Misery

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IV - Diosa » 3

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Nueve meses después de que Wicks y McKnight lo sacaran de casa de Annie en una camilla, Paul Sheldon dividía su tiempo entre el Doctors Hospital de Queens y un nuevo apartamento en la parte este de Manhattan. Habían vuelto a romperle las piernas. Aún tenía la izquierda escayolada de la rodilla para abajo. Cojearía durante el resto de su vida, según habían dicho los médicos, pero caminaría, y con el tiempo lograría hacerlo sin dolor. Su cojera habría sido más pronunciada si en vez de caminar sobre una prótesis fabricada a medida, hubiese tenido que hacerlo apoyándose en su propio pie. De un modo bastante irónico, Annie le había hecho un favor.

Bebía mucho y no escribía nada. Tenía pesadillas.

Una tarde de mayo, cuando salió del ascensor en el noveno piso, no estaba pensando en Annie —para variar—, sino en el voluminoso paquete que llevaba torpemente bajo el brazo. Contenía dos juegos de galeradas de El retorno de Misery. Sus editores querían lanzar el libro a toda prisa y, considerando los titulares que habían aparecido en la prensa de todo el mundo generados por las extrañas circunstancias en que la novela había sido escrita, no era para sorprenderse. Hasting House había ordenado una primera edición sin precedentes de un millón de ejemplares.

—Y eso es sólo el principio —le había dicho ese día Charlie Merrill, su editor, durante el almuerzo del que ahora regresaba Paul con las galeradas—. Este libro va a superar las ventas de cualquier otro en el mundo, amigo mío. Tendríamos que estar de rodillas dando gracias a Dios por el hecho de que la historia que contiene ese libro sea tan buena como la que se halla detrás.

Paul no sabía si eso era cierto y ya no le importaba. Sólo quería alejarse de todo aquello y escribir su próxima obra… Pero a medida que los días de sequía se convertían en semanas y éstas en meses, había empezado a preguntarse si alguna vez volvería a escribir otra novela.

Charlie le suplicaba que hiciese una crónica real de sus experiencias que, según él, superaría hasta las ventas de El retorno de Misery. Superaría incluso las de Iacocca. Cuando Paul le preguntó, por pura curiosidad, a cuánto creía que ascenderían los derechos por la edición de bolsillo de un libro así, Charlie se apartó de la frente el largo cabello, encendió un Camel y respondió:

—Creo que podríamos establecer un precio de salida de diez millones de dólares y luego organizar una subasta infernal.

No movió ni un párpado cuando lo dijo. Al cabo de un momento, Paul comprendió que hablaba en serio o que, al menos, eso creía.

Pero no había manera de que pudiera escribir un libro así. Todavía no, y probablemente nunca. Su trabajo era crear novelas. Podía escribir la crónica que Charlie quería pero, si lo hacía, sabía que nunca volvería a producir una novela.

Y lo gracioso era que sería una novela, estuvo a punto de decirle a Charlie Merrill, pero se contuvo en el último momento. Porque lo más divertido era que a Charlie no le importaría.

«Empezaría por los hechos y luego comenzaría a modificar, al principio sólo un poco… Luego más… Después, un poco más. No para que Annie pareciera peor, porque eso es imposible. Sólo para recrear la precisión. No quiero convertirme a mí mismo en un personaje de ficción. Escribir puede ser una forma de masturbación, pero que Dios me libre de convertirlo en un acto de autocanibalismo», pensó.

Su apartamento era el 9-E, el más alejado del ascensor, y el pasillo parecía tener setenta kilómetros. Avanzó cojeando, con un bastón en forma de «t» en cada mano. Dios, cómo odiaba el sonido del maldito bastón.

Las piernas le dolían muchísimo y necesitaba el Novril. A veces pensaba que valdría la pena estar allí con Annie sólo para conseguir la droga. Los médicos habían ido reduciendo las dosis. El sustituto era el alcohol y cuando llegase al apartamento tomaría un bourbon doble.

Luego miraría durante un rato la pantalla en blanco de su procesador de textos. Qué divertido, el pisapapeles de quince mil dólares de Paul Sheldon.

Tenía que sacar la llave del bolsillo sin que se le cayeran los bastones ni el sobre donde llevaba las galeradas. Apoyó éstos en la pared. Mientras lo hacía, las galeradas fueron a parar a la alfombra. El paquete se abrió.

—¡Mierda! —gruñó, y los bastones se derrumbaron con un claqueteo que aumentaba la diversión.

Paul cerró los ojos balanceándose precariamente en sus piernas torcidas esperando a ver si se enfurecía o si empezaba a llorar. No quería llorar en el pasillo, pero tal vez lo haría. Ya lo había hecho antes. Las piernas le dolían constantemente y necesitaba la droga, no la aspirina que le daban en el dispensario del hospital. Quería su droga «buena», la de Annie. Y además, estaba siempre tan cansado… Lo que necesitaba para levantarse no eran esos asquerosos bastones, sino sus juegos de ficción y sus historias. Ellos eran las buenas drogas, el pinchazo que nunca fallaba, pero habían huido. Parecía que la hora de jugar se había terminado para siempre.

«Así es el final —pensó abriendo la puerta y entrando en el apartamento dando tumbos—. Por eso es por lo que nadie escribe sobre ello. Es demasiado aburrido. Ella tenía que haber muerto después de que le rellené la cabeza de papel en blanco y páginas descartadas. Debí haber muerto entonces yo también. En aquellos momentos, éramos verdaderamente personajes en uno de los culebrones de Annie. Nadie era gris, sólo blanco o negro, bueno o malo. Yo era Geoffrey y ella la diosa abeja de los bourkas. Esto… bueno, he oído hablar de desenlaces, pero éste es ridículo. ¡Que se joda la mierda del suelo! Primero a beber y luego a recoger. Primero a ser un niño malo y…».

Se detuvo. Tuvo tiempo de darse cuenta de que el apartamento estaba demasiado oscuro. Y había un olor… Conocía ese olor, una mezcla mortal de suciedad y de polvos faciales.

Annie salió de detrás del sofá como un fantasma blanco, vestida con uniforme de enfermera y cofia. Llevaba el hacha en la mano y gritaba:

—¡Es hora de aclarar, Paul! ¡Es hora de aclarar!

Él gritó, tratando de girar sobre sus piernas estropeadas. Ella saltó por encima del sofá con una fuerza torpe. Parecía una rana albina. Su uniforme almidonado crujía. El primer hachazo no hizo más que provocar una ráfaga de viento sobre él. Eso fue lo que intuyó hasta que cayó sobre la alfombra oliendo su propia sangre. Bajó los ojos y vio que lo había partido casi por la mitad.

—¡Aclarar! —gritó ella, y le cortó la mano derecha.

—¡Aclarar! —volvió a exclamar, y le cortó la izquierda.

Se arrastró hacia la puerta abierta con los muñones de sus muñecas sangrando. Aún estaban allí las galeradas que Charlie le había dado en el almuerzo en Mr. Lee’s, extendiendo el sobre en la mesa con mantelería de un blanco deslumbrante mientras Muzak sonaba en los altavoces.

«Annie, puede leerlo ahora», trató de gritar, pero no pudo pronunciar la frase porque su cabeza voló y rodó hasta la pared. Lo último que vio del mundo fue su propio cuerpo derrumbándose y los zapatos blancos de Annie junto a él.

«Diosa», pensó, y murió.

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