Misery

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III - Paul » 24

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Al despertar, el sótano estaba lleno de la luz cenicienta del amanecer. En la bandeja que Annie había dejado, había una rata enorme sentada, royendo el queso con el rabo delicadamente curvado alrededor del cuerpo.

Paul gritó, se incorporó de golpe y volvió a gritar cuando un dolor inmenso le recorrió las piernas. La rata huyó.

Ella también había dejado algunas cápsulas. Sabía que el Novril no le quitaría el dolor, pero era mejor que nada.

«Además, con dolor o sin él —se dijo—, es la hora de la dosis matutina, Paulie».

Se tragó dos cápsulas con Pepsi y se reclinó sintiendo un pinchazo sordo en los ríñones. Algo se estaba tramando allí abajo, sin duda.

Miró a la barbacoa esperando que tuviese apariencia de barbacoa a la luz de la mañana, y nada más. Le sorprendió descubrir que aún le parecía una de las máquinas destructivas de Welles.

«Tenías una idea. ¿Cuál era?».

Volvió a recordar la canción de los Trampps.

«Quémalo, baby, quémalo, quema al chupapollas… ¿Y quién es ese chupapollas? Ni siquiera te dejó una vela. No podrías ni encender un pedo».

Le llegó un mensaje de los chicos del taller: «No tienes que quemar nada ahora ni aquí».

¿A qué coño se referían?

Entonces llegó de inmediato, como llegan las buenas ideas, suave, redonda y completamente persuasiva en su siniestra perfección: «Quema a la chupapollas».

Miró a la barbacoa esperando que volviese el dolor por lo que había hecho, por lo que ella le había obligado a hacer. Volvió, pero era borroso y débil. El dolor de sus riñones era mucho peor. ¿Qué había dicho ella ayer? «Todo lo que hice fue… convencerle de que dejase el libro que había escrito y de que escribiese lo mejor que ha escrito en su vida».

Era posible que la maldita zorra tuviera parte de razón. Tal vez había sobrevalorado excesivamente su Automóviles veloces.

«Eso es sólo tu mente tratando de curarse a sí misma —le susurró una parte de él—. Si alguna vez sales de esto, te convencerás del mismo modo de que el pie izquierdo no te hacía ninguna falta. ¡Qué coño, cinco uñas menos que cortar! Y hoy en día hacen maravillas con las prótesis. No, Paul, aquél era un libro estupendo y éste era un pie estupendo. No nos engañemos…».

Sin embargo una parte más profunda sospechaba que pensar de ese modo era lo que suponía verdaderamente un error.

«No te ofusques, Paul. Admite la maldita verdad. Te engañas a ti mismo. Un tipo que inventa historias está siempre engañando a todo el mundo, por lo que alguien así nunca puede engañarse a sí mismo. Es gracioso, pero también cierto. Si empiezas con esa mierda, más vale que cubras tu máquina y te pongas a estudiar para conseguir una licencia de agente de ventas, porque si no te vas a la mierda».

Así pues, ¿qué era la verdad? La verdad era que el rechazo creciente a su trabajo por parte de la crítica como «escritor popular», lo que suponía según él, catalogarlo por debajo de un auténtico escribidor, le había hecho daño. No concordaba con la imagen que tenía de sí mismo como «escritor serio» que inventaba esos romances de mierda como subsidios para su (fanfarria de trompetas, por favor). ¡VERDADERO TRABAJO! ¿Había odiado a Misery? ¿La había odiado de verdad? Si era así, ¿por qué le había resultado tan fácil meterse de nuevo en su mundo? Se había sentido feliz, algo así como meterse en una bañera tibia con un buen libro en una mano y una lata de cerveza fría en la otra. Tal vez lo que detestaba era que la cara de Misery en las sobrecubiertas ensombrecía la suya en las fotografías de autor impidiendo a los críticos descubrir que estaban tratando con un joven Mailer o Cheever, que tenían ante ellos a un peso pesado. ¿No se había vuelto por eso su narrativa seria cada vez más tenebrosa, como una especie de grito? «¡Mírenme! ¡Miren lo bueno que es esto! ¡Eh, chicos! ¡Esto tiene una perspectiva dinámica! ¡Esto tiene interludios de corrientes de conciencia! ¡Éste es mi verdadero trabajo, imbéciles! ¡No se atrevan a volverme la espalda! ¡No se atrevan, joninos canallas! ¡No se atrevan a darle la espalda a mi verdadero trabajo! No se atrevan, o les…».

¿Qué? ¿Qué haría? ¿Cortarles un pie? ¿Serrarles un dedo?

Le sobrevino un repentino ataque de temblores. Tenía que orinar. Cogió el orinal y finalmente lo logró, aunque le dolía más que antes. Gimió mientras evacuaba y siguió gimiendo durante un buen rato después de terminar.

Por fin, misericordiosamente, el Novril empezó a hacerle un poco de efecto y se adormeció.

Miró a la barbacoa con los párpados pesados.

«¿Cómo te sentirías si te hiciese quemar El retorno de Misery?», susurró la voz interior. Mientras flotaba, se dio cuenta de que le dolería, sí, le dolería muchísimo; haría que el dolor que había sentido cuando Automóviles veloces voló en pavesas fuese como el de su infección renal comparado con el que había sentido cuando ella le había cortado el pie, ejerciendo la autoridad del editor para hacer recortes sobre su cuerpo.

También se dio cuenta de que ésa no era la verdadera cuestión. El problema se centraba en cómo se sentiría Annie.

Había una mesa cerca de la barbacoa con una media docena de jarros y latas.

Una de ellas era una lata de líquido para encender carbón.

«¿Y qué tal si fuese Annie la que gritase de dolor? —se preguntó—. ¿No sientes curiosidad por saber cómo se comportaría?, ¿no sientes ninguna curiosidad? Dice el proverbio que la venganza es un plato que es mejor comer frío, pero cuando se les ocurrió, aún no se había inventado el Ronson-Fast-Lite».

Paul pensó: «Quema a la chupapollas» y se durmió. Había una sonrisa en su cara pálida y desvanecida.

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