Misery

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III - Paul » 42

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—Sólo espero que éste…

Se detuvo, engulló la palabra siguiente empujada por el aire que acababa de inspirar. Paul estaba sentado tras una barricada de papel y una vieja escandalosa, la Royal. Había vuelto a la primera página para que ella pudiese leer:

«EL RETORNO DE MISERY».

Por Paul Sheldon

La mano hinchada de Paul planeó sobre la empapada pila de papel con una cerilla encendida entre el dedo pulgar y el índice.

Annie estaba quieta en la puerta con una botella de champán envuelta en una servilleta. Tenía la boca abierta. La cerró de golpe.

—¿Paul? —dijo con cautela—. ¿Qué está haciendo?

—Ya lo he terminado, Annie —dijo—, y es bueno. Usted tenía razón. Es el mejor de los libros de Misery y tal vez lo mejor que he escrito en mi vida. Ahora voy a hacer un pequeño truco con él. Es un buen truco. Lo aprendí de usted.

—¡Paul, no! —gritó.

Su voz estaba llena de agonía y de reconocimiento. Sus manos volaron hacia adelante, dejaron caer la botella de champán que se estrelló contra el suelo y explotó como un torpedo. Cúmulos de espuma volaron por todas partes.

—¡No! ¡No! ¡Por favor, no!

—¡Lástima! No podrá leerlo nunca —dijo Paul, y esbozó la primera sonrisa auténtica en muchos meses, radiante y siniestra—. Al margen de la falsa modestia, tengo que decirle que era mejor que bueno. Era fabuloso, Annie.

La cerilla estaba quemando las yemas de sus dedos. La dejó caer. Por un momento terrible pensó que se había apagado. Pero entonces un fuego azul pálido corrió por la página del título con un sonido audible. Se extendió por los lados, lamió el fluido que se había estancado en los bordes del papel y estalló en amarillo.

—¡Oh, Dios, no! —gritó Annie—. ¡Misery no! ¡Misery no! ¡Ella no! ¡No! ¡No!

Su cara había empezado a resplandecer al otro lado de las llamas.

—¿Quiere formular un deseo, Annie? —exclamó—. ¿Quiere formular un deseo, sebo de mierda?

—¡Dios mío, Paul, qué estás haciendo!

Se tambaleó hacia adelante con los brazos extendidos. El manuscrito no sólo estaba ardiendo, sino que levantaba llamas. El lado gris de la Royal comenzó a oscurecerse. El fluido se había encharcado bajo la máquina y lenguas de fuego azul pálido saltaban entre las teclas. Paul notó que su cara se asaba y vio cómo se le estiraba la piel.

—¡Misery no! —aulló Annie—. ¡No puede quemar a Misery, jonino canalla, no puede quemar a Misery!

Y entonces hizo exactamente lo que él estaba casi seguro de que iba a hacer. Cogió la pila ardiendo y giró con ella, tal vez para ir al cuarto de baño y lanzarla en la bañera.

Cuando se volvió, Paul agarró la Royal sin pensar en las quemaduras que su lado candente estaba causando en su hinchada mano derecha. La levantó sobre su cabeza. Pequeñas gotas de fuego caían de su interior. No le concedió más atención de la que concedía a la llamarada de dolor que sintió en su espalda al torcerse algo con el movimiento. Su cara estaba descompuesta en una mueca demente de esfuerzo y concentración. Estiró los brazos y los bajó dejando que la máquina cayera de sus manos. Golpeó a Annie en el centro de su amplia y sólida espalda.

—¡Uggg!

No fue un grito, sino un gruñido de sorpresa. Annie cayó hacia adelante en el suelo, sobre la pila de papel ardiendo.

Pequeñas llamas azuladas como lamparillas de alcohol punteaban la superficie de la tabla que le servía de escritorio. Paul la apartó a un lado jadeando, sintiendo cada inspiración como hierro derretido en la garganta. Se levantó apoyándose en los brazos y empezó a saltar con un único pie.

Annie se retorcía gimiendo. Una llama ascendió por debajo del brazo derecho. Gritó. Paul podía oler la piel y la grasa asada.

