Misery

Misery


I - Annie » 10

Página 13 de 128

10

La marea se alejó. Los pilotes regresaron. Volvió a esperar que sonase el reloj. Dio dos campanadas. Estaba reclinado en las almohadas mirando la puerta cuando ella entró. Llevaba un delantal sobre la rebeca y otro sobre la falda. En una mano portaba un cubo.

—Supongo que quiere su jodida medicina —dijo.

—Sí, por favor.

Trató de congraciarse con ella por medio de una sonrisa y otra vez se sintió avergonzado, grotesco, extraño.

—Aquí está —le informó—; pero antes he de limpiar ese desastre del rincón que usted armó. Tendrá que esperar a que haya terminado.

Tendido en la cama, con las piernas rotas dibujando extrañas formas bajo la colcha y un sudor frío cubriéndole la cara, miraba cómo la mujer se dirigía al rincón, depositaba el cubo en el suelo, recogía los trozos del plato, se los llevaba, volvía y se arrodillaba junto al cubo, zambullía en él la mano, sacaba un estropajo, lo escurría y empezaba a frotar los restos de sopa pegados en la pared. De pronto empezó a temblar, y el temblor intensificaba el dolor, pero no podía evitarlo. Ella se volvió y lo vio temblando bajo las sábanas empapadas. Luego le dedicó una sonrisa socarrona e irónica que lo enfureció.

—Se ha secado, ¿lo ve? —dijo mirando otra vez al rincón—. Me temo que voy a tardar un poco, Paul.

Frotó sin parar. La mancha iba desapareciendo poco a poco, pero ella siguió mojando el trapo, escurriéndolo, frotando y repitiendo una y otra vez el mismo proceso. No podía verle la cara, pero la idea, la certeza de que podía seguir frotando la pared durante horas, le atormentaba.

Al fin, antes de que el reloj marcara las dos y cuarto, ella se levantó, tiró el estropajo en el agua y se llevó el cubo de la habitación sin decir palabra. Y él permaneció allí, escuchando el crujido de la madera bajo los pasos estólidos y pesados de la mujer, oyendo cómo tiraba el agua del cubo y llenaba otro. Era increíble e insoportable. Empezó a llorar en silencio. La marea nunca se había retirado tanto. Sólo veía ciénagas medio secas y aquellos pilotes proyectando sus eternas sombras retorcidas.

Ella volvió y se detuvo un momento en el umbral de la puerta observando su cara húmeda con la misma mezcla de severidad y amor maternal. Entonces sus ojos se desviaron hacia el rincón donde ya no había rastro alguno de sopa.

—Ahora tengo que enjuagar —dijo—, de lo contrario, el jabón dejará una mancha. Tengo mucho trabajo, ¿sabe? Pero el hecho de vivir sola no justifica el eludirlo. Mi madre tenía un lema, Paul, que yo he adoptado: el que es sucio una vez, nunca será limpio.

—Por favor —gimió—, por favor, el dolor… me estoy muriendo.

—No, no se está muriendo.

—Gritaré —dijo quejándose con fuerza, aunque sabía que semejante esfuerzo le causaría un dolor terrible—. No podré evitarlo.

Pero consiguió evitarlo. Observó cómo ella seguía escurriendo y aclarando. Al fin, cuando el reloj de la supuesta sala empezó a dar las tres, la mujer se levantó y cogió el cubo.

«Ahora se largará, tirará el agua y tal vez no volverá durante horas porque aún no ha terminado de castigarme», pensó.

Pero en lugar de marcharse, se acercó a la cama, metió una mano en el bolsillo del delantal, y no sacó dos cápsulas, sino tres.

—Aquí están —dijo con ternura.

Él se las metió en la boca y al levantar los ojos vio que le acercaba el cubo amarillo de plástico, cuya imagen invadió su campo visual como una luna que se precipitase sobre su cara. Un agua grisácea cayó sobre la colcha.

—Trágueselas con esto —dijo, y su voz aún era tierna.

Se quedó mirándola con ojos desorbitados.

—¡Hágalo! Ya sé que puede tragárselas sin agua, pero créame si le digo que puedo hacer que las vomite de inmediato. Después de todo, sólo es un poco de agua sucia. No le hará daño.

Se inclinó hacia él como un monolito. Vio el estropajo revolviéndose lentamente en las oscuras profundidades del cubo como un animal ahogado. Contempló la costra de jabón flotando. Una parte de él gimió, pero nunca vaciló. Bebió deprisa, tragando las cápsulas y recordando las ocasiones en que su madre le obligaba a cepillarse los dientes con jabón.

Su vientre emitió un sonido espeso.

—Yo no las vomitaría, Paul. No habrá más hasta las nueve de la noche.

Por un momento le observó con una mirada plana y vacía, y después su cara se iluminó y sonrió.

—No volverá a enojarme, ¿verdad?

—No —le susurró.

¿Enojar a la luna que traía la marea? ¡Qué idea tan terrible…!

—Le amo —dijo ella, y le besó en la mejilla.

Se marchó sin mirar atrás, cargando el cubo como una robusta campesina llevaría un balde de leche, ligeramente separado del cuerpo, sin prestarle atención para que no se derrame.

Se echó hacia atrás, sintiendo en la boca un regusto amargo a porquería, yeso y jabón.

«No vomitaré…, no vomitaré…, no vomitaré…», se repitió.

Por fin, las náuseas empezaron a desvanecerse y se dio cuenta de que se estaba durmiendo. Había conseguido retener el medicamento durante el tiempo necesario para que hiciese efecto. Lo había logrado.

Por esta vez…

Ir a la siguiente página

Report Page