Misery

Misery


I - Annie » 5

Página 8 de 128

5

La oscuridad había precedido al dolor y a la bruma tormentosa. Empezó a recordar lo que había sucedido a medida que ella se lo explicaba. Eso fue poco después de formular la típica pregunta de alguien que acaba de despertar, a la que ella respondió comunicándole que se encontraba en la pequeña ciudad de Sidewinder, Colorado, agregando después que había leído sus ocho novelas al menos dos veces y que sus favoritas, las de la saga de Misery, las había leído cuatro, cinco, e incluso seis veces. Todo cuanto deseaba era que él pudiese escribirlas más deprisa. Dijo que apenas podía creer que su paciente fuese el verdadero Paul Sheldon a pesar de haber visto su identificación en la cartera.

—Por cierto, ¿dónde está mi cartera? —le preguntó.

—No se preocupe, la tengo yo —contestó ella, y su sonrisa se apagó de repente, transformándose en una mueca desagradable, pues era como descubrir una profunda grieta en la tierra, casi oculta bajo flores estivales en medio de un prado sonriente—. ¿Cree que le he quitado algo?

—No, por supuesto que no. Lo que ocurre es que… Bueno… «El resto de mi vida está en esa cartera —pensó—. Mi vida fuera de esta habitación. Lejos del dolor. Ajena a esta forma mortecina de transcurrir el tiempo, que se estira como el chicle que un niño se saca de la boca cuando está aburrido. Porque así es una hora antes de que llegue la cápsula».

—¿Qué ocurre, señor mío? —le apremió a seguir.

Él observaba, alarmado, cómo la estrecha mirada se le oscurecía. La grieta se extendía como si se estuviese produciendo un terremoto bajo sus cejas. Podía oír el gemido agudo y persistente del viento en el exterior e imaginó de repente que la mujer lo cogía y se lo cargaba al hombro como un saco lanzado sobre un muro de piedra, sacándolo a la intemperie y tirándolo a un agujero en la nieve. Allí moriría congelado, pero antes sus piernas latirían inútilmente.

—Lo que ocurre es que mi padre solía decir que no quitase el ojo de la cartera —respondió, sorprendido por la facilidad con que había mentido.

Su padre se había dedicado a no prestarle más atención de la estrictamente necesaria y, hasta donde podía recordar, sólo le había ofrecido un consejo en su vida. En su decimocuarto cumpleaños, le había regalado un preservativo Red Devil metido en un sobrecito plateado. «Guárdate eso en la cartera —dijo Robert Sheldon—, y si te excitas mientras te morreas en el cine, tómate un segundo antes de que se te vaya el santo al cielo para meterte esto. Ya hay demasiados bastardos en el mundo y no quiero que tengas que enrolarte en el Ejército a los dieciséis años».

—Me dijo tantas veces que no le quitase el ojo de encima a la cartera que se me quedó grabado para siempre —continuó Paul—. Si la he ofendido, lo siento de veras.

La mujer se relajó. La grieta se cerró. Las flores de verano cabecearon otra vez alegremente. Pensó que podría introducir la mano a través de esa sonrisa sin encontrar otra cosa que una blanda oscuridad.

—No me ha ofendido. Está en un lugar seguro. Espere, tengo algo para usted.

Se fue y regresó con un humeante plato de sopa en el que flotaban algunas verduras. Era suave, pero sólido. No pudo comer mucho, aunque sí más de lo que supuso que comería.

Mientras tomaba la sopa, ella le explicó lo que había pasado y él fue recordándolo todo. Pensó que, al menos, era bueno saber cómo había acabado con las piernas destrozadas. Pero se estaba enterando de un modo que le resultaba desagradable; era como si él fuese el personaje de una narración o de una obra de teatro, un personaje cuya historia no se cuenta como tal, sino que se recrea como ficción.

Ella había ido en el jeep a Sidewinder a comprar alimentos para el ganado y unas cuantas provisiones… y por supuesto, a mirar los libros nuevos en Wilson’s Drug Center. Eso había ocurrido el miércoles de hacía casi dos semanas y las novedades editoriales siempre llegaban los martes.

—Estaba realmente pensando en usted —dijo, metiéndole en la boca cucharadas de sopa y limpiándole luego lo que le caía por las comisuras—. Eso es lo que convierte el asunto en una notable coincidencia, ¿no le parece? Yo esperaba que El hijo de Misery saliera finalmente en edición de bolsillo; pero no tuve esa suerte.

Explicó que se aproximaba una tormenta, pero que hasta el mediodía el parte meteorológico había pronosticado confiadamente que se desviaría hacia el Sur, hacia Nuevo México y Sangre de Cristo.

—Sí —corroboró él, recordándolo—, dijeron que iba a desviarse. Por eso salí…

Trató de mover las piernas y el resultado fue una horrible laguna de dolor que le arrancó un quejido.

—No haga eso —le aconsejó ella—. Si hace hablar a sus piernas, luego no se le callarán… y ya no puedo darle más cápsulas hasta dentro de dos horas. Creo que ya le he suministrado demasiadas.

