Misery

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I - Annie » 6

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Durante unos veinte minutos ella siguió hablando, sentada junto a él en lo que podía ser la habitación de huéspedes. Mientras el organismo de Paul asimilaba la sopa, el dolor volvió a surgir en sus piernas. Se esforzó inútilmente por concentrarse en lo que ella decía. Su mente se había dividido. Por un lado escuchaba el relato de cómo su salvadora lo había arrastrado sacándole de su Camaro del setenta y cuatro.

Pero el dolor latía cada vez con más fuerza, como un par de viejos pilotes resquebrajados que empezaban a insinuarse entre las elevaciones de la marea baja. Por otro lado se veía en el Hotel Boulderado terminando su última novela que, afortunadamente, no contaba en su reparto con Misery Castain.

Había razones de toda índole para no volver a escribir sobre Misery, pero una, férrea e inmutable, pesaba sobre las demás. Misery por fin estaba muerta. Había muerto cinco páginas antes del final de El hijo de Misery. Todo el mundo debió de llorar en la casa cuando aquello ocurrió, aunque las lágrimas que corrieron por las mejillas de Paul habían surgido de una risa histérica.

Al terminar el nuevo libro, una novela contemporánea sobre un ladrón de coches, se había acordado de escribir el último párrafo de El hijo de Misery. «Así que Ian y Geoffrey abandonaron juntos el jardín de la iglesia sosteniéndose mutuamente en su dolor, decididos a encontrar de nuevo el sentido de sus vidas». Mientras escribía, se reía de tal manera que cometió diversos errores. Había tenido que retroceder varias veces. Por suerte, contaba con la cinta correctora de la IBM. Al escribir la palabra «FIN», empezó a dar saltos por la habitación del Hotel Boulderado gritando: «¡Libre! ¡Por fin libre! ¡Dios todopoderoso, ya soy libre! ¡Esa perra estúpida está en la tumba!».

La nueva novela se llamaba Automóviles veloces, y al terminarla no se había reído. Se quedó un momento frente a la máquina pensando: «Tal vez acabas de ganar el American Book Award, amigo mío». Entonces había cogido…

—Una magulladura en la sien derecha; pero no parecía nada serio. Eran sus piernas… Me di cuenta enseguida, aunque ya oscurecía, de que sus piernas no estaban…

… el teléfono y había llamado al servicio de habitación para pedir una botella de Dom Pérignon. Recordó cómo la había esperado caminando de un lado a otro en aquella habitación en la que había terminado todos sus libros desde 1974. Recordó haber dado cincuenta dólares de propina al camarero y haberle preguntado por el parte meteorológico. Recordó cómo el camarero, aturdido, complacido y sonriente, le había explicado que la tormenta que se dirigía hacia ellos en esos momentos, se desviaría al Sur, hacia Nuevo México. Recordó la sensación helada de la botella y el discreto sonido del corcho al liberarse. Recordó el gusto seco y áspero de la primera copa y la búsqueda en su maleta del pasaje a Nueva York. Recordó que de repente, bajo el entusiasmo del momento, había decidido…

—… que mejor era traerle a casa enseguida. No fue fácil subirlo al camión, pero soy una mujer corpulenta, como habrá notado, y tenía un montón de mantas en la parte trasera. Así que lo metí y lo tapé; en aquel momento, a pesar de la oscuridad y todo eso, pensé que su cara me resultaba familiar. Creí que a lo mejor…

… sacar su viejo Camaro del aparcamiento y, en vez de meterse en el avión, conducir hacia el Oeste. ¿Qué demonios había en Nueva York? Sólo una casa vacía y fría, inhóspita, tal vez desvalijada. «¡Que se joda! —pensó bebiendo champán—. ¡Vete al Oeste, jovencito, al Oeste!». La idea era tan alocada que tenía sentido. Sólo se llevó una muda de ropa y su…

—… encontré su maleta y también la llevé al camión; pero no vi nada más y tenía miedo de que usted muriese, así que puse en marcha la vieja Bessie y…

