Misery

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III - Paul » 37

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Se despertó alrededor de las once. Y en cuanto Annie lo oyó moverse por la habitación, entró con un zumo de naranja, sus cápsulas y un tazón de caldo de pollo caliente. Estaba radiante de emoción.

—Es un día muy especial, Paul, ¿no es cierto?

—Sí. —Trató de levantar la cuchara con la mano derecha y no pudo. Estaba hinchada y roja, tanto, que la piel brillaba. Cuando intentó cerrar el puño, sintió como si le hubiesen clavado largas varillas de metal por todas partes. Los últimos días, pensó, habían sido como sesiones de autógrafos interminables.

—Siento lo de su pobre mano —se lamentó—. Le traeré otra cápsula ahora mismo.

—No, éste es el último empujón; quiero tener la mente clara.

—Pero no puede escribir con la mano así.

—No —admitió—. Mi mano ha muerto. Voy a acabar esta obra como la empecé, con la Royal. Con ocho o diez páginas estará terminada. Creo que podré rellenarlas después con las letras que falten.

—Debí comprarle otra máquina —dijo.

Realmente lo lamentaba, tenía los ojos llenos de lágrimas. Paul pensó que los momentos como ése eran los más horribles, porque en ellos veía a la mujer que podía haber sido de haber recibido otra educación o si las sustancias segregadas por sus glándulas hubiesen sido menos dañinas. O ambas cosas.

—Me equivoqué —confesó—. Me cuesta admitirlo, pero es cierto. No quería aceptar que esa Dartmonger me había tomado el pelo. Lo siento, Paul. Su pobre mano…

La levantó suavemente, como Níobe en la charca, y se la besó.

—Está bien —le dijo—. Ducky Daddles y yo nos las apañaremos. La odio, pero tengo la sensación de que ella también me odia. Así que estamos en paz.

—¿De quién está hablando?

—De la Royal. Le puse el nombre de un personaje de dibujos animados.

—Oh.

Empezó a perderse una vez más, se desconectó de la realidad. Él esperó pacientemente a que regresara tomando mientras tanto la sopa con la cuchara, torpemente asida con dos dedos de su mano izquierda.

Al fin, ella volvió y lo miró sonriendo, radiante como una mujer que acaba de despertar dándose cuenta de que va a ser un día hermoso.

—¿Ha terminado ya la sopa? Si es así, tengo algo muy especial para usted.

Le mostró el tazón vacío, en el que sólo quedaban unos fideos pegados en el fondo.

—¿Ve lo bueno que soy, Annie? —dijo sin sonreír.

—Es el hombre más bueno del mundo, Paul, y por eso merece un montón de estrellas. De hecho… bueno, espere y verá lo que tengo preparado.

Se fue, dejando a Paul sentado contemplando primero el calendario y luego el Arco de Triunfo. Miró al techo y vio las formas entrelazadas bailando borrachas a través del enyesado. Por último, observó la máquina de escribir y el condenado manuscrito. «Adiós a todo», pensó al azar, y entonces entró Annie con otra bandeja.

Traía cuatro platos: uno con trozos de limón, huevos gratinados en otro, triángulos de tostadas en un tercero. En el centro, había otro más grande con un enorme y pegajoso montón de caviar.

—No sé si le gusta o no esta cosa —dijo tímidamente—. Ni siquiera sé si me gusta a mí, nunca la he probado.

Paul empezó a reír. Le dolía el estómago, las piernas y la barriga, y también la mano. Quizá pronto le dolería el resto del cuerpo, porque Annie era lo bastante paranoica como para suponer que, si alguien se reía, tenía que ser ella. Pero aun así, no podía parar. Rió hasta que se ahogó y tosió con las mejillas rojas y las lágrimas cayendo por su rostro. La mujer le había cortado el pie con un hacha y el dedo pulgar con un cuchillo eléctrico, y ahí estaba con una montaña de caviar como para ahogar a un jabalí. Para su asombro, la mirada oscura no ensombreció su cara. En vez de eso, empezó a reír con él.

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