Misery

Misery


III - Paul » 30

Página 95 de 128

30

Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que ellos oliesen la rata. Cazar ratas era, después de todo, su trabajo y debían conocer el pasado de Annie. Pero temió que Annie pudiera escurrírsele de la ley una vez más.

Paul sabía ahora de la historia todo lo que necesitaba saber. Annie había estado escuchando la radio constantemente desde su largo sueño y el policía desaparecido, cuyo nombre era Duane Kushner, se había convertido en una noticia importante. Se refería al hecho de que había estado siguiendo el rastro de un escritor famoso llamado Paul Sheldon, pero la desaparición de Kushner no se había relacionado con la desaparición de Sheldon, al menos por el momento.

El torrente de primavera había arrastrado su Camaro unos ocho kilómetros. Podía haber permanecido en el bosque sin ser descubierto durante otro mes u otro año; sin embargo, por mera coincidencia, un par de jinetes de la Guardia Nacional enviados como parte de una campaña de control de estupefacientes, es decir, buscando granjeros que cultivasen drogas en los campos apartados, habían visto un destello procedente de lo que quedaba del parabrisas del coche, y pararon en un claro cercano para echar un vistazo. La gravedad del choque estaba disfrazada por los golpes violentos que el Camaro había recibido mientras viajaba hacia el lugar de su último reposo. Si en el coche se hallaron manchas de sangre, la radio no lo dijo. Paul sabía que ni el análisis más exhaustivo las encontraría. El automóvil había estado casi toda la primavera recibiendo chorros de nieve derretida.

En Colorado, casi toda la atención y la preocupación se habían concentrado en el policía Duane Kushner, como suponía que demostraba la presencia de aquellos dos visitantes. Hasta entonces, todas las especulaciones se hacían en torno a tres sustancias ilegales: licor, marihuana y cocaína. Parecía posible que Kushner hubiese topado, por accidente, con una plantación, una destiladora o un almacén mientras buscaba señales del escritor. A medida que se desvanecían las esperanzas de encontrar a Kushner con vida, se empezó a cuestionar cada vez con más fuerza por qué estaba solo. Y aunque Paul dudaba que el Estado de Colorado tuviese dinero suficiente para que su policía motorizada fuese en parejas, resultaba evidente que estaban rastreando la región en busca de Kushner. No querían correr riesgos.

Goliat hizo un gesto en dirección a la casa. Annie se encogió de hombros y meneó la cabeza. David dijo algo. Al cabo de un momento, ella asintió y los precedió por el camino hasta la entrada de la cocina. Paul oyó chirriar los goznes de la puerta metálica y entraron. El ruido de tantos pasos era atemorizador, casi una profanación.

—¿A qué hora pasó por aquí? —preguntó Goliat; tenía que ser él por su voz atronadora del Medio Oeste enronquecida por los cigarrillos.

—Alrededor de las cuatro —repuso Annie—, minuto más, minuto menos. Acababa de cortar el césped y no llevaba reloj. Hacía un calor infernal.

—¿Cuánto tiempo se quedó, señora Wilkes?

—Señorita Wilkes, si no le importa.

—Disculpe.

Annie dijo que no recordaba con seguridad cuánto tiempo. Cinco minutos, tal vez.

—¿Le mostró una fotografía?

Annie dijo que sí, que por eso había venido. Paul se maravilló de lo serena y agradable que sonaba su voz. Estaba casi seguro de que se encontraban en la sala. El tipo era grande, pero se movía como un maldito lince. Cuando Annie contestaba, su voz sonaba más cerca. Los policías habían entrado en la sala. Ella no los había invitado, pero entraron de todos modos. La mujer les seguía. Estaban echando un vistazo.

Aunque su escritor mascota estaba a menos de diez metros, la voz de Annie seguía tranquila, detallando que le había preguntado si quería entrar a tomar un café helado, y que él dijo que no podía. Así que le ofreció llevarse una botella de…

—Por favor, no rompa eso —se interrumpió Annie. Su voz se estaba afilando—. Tengo apego a mis cosas y algunas de ellas son bastante frágiles.

—Lo siento, señora.

Ése tenía que ser David, su voz era baja y susurrante, humilde y al mismo tiempo sorprendida. Aquel tono, viniendo de un policía, hubiese sido divertido en otras circunstancias, pero no estaba en otras circunstancias, y Paul no se sentía divertido. Se hallaba tenso, oyendo el sonido de algo que estaba colocando cuidadosamente. El pingüino en su bloque de hielo, tal vez. Sus manos estaban agarrotadas en los brazos de la silla de ruedas. La imaginaba jugando con el bolso. Esperaba que uno de los policías le preguntase (Goliat, probablemente) qué demonios tenía allá dentro.

Entonces empezarían los disparos.

—¿Qué estaba diciendo? —dijo David, animándola a proseguir su relato.

—Que le pregunté si quería llevarse una Pepsi fresca de la nevera porque hacía un calor horrible. Las pongo al lado del congelador y así se mantienen lo más frías posible sin llegar a congelarse. Él comentó que era muy amable. Se trataba de un chico muy educado. ¿Por qué dejaron a un chico tan joven salir solo?

—¿Tomó el refresco aquí? —inquirió David, sin hacer caso de la pregunta.

Su voz se estaba acercando más. Había cruzado la sala. Paul no tenía que cerrar los ojos para imaginarlo mirando al corto pasillo que pasaba ante el pequeño cuarto de baño y terminaba en la habitación de huéspedes. Se sentó muy erguido, su pulso latía con celeridad en la garganta.

—No —respondió Annie, tan serena como siempre—. Se la llevó. Afirmó que tenía que seguir su camino.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Goliat.

Sonaron los golpes de tacones de botas, un sonido ligeramente vacío, cuando pasó de la alfombra de la sala al entarimado del pasillo.

—Un lavabo y una habitación. A veces duermo ahí cuando hace mucho calor. Mire si quiere, pero le aseguro que no tengo a su policía atado a la cama.

—No, señora, estoy seguro de que no lo tiene —dijo David, y sorprendentemente las pisadas y las voces se fueron apagando en dirección a la cocina—. ¿Parecía nervioso cuando estuvo aquí?

—En absoluto —declaró Annie—. Sólo acalorado y decepcionado.

Paul empezaba a respirar de nuevo.

—¿Preocupado por algo?

—No.

—¿Le dijo a dónde se dirigía después de salir de aquí?

Aunque los guardias seguramente no se dieron cuenta, el experimentado oído de Paul percibió una vacilación fugaz. Esa pregunta podía esconder una trampa, una trampa que podía saltar de inmediato o con una ligera demora. Finalmente dijo que no, pero que se dirigió al Oeste, así que ella suponía que se había dirigido hacia Springer’s Road y las pocas granjas que estaban en esa dirección.

—Gracias por su colaboración, señora —concluyó—. Puede que tengamos que volver a hacerle otras preguntas.

—Muy bien. Cuando quieran. No veo mucha gente últimamente.

—¿Le importaría que echásemos un vistazo a su establo? —preguntó Goliat abruptamente.

—En absoluto, pero no olviden decir hola cuando entren.

—¿Hola a quién, señora? —preguntó David.

—¿A quién va a ser? A Misery —dijo Annie—, mi cerdo.

Ir a la siguiente página

Report Page