Misery

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III - Paul » 40

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Su hinchada mano derecha no quería rellenar los folios con las letras que faltaban, pero la obligó a hacerlo. Si no lograba relajarse, no podría seguir adelante con lo que tenía que hacer.

Cuando hubo terminado, dejó la pluma. Contempló su trabajo por un momento. Se sentía como siempre que terminaba un libro, extrañamente vacío, caído, consciente de que por cada pequeño triunfo había pagado un precio absurdo.

Siempre ocurría lo mismo, era como subir durante meses por una colina en la selva y llegar a un claro en la cima sólo para descubrir que no había otra recompensa que el panorama de una autopista con unas cuantas gasolineras y alguna que otra bolera.

Aun así, era bueno terminar. Era bueno haber creado algo. Comprendía y apreciaba vagamente el valor del acto, de hacer que surgiesen de la nada pequeñas vidas, creando una apariencia de movimiento y una ilusión de calor. Comprendió finalmente que no era un buen prestidigitador, pero el único truco que hacía siempre estaba lleno de amor. Tocó el manuscrito y sonrió un poco.

La mano se apartó del montón de hojas y se deslizó hacia el único Marlboro que ella le había puesto en el poyete de la ventana. A su lado había un cenicero de cerámica con un vapor de ruedas litografiado. Bajo el barco decía: «RECUERDO DE HANNIBAL, MISSOURI. EL HOGAR DEL NARRADOR AMERICANO».

En el cenicero había una caja de cerillas, pero sólo contenía una, era todo lo que ella le había concedido. Con una, sin embargo, sería suficiente.

Podía oírla trajinando en el piso de arriba. Eso era bueno. Tendría tiempo suficiente para hacer sus pequeños preparativos y le serviría de advertencia si decidía bajar antes de que él estuviese listo para encargarse de ella.

«Aquí viene el truco de verdad, Annie. A ver si puedo realizarlo. A ver si puedo…», pensó.

Se inclinó haciendo caso omiso al dolor de sus piernas y empezó a sacar el fragmento suelto de la tabla.

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