Misery

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III - Paul » 21

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El horno era un oscuro bulto en medio de la habitación. Parecía un pulpo. Pensó que si la noche hubiese estado serena, habría podido oír las campanadas del reloj de la sala, pero soplaba un fuerte viento de verano, como ocurría con frecuencia en aquellas noches, y sólo quedaba el tiempo extendiéndose hasta la eternidad. Cuando las bocanadas amainaban oía los grillos cantar fuera de la casa. Poco después, percibió los ruidos furtivos que tanto había temido, las rápidas carreras de las ratas.

Pero no eran las ratas lo que más temía. No. Era al guardia. A su imaginación, tan mortificantemente vívida, raras veces le daba por el terror; pero cuando así era, que Dios le ayudase, que le prestara toda su ayuda. En aquella oscuridad, no importaba en absoluto que lo que estaba pensando no tuviese ningún sentido. En las tinieblas, la racionalidad parecía estúpida y la lógica un sueño. Pensaba con la piel. Veía constantemente al guardia volviendo a la vida, o a algo parecido, en el establo. Lo veía sentarse cubierto y rodeado de paja, con la cara convertida en un sangriento amasijo por la cuchilla del cortacésped. Lo veía salir del establo arrastrándose y seguir por el camino hasta el mamparo con los jirones de su uniforme balanceándose y agitándose. Lo veía desvanecerse por arte de magia, pasar a través del mamparo y volver a materializarse en su cadáver dentro del sótano. Lo imaginaba arrastrándose por el suelo polvoriento y los ruidos que escuchaba no eran provocados por las ratas, sino por el guardia que se iba acercando, y sólo había un pensamiento en el cerebro muerto de aquel guardia del estado: «Tú me mataste. Tú abriste la boca y me mataste. Tú tiraste un cenicero y me mataste. Jonino hijo de puta, tú asesinaste mi vida».

En una ocasión sintió los dedos muertos del guardia deslizarse por su mejilla y gritó con todas sus fuerzas encogiendo las piernas, que también gritaron. Pasó la mano frenéticamente por la cara y lo que se sacudió no fue un dedo, sino una araña enorme.

El movimiento brusco acabó con la precaria tregua que había establecido con el dolor de sus piernas y con la necesidad de droga en sus nervios, pero también mitigó un poco su terror. La visión nocturna se estaba agudizando y podía ver mejor en la oscuridad. Intuyó el horno, restos de una pila de carbón, una mesa con un montón de latas y utensilios de cocina, y a su derecha… ¿qué era aquello que estaba cerca de los estantes? Aquella forma le resultaba familiar. Había algo maligno en ella. Se sostenía sobre tres patas. Su extremo superior era redondo. Parecía una de las máquinas de la muerte de Welles en La guerra de los mundos, sólo que en miniatura. Paul se quedó pensando en el asunto. Se adormeció; cuando despertó, miró otra vez y pensó: «Claro, debí darme cuenta desde el principio. Es una máquina de la muerte. Y si hay alguien sobre la Tierra que sea un marciano, es Annie Wilkes. Es su barbacoa. Es el crematorio en el que me hizo acabar con Automóviles veloces».

Se movió un poco porque se le estaba durmiendo el trasero, y gimió. Sentía dolor en las piernas, sobre todo en los aplastados restos de su rodilla izquierda, y también en la pelvis. Eso significaba que le esperaba una mala noche porque durante los últimos dos meses la pelvis había estado muy tranquila.

Buscó la jeringuilla al tacto, la cogió y luego volvió a dejarla. «Una dosis muy suave», había dicho ella. Mejor dejarla para después.

Oyó un ligero ruido y miró rápidamente hacia un rincón, esperando ver al guardia arrastrándose hasta él con un ojo castaño sobresaliendo de su cara destrozada. «Si no hubiese sido por ti, ahora estaría en mi casa mirando la tele con la mano en la pierna de mi mujer», susurraría.

No era el guardia, sino una forma oscura, probablemente imaginaria, pero que bien podía ser una rata. Se obligó a relajarse. ¡Qué larga iba a ser aquella noche!

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