«¿Por qué no estoy en un hospital?». Ésta era la pregunta que quería hacer, pero no estaba seguro de que fuese la que tanto él como ella querían escuchar. Todavía no…

—Cuando llegué a la tienda de piensos, Tony Roberts me dijo que sería mejor que regresara enseguida si quería llegar antes de que cayese la tormenta, y yo le dije…

—¿A qué distancia estamos de esa ciudad? —la interrumpió.

—A varios kilómetros —le respondió vagamente mirando hacia la ventana.

Hubo una extraña pausa y Paul se asustó de lo que veía en su rostro: la vacuidad negra de una grieta oculta en un prado alpino, una oscuridad en la que no crecían las flores y en la que una caída sería casi eterna antes de llegar al fondo. Era la cara de una mujer temporalmente desligada de sus principios y de los hitos de su vida, una mujer que no sólo había olvidado los recuerdos que estaba contando, sino la existencia misma del recuerdo. Él visitó años atrás un manicomio, cuando se estaba documentando para escribir Misery, el primero de los cuatro libros que constituían su principal fuente de ingresos desde hacía ocho años, y allí había visto esa mirada o, con más precisión, esa «no mirada». La palabra que definía aquel estado era «catatonía», pero lo que más le había horrorizado no tenía una definición precisa, era más bien una vaga comparación. En aquel momento, le pareció que los pensamientos de la mujer se habían convertido en lo que él imaginaba que era su ser físico: sólido, fibroso, compacto, sin articulaciones.

De pronto, poco a poco, su rostro se aclaró. Los recuerdos parecieron volver a él lentamente.

Sí, su memoria parecía recuperarse de un largo período de inactividad, como un aparato eléctrico calentándose después de mucho tiempo, como una tostadora o tal vez como una manta eléctrica.

—Le dije a Tony que la tormenta giraría al Sur.

Al principio hablaba despacio, pero las palabras fueron alcanzando una cadencia normal, llenándose del brillo de la conversación. Para entonces, él ya estaba alerta. Todo cuanto ella decía era bastante extraño, no tenía mucho sentido. Escuchar a Annie era como escuchar una canción mal interpretada.

—Pero él cambió de parecer. «Bueno (dije yo), será mejor que me largue de aquí». Entonces, él dijo: «Yo me quedaría en la ciudad, señorita Wilkes. Acaban de informar por la radio que va a ser una gran tormenta y que nadie está preparado». Pero yo tenía que regresar porque no dispongo de nadie que alimente a los animales. Los vecinos más cercanos son los Roydman, y se encuentran a varios kilómetros de distancia. Además, a los Roydman no les caigo bien.

Mientras decía la última frase le dirigió una mirada de complicidad y, como él no respondió, golpeó la cuchara contra el borde del plato en un gesto perentorio.

—¿Ha terminado?

—Sí, no puedo más, gracias. Estaba muy bueno. ¿Tiene mucho ganado?

«Porque, si lo tiene —estaba pensando—, eso significa que alguien le debe ayudar». Un empleado, al menos. La palabra exacta era «ayuda». Sí, ahí estaba la clave, y él había notado que no llevaba alianza.

—No mucho —le respondió—. Media docena de gallinas, dos vacas y Misery.

Él parpadeó y la mujer se echó a reír.

—Pensará que no ha sido muy correcto poner a una marrana el nombre de esa hermosa y valiente mujer que usted creó. Pero ése es su nombre. Yo… no tenía intención de faltarle al respeto. —Meditó un momento y luego añadió—: Es muy cariñosa. —Arrugó la nariz y por unos instantes pareció transformarse en un auténtico cerdo emitiendo ruidos guturales—: Ggnn, ggnn, ggnn…

Paul la miró con los ojos muy abiertos.

Ella no lo notó. Se había perdido otra vez con la mirada pensativa y sombría. No tenían más luz que la de la lámpara de la mesita de noche, reflejándose en ellos tenuemente.

Al fin, ella reemprendió el relato:

—Llevaba unos ocho kilómetros recorridos cuando empezó a nevar. Fue muy rápido. Aquí arriba la nieve cae de golpe. Avancé lentamente con las luces encendidas y entonces vi su coche volcado a un lado de la carretera. —Lo miró reprobadora—. Usted no llevaba las luces encendidas…

—Me cogió por sorpresa —dijo, acordándose en ese momento de que la tempestad se le había echado encima de pronto. Lo que todavía no recordaba era que estaba borracho.

—Paré —siguió la mujer—. De haber sido en una cuesta, quizá no lo hubiese hecho. Ya sé que no es muy cristiano, pero había unos ocho centímetros de nieve y ni con un jeep se puede estar seguro en esas condiciones. Es más fácil decirse a sí misma: «Bueno, a lo mejor salieron y alguien los recogió…», o algo así. Pero estaba en lo alto de la tercera colina después de la casa de los Roydman y es un llano bastante largo; así que aparqué y en cuanto salí escuché gemidos. Era usted, Paul.

Le sonrió con una extraña expresión maternal.

Por primera vez, el pensamiento afloró con claridad a la mente de Paul: «Estoy en peligro. Esta mujer está loca».

Ir a la siguiente página

Report Page