Misery

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III - Paul » 38

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El caviar es algo que encanta o que se detesta, pero Paul nunca había sentido ninguna de las dos cosas. Si viajaba en primera clase en un avión y la azafata le ponía un plato delante, se lo comía y luego olvidaba que el caviar existía hasta la próxima vez que una azafata volvía a servirle otro platito. Pero esta vez se lo comió con voracidad, con todos los adornos, como si estuviese descubriendo por primera vez en su vida el gran principio de la comida.

A Annie no le gustó en absoluto. Mordisqueó un triángulo de tostada, en el que había puesto una cucharadita, arrugó la cara con asco y la dejó. Paul, sin embargo, fue cavando en el montículo con creciente entusiasmo. En quince minutos se había comido todo el Monte Beluga. Eructó, se cubrió la boca y miró a Annie con expresión de culpabilidad. Ella arrancó con otro ataque de risa.

«Creo que voy a matarte, Annie —pensó sonriéndole cálidamente—. De veras lo creo. Tal vez me vaya contigo, es muy probable, pero me voy a ir con la barriga llena de caviar. Las cosas podrían ser peores».

—Está riquísimo, pero no puedo tomar más —le dijo.

—Probablemente vomitaría si siguiera comiendo. Esa cosa es muy fuerte. —Le devolvió la sonrisa—. Le guardo otra sorpresa. Tengo una botella de champán para después, cuando haya terminado el libro. Se llama Dom Pérignon. Me costó setenta y cinco dólares. Pero Chucki Yoder, el de la licorería, dice que es el mejor que hay.

—Chuckie Yoder tiene razón —confirmó Paul, pensando en que la culpa de que se hubiese metido en aquel infierno la tenía, en parte, el «Dom»; hizo una pausa y luego dijo—: Hay algo más que querría, cuando termine.

—¿Sí? ¿El qué?

—Usted dijo una vez que tenía todas mis cosas.

—Las tengo.

—Bueno, hay un cartón de cigarrillos en mi maleta. Me gustaría fumar un pitillo cuando haya acabado.

La cara de Annie se apagó lentamente.

—Ya sabe que esas cosas no son buenas, Paul. Producen cáncer.

—Annie, ¿cree que el cáncer es algo de lo que deba preocuparme en este momento?

Ella no respondió.

—Sólo quiero ese único cigarrillo. Siempre me fumo uno cuando termino. Es el que mejor sabor tiene, mejor aún que el que se fuma después de una buena comida. Al menos, así era antes. Supongo que esta vez me causará mareos y ganas de vomitar, pero me gustaría tener ese pequeño lazo con el pasado. ¿Qué responde, Annie? Sea buena, yo lo he sido.

—Está bien…, pero antes el champán. No voy a tomar una botella de setenta y cinco dólares en una habitación en la que usted ha esparcido ese veneno por el aire.

—Está muy bien. Si me lo trae al mediodía, lo pondré en el poyete de la ventana donde pueda verlo de cuando en cuando. Terminaré, después lo llenaré con las letras, y luego…, me fumaré el cigarrillo hasta que sienta que voy a caer inconsciente. Más tarde, lo apagaré y entonces la llamaré.

—De acuerdo —le dijo—, pero no me gusta nada. Aunque un solo cigarrillo no le cause cáncer de pulmón, sigue sin gustarme nada. ¿Y sabe por qué, Paul?

—No.

—Porque sólo los malos fuman. —Y empezó a recoger los platos.

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