desuso porque apacentar ganado por esas alturas se había convertido en una rareza. Algunas de aquellas carreteras estaban aún valladas. Ralph y ella habían conseguido las llaves cuando compraron la propiedad. Los dueños de las tierras entre la carretera y la cabaña se las habían dado sin tener que pedirlas. A eso le llamaban «la política del buen vecino», le dijo, confiriendo a una palabra agradable matices increíblemente retorcidos de sospecha, desprecio y amarga ironía. Así era Annie.

—Le llevaría conmigo sólo para no perderle de vista ahora que me ha demostrado que no puedo confiar en usted; pero no saldría bien. Podría llevarle en la parte trasera del coche del guardia, pero hacerle bajar sería imposible. Voy a tener que volver en la bicicleta de Ralph. Probablemente me caeré y me romperé el jonino cuello.

Se rió alegremente para demostrar lo gracioso que resultaría semejante desenlace. Paul no la imitó.

—Si eso ocurriera, Annie, ¿qué me pasaría a mí?

—No le pasaría nada, Paul —dijo en tono sereno—. ¡Joder, siempre se está preocupando sin motivo!

Se dirigió hacia una de las ventanas del sótano y permaneció allí un momento mirando, midiendo la puesta de sol. Paul la observaba pensativo. Si se caía de la bicicleta o si se salía de una de esas carreteras sin pavimentar que iban bordeando precipicios, no creía en modo alguno que a él no fuese a ocurrirle nada. Moriría como un perro allí abajo, y cuando al fin todo hubiese terminado, serviría de alimento a las ratas, que sin duda estaban ya observando a los «dos» bípedos que habían invadido sus dominios. Había una cerradura Kreig en la puerta de la alacena y un cerrojo en el mamparo casi tan grande como su puño. Las ventanas del sótano no pasaban de ser sucias hendiduras de unos cincuenta centímetros de alto por treinta y cinco de ancho, como si reflejasen la paranoia de Annie, pensó. ¿No expresan las casas después de un tiempo la personalidad de sus habitantes? No creía que hubiese podido salir por uno de aquellos huecos ni aun estando en su mejor forma y evidentemente no lo estaba. Tal vez podría romper una y gritar pidiendo socorro si alguien aparecía por allí antes de que muriese de hambre, pero eso no suponía un gran aliciente.

Las primeras oleadas de dolor se deslizaron por sus piernas como agua envenenada. Y la abstinencia… El cuerpo le pedía Novril a gritos. Pensó que se trataba del «tengo».

Annie volvió y cogió la tercera botella de Pepsi.

—Le traeré otras dos antes de marcharme —dijo—. Ahora necesito el azúcar. No le importa, ¿verdad?

—Claro que no. Mi Pepsi es su Pepsi.

Destapó la botella y bebió profundamente. Paul pensó: «Cku-galug, chu-galug, dan ganas de gritar yupiyú». ¿Quién cantaba eso? Roger Miller, ¿no? ¡Qué cosas nos arroja la mente!

Aquello era ciertamente gracioso.

—Voy a meter a ese tío en su coche y a llevármelo a mi Lugar de la Risa. Llevaré también todas sus cosas. Meteré el coche en el cobertizo de allá arriba y lo enterraré en el bosque, a él y a sus… ya sabe…, sus fragmentos.

Paul no contestó. Recordaba a Bessie mugiendo, mugiendo hasta que no pudo mugir más porque estaba muerta, y otro de los grandes axiomas del Western Slope era precisamente ése: «Vaca muerta no muge».

—Tengo una cadena en la entrada del camino. La voy a poner. Si viene la policía, puede levantar sospechas; sin embargo, prefiero que sospechen antes de que se acerquen a la casa y le oigan a usted organizando un jonino escándalo. Pensé en amordazarle, pero las mordazas son peligrosas, especialmente si uno está tomando drogas que afectan a la respiración. Tal vez podría vomitar, o tapársele la nariz por la humedad. Si se le obstruyera por completo y no pudiese respirar por la boca…

Apartó los ojos desconectada, silenciosa, igual que las piedras de las paredes, tan vacía como la primera botella de Pepsi que se había bebido. «Dan ganas de gritar yupiyú —pensó, y Annie, ¿había gritado hoy yupiyú?—. Puedes apostar el culo a que sí». Annie había gritado hasta dejar todo el patio embarrado. Sonrió. Ella no dio muestra alguna de haberle escuchado.