Ella rodó hacia un lado, tratando de ponerse de rodillas. Casi todo el papel estaba en el suelo, todavía ardiendo o bien apagándose en los charcos de champán, pero Annie sujetaba algunos que aún ardían. También ardía su rebeca. Vio puntas de cristal verde en los antebrazos. Un trozo más grande salía de su mejilla derecha como la cuchilla de un Tomahawk.

—Voy a matarle, chupapollas embustero —dijo yendo hacia él, tambaleándose. Avanzó tres pasos sobre sus rodillas y cayó encima de la máquina de escribir. Entonces Paul cayó sobre ella, y aun a través de su cuerpo sentía los duros ángulos de la máquina de escribir que tenía debajo, la mujer gritó como un gato, se retorció como un gato y trató de escurrírsele como un gato.

Las llamas se estaban apagando, pero Paul aún sentía un calor salvaje saliendo del montículo que se retorcía y tiraba debajo de él, y supuso que al menos parte del jersey y del sujetador debían de habérsele achicharrado a Annie en el cuerpo. No sintió compasión alguna.

Ella trató de quitárselo de encima. Él aguantó y siguió completamente tumbado encima de Annie, como si intentara cometer una violación. Su mano derecha tanteaba sabiendo exactamente lo que buscaba.

—¡Apártese!

Por fin encontró un puñado de papel caliente y chamuscado.

—¡Quítese de encima!

Estrujó el papel y las llamas que se escurrían entre sus dedos. Podía olerla: carne asada, sudor, odio, locura…

—¡Quítese de encima! —gritó con la boca muy abierta.

Y Paul se encontró de pronto mirando el pozo húmedo y rojo de la diosa.

—¡Quítese de encima, jonino can…!

Metió los folios ardientes en aquella boca abierta que chillaba. Vio cómo sus ojos destellantes se abrían de repente todavía más, ahora con horror y sorpresa.

—Aquí tiene su libro, Annie —dijo jadeando, y volvió a coger más papel. El segundo puñado estaba apagado, chorreando, con el olor agrio del champán derramado. Ella saltaba y se retorcía debajo. El bulto amorfo de su rodilla izquierda golpeó el suelo y sintió un dolor horrible, pero se mantuvo sobre ella. «Te voy a violar. A violar, Annie. Te voy a violar porque sólo puedo hacer lo peor de lo que soy capaz. Así que chupa, chupa mi libro, chupa hasta que te ahogues», gritó interiormente.

Estrujó el papel mojado con un apretón convulsivo de su puño y se lo metió en la boca empujando más adentro el primer puñado medio chamuscado.

—Ahí lo tiene, Annie. ¿Le gusta? Es una auténtica edición Príncipe, es la edición de Annie Wilkes. ¿Le gusta? Cómasela, Annie, chúpela, vamos, chúpela, sea buenecita y cómase todo su libro.

Le metió un tercer puñado y un cuarto. El quinto aún ardía. Lo apagó con la palma de su mano derecha, llena de ampollas, al introducirlo en la boca.

Un extraño ruido ahogado salía de ella. Dio un tremendo empellón y esa vez tiró a Paul. Hizo un esfuerzo y se puso de rodillas, con las manos aferradas a su garganta ennegrecida, que tenía una horrible hinchazón. La piel de su torso y de su vientre estaba llena de ampollas. El champán corría del puñado de papel que le salía de la boca.

—¡Munf! ¡Marc! ¡Marc! —croaba.

De algún modo logró ponerse de pie con las manos aún aferradas a la garganta. Paul se empujó hacia atrás con las piernas desordenadamente estiradas delante de sí, mirándola con cansancio.

—¿Arcu? ¿Dorg? ¡Mumf!

Dio un paso hacia él. Dos. Volvió a tropezar con la máquina de escribir. Al caer, la cabeza se le torció en un ángulo y vio sus ojos mirándole con una expresión que era a la vez interrogante y terrible: «¿Qué pasó, Paul? Venía a traer champán, ¿no?».

El lado izquierdo de su cabeza topó contra el borde de la repisa de la chimenea mientras caía como un saco de ladrillos, golpeando el suelo. Al derrumbarse, se estremeció la casa.

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