… manuscrito de Automóviles veloces y se lanzó a la carretera hacia Las Vegas o Reno, o tal vez hasta la ciudad de Los Ángeles. Al principio, aquella idea le pareció un poco estúpida, era como un viaje que quizá habría emprendido el joven de veinticuatro años que era cuando vendió su primera novela; sin embargo, tal vez no era apropiado para un hombre con dos más sobre su cuadragésimo aniversario. Tras algunas copas más de champán la idea ya no se le antojó descabellada. Le pareció honrosa. Parecía una especie de gran odisea a alguna parte, un modo de familiarizarse de nuevo con la realidad después del tránsito a través del terreno ficticio de su novela. Así que se había metido…

—… ¡como una luz que se apaga! ¡Estaba segura de que moriría…! ¡Quiero decir, que estaba bastante segura! Así que saqué la cartera del bolsillo de su pantalón, busqué su carné de conducir y vi su nombre, Paul Sheldon. Al principio pensé: «Debe de ser una coincidencia», pero la fotografía del carné también se parecía a usted. Me sobresalté y tuve que sentarme ante la mesa de la cocina. Creí que me iba a desmayar. Al cabo de un rato, empecé a pensar que tal vez la fotografía también era una coincidencia. Ya sabe, esas instantáneas nunca se parecen al original; pero hallé por casualidad un carné de la Asociación de Escritores y otro del PEN. Por tanto, supe que usted estaba…

… en un apuro cuando la nieve empezó a caer; pero se detuvo en el Bar Boulderado y le dio a George veinte dólares más para que le proporcionara otra botella de Dom, que bebió mientras se deslizaba por la 1-70 hacia las Rocosas bajo un cielo plomizo; se desvió de la autopista al este del túnel Eisenhower porque las carreteras aparecían desiertas y secas. La tormenta se dirigía al Sur y además, aquel maldito túnel lo ponía nervioso. Había estado escuchando una vieja cassette de Bo Diddley y no puso la radio hasta que el Camaro empezó a patinar seriamente y se dio cuenta de que no se trataba de una simple borrasca, sino de una auténtica tormenta que no se estaba desviando al Sur, sino que se dirigía directamente hacia él y que estaba a punto de complicarle la existencia…

Pero había bebido lo suficiente para creer que podía salir del asunto conduciendo. Así que, en vez de parar en Cana y buscar refugio, había seguido adelante. Recordaba que la tarde se había convertido en una lente cromada de un gris desvaído. El efecto del champán había empezado a desvanecerse y recordó el momento en que se inclinó hacia adelante para coger sus cigarrillos… De pronto, el coche dio un último patinazo e intentó contrarrestarlo sin conseguirlo. Luego notó un golpe sordo y pesado y el mundo se volvió patas arriba. Él…

—… gritó. Y cuando le oí gritar, supe que viviría. Los moribundos casi nunca gritan. Carecen de la energía necesaria. Lo sé… Decidí que yo le haría vivir. Así que le administré un calmante. Luego se durmió. Cuando se despertó y volvió a gritar, le administré otro. Tuvo fiebre durante un tiempo; pero también acabé con eso. Le di Keflex. Estuvo a punto de morir un par de veces. Créame, puede estar seguro. —La mujer se levantó—. Ahora tiene que descansar, Paul. Ha de recuperar sus fuerzas.

—Me duelen las piernas.

—Sí, ya lo sé. Dentro de una hora le daré otro calmante.

—Ahora, por favor.

Le avergonzaba suplicar, pero no podía evitarlo. La marea había bajado y los pilotes destrozados aparecían al descubierto, reales, cual objetos que no pueden evitarse.

—¡Dentro de una hora! —respondió con firmeza, y se dirigió a la puerta con la cuchara y el plato de sopa.

—¡Espere!

Se volvió mirándole con una expresión severa y maternal. No le gustó. No le gustó en absoluto.

—¿Dice que han pasado dos semanas?

De nuevo pareció confusa y molesta. Más adelante descubriría que su sentido del tiempo era muy relativo.

—Más o menos.

—¿Estaba inconsciente?

—Casi siempre.

—¿Qué comía?

Lo escrutó.

—Intravenoso —dijo brevemente.

—¿Intravenoso? —inquirió.

Ella tomó su sorpresa por ignorancia.

—Le alimenté por vía intravenosa —le dijo—, a través de unos tubos. Por eso tiene esas señales en los brazos. —Lo miró con ojos fríos y escrutadores—. Me debe la vida, Paul. Espero que lo recuerde. Confío en que lo tenga en cuenta.

Luego se marchó.

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