De pronto, lentamente, empezó a volver en sí.

Le miró pestañeando.

—Voy a poner una nota en una de las tablas de la verja —dijo lentamente reorganizando sus pensamientos—. Hay una ciudad a unos diecisiete kilómetros de aquí. Se llama Steamboat Heaven[15]. ¿No es un nombre gracioso para una ciudad? Esta semana tienen lo que ellos llaman el mercado de pulgas más grande del mundo. Lo hacen cada verano. Siempre hay allí mucha gente vendiendo cerámica. Pondré en la nota que he ido a Steamboat Heaven a ver obras de cerámica y que me quedaré a pasar la noche. Si alguien pregunta después dónde estuve, para investigar en el registro, diré que no había cerámicas buenas y que decidí volver. Sólo que me cansé. Eso es lo que voy a decir. Diré que aparqué a un lado de la carretera para echar un sueñecito, porque tuve miedo de quedarme dormida al volante. Explicaré que sólo pensaba dar una cabezada, pero que estaba tan cansada, que dormí toda la noche.

Paul estaba atónito ante la sutileza de su astucia. De pronto comprendió que Annie estaba haciendo exactamente lo que él no podía hacer, estaba jugando a «¿Puedes?». «Tal vez —pensó—, por eso no escribe libros. No le hace falta».

—Volveré en cuanto pueda, porque la policía vendrá —dijo, y la perspectiva no parecía perturbar su extraña serenidad en lo más mínimo, aunque Paul no podía admitir que ella no comprendiese, en alguna parte de su mente, lo cerca que estaba del final—. No creo que vengan esta noche, excepto quizá para echar un vistazo, pero vendrán en cuanto sepan con seguridad que el guardia ha desaparecido. Revisarán su ruta buscándole y tratando de averiguar dónde se detuvo, ¿verdad, Paul?

—Sí.

—Tendré que estar aquí cuando lleguen. Si salgo con la bicicleta en cuanto amanezca, puede que me encuentre de regreso antes del mediodía. Lo más lógico es que llegue antes que ellos, porque si el guardia salió de Sidewinder, seguro que se detuvo en muchos lugares antes de llegar aquí.

Paul se preguntó si se le habría ocurrido la posibilidad de que los policías empezaran por el final de la ruta asignada al compañero en lugar de comenzar por el principio. Él no lo creía; era más natural seguir el recorrido hacia adelante que hacia atrás, pero cabía la posibilidad. Decidió que no era una buena idea sugerírselo, podía resultar perjudicial para su salud.

—Cuando se presenten aquí, usted ya estará de nuevo en su habitación más calentito que un gusano en una manta. No voy a atarle ni a amordazarle ni nada de eso, Paul. Hasta puede asomarse cuando yo salga a hablar con ellos, porque la próxima vez serán dos, creo. Al menos dos, ¿no le parece?

Sí que se lo parecía.

Ella asintió, satisfecha, con la cabeza.

—Pero yo puedo encargarme de dos si tengo que hacerlo. —Dio unas palmaditas en la bolsa—. Quiero que recuerde la pistola del chico mientras esté asomado, Paul. Quiero que recuerde que va a estar siempre aquí dentro mientras hable con esos policías cuando vengan mañana. La bolsa tendrá la cremallera abierta. Usted podrá verlos a ellos, pero si ellos lo ven a usted, Paul, sea por accidente o porque usted intente algo, como lo de hoy y si eso ocurre, sacaré la pistola de la bolsa y empezaré a disparar. Ya es responsable de la muerte de un muchacho, piense en ello.

—No me venga con esa mierda —le dijo, sabiendo que ella le castigaría por hablar mal.

No obstante, ella no hizo nada. Sólo le sonrió con aquella expresión serena y maternal.

—Usted lo sabe. No me engaño pensando que le importa, no me engaño en absoluto. Y sé que tampoco le importa que mueran otras dos personas si eso le sirve de algo. Pero no le servirá, Paul, porque si tengo que matar a dos, mataré a cuatro. A ellos y a nosotros. ¿Y sabe una cosa? Creo que todavía le importa su propio pellejo.

