Misery

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III - Paul » 27

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Esa noche, alrededor de las ocho, se sentó con mucho cuidado en la silla de ruedas. Puso atención y no oyó nada en el piso de arriba. Desde que el crujido de los muelles le anunció que Annie se había acostado a las cuatro de la tarde, había estado escuchando el mismo silencio. Verdaderamente tenía que estar muy cansada.

Paul cogió el fluido inflamable y lo llevó al lugar situado bajo la ventana en el que tenía desplegado su pequeño campamento informal de escritor. Ahí estaba la máquina de escribir con los tres dientes que le faltaban en su desagradable mueca. Allí estaban la papelera, los lápices, las libretas, los folios y borradores apilados. Algunos los utilizaría, otros irían a parar a la papelera.

Allí mismo, completamente invisible, se hallaba la puerta hacia otro mundo. También allí, pensó, se encontraba su propio fantasma agrupado en una serie de fotografías escritas que, cuando se pasan rápidamente, producen la ilusión de movimiento.

Deslizó la silla entre los papeles y las libretas, aguzó el oído aún más, y entonces tiró del extremo de la tabla de madera. Hacía un mes que había descubierto que estaba suelto y podía ver, por la delgada capa de polvo que tenía encima, que Annie no sabía que estaba así. No sabía que había un estrecho espacio vacío, a excepción del polvo y de las heces de ratón.

Metió la lata de Fast-Lite en ese hueco y volvió a poner la tabla en su sitio. Tuvo un momento de ansiedad cuando temió que no cupiese. ¡Dios, ella tenía la vista tan puñeteramente aguda…! Luego, se deslizó a su sitio.

Lo miró un momento, después abrió su libreta, cogió el lápiz y encontró el agujero en el papel.

Trabajó sin molestias durante las siguientes cuatro horas, hasta que las puntas de los tres lápices que ella había afilado quedaron completamente romas. Entonces volvió a la cama y se durmió con facilidad.

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