—No demasiado —confesó Paul—. Le diré la verdad, Annie. Cada día que pasa siento mi pellejo como algo de lo que quiero librarme.

Ella rió.

—He oído eso muchas veces. Pero en cuanto ven que vas a tocarles la porquería de respiradores, entonces ya es otra historia. Sí. Entonces empiezan a gritar y a llorar y se convierten todos en unos verdaderos mocosos.

«Pero usted nunca permitió que tal cosa la disuadiese, ¿verdad, Annie?», pensó.

—De cualquier modo —prosiguió—, sólo quiero que sepa que lo pongo todo en sus manos. Si verdaderamente no le importa, grite hasta desgañitarse cuando vengan. Lo dejo a su elección.

Paul no replicó.

—Cuando vengan, estaré ahí en el camino y responderé que sí, que el policía del estado pasó por aquí. Les contaré que vino cuando yo me estaba arreglando para ir a Steamboat Heaven. Diré que me enseñó su fotografía y que yo no le había visto. Entonces uno de ellos me preguntará: «Eso fue el invierno pasado, señorita Wilkes, ¿cómo puede estar tan segura?». Y yo le contestaré: «Si Elvis Presley todavía estuviese vivo y usted lo hubiese visto el invierno pasado, ¿lo recordaría?». Y él dirá que sí, que probablemente sí, pero que qué tiene eso que ver con el precio del café en Borneo, y yo replicaré: «Paul Sheldon es mi escritor favorito y he visto su fotografía montones de veces». Tendré que decir eso, Paul, ¿sabe por qué?

Lo sabía, claro que lo sabía. Su astucia continuaba impresionándole. Ya no debería hacerlo, pero no podía evitarlo. Recordó la fotografía en la que estaba Annie en la celda preventiva, la que le tomaron en aquel curioso intervalo entre el final del juicio y el regreso del jurado. Lo recordaba perfectamente: «¿Miserable la dama dragón? No. Annie lee tranquilamente mientras espera el veredicto».

—Así que entonces —continuó— les diré que él apuntó en su libreta todo lo que le dije y me dio las gracias. Añadiré que le ofrecí una taza de café, aunque tenía prisa por ponerse en camino, y luego me preguntarán por qué. Les responderé que él probablemente sabía lo de mi problema anterior y que yo quería dejar bien claro que todo estaba en orden por aquí. Pero el chico rehusó, manifestando que tenía que seguir su camino. Así que le ofrecí una Pepsi fría porque el día estaba muy caluroso y él aceptó.

Engulló la segunda Pepsi y puso la botella de plástico entre su cara y la de él. Su ojo, a través del plástico, se veía enorme y oscilante como el de un cíclope. El lado de su cabeza se transformó en un bulto ondulado e hidrocefálico.

—Tiraré esta botella en la cuneta a un kilómetro carretera arriba —le dijo—; pero antes pondré los dedos del policía encima, por supuesto.

Esbozó una sonrisa seca y desalmada.

—Huellas digitales —comentó—. Sabrán que pasó por mi casa, o creerán que lo saben, que es lo importante. ¿No es cierto, Paul?

Su asombro se hizo más profundo.

—Así que irán carretera arriba y no lo encontrarán; sencillamente, habrá desaparecido. Como esos swanis que tocan la flauta hasta que sale una cuerda de un cesto y luego trepan por ella y desaparecen. ¡Puf!

—¡Puf! —repitió Paul.

—No tardarán mucho en volver. Lo sé. Si no pueden encontrar su rastro, exceptuando la botella, decidirán pensar en mí un poco más. Después de todo, estoy loca, ¿no? Todos los periódicos lo dijeron. Loca como un cencerro. Pero al principio me creerán. Supongo que no querrán entrar en la casa y registrarla. Al principio, no. Buscarán en otros lugares y tratarán de pensar en otras cosas antes de volver. Tendremos un poco más de tiempo. Tal vez una semana.

Lo miró a los ojos.

—Va a tener que escribir más aprisa, Paul —dijo.

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