Misery

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I - Annie » 18

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Cuando regresó una hora más tarde, él cogió las cerillas mientras ella ponía la página del título sobre la barbacoa. Trató de encender una, luego otra, pero no pudo porque se le caían de las manos.

Annie las cogió, encendió una y se la puso en la mano. Él la acercó al borde del papel, la dejó caer en la barbacoa y contempló fascinado cómo la llama la prendía y luego la devoraba. Ella tenía un tenedor de cocina y, cuando la página empezó a retorcerse, la metió entre las rendijas de la parrilla.

—Vamos a tardar una eternidad en esto —dijo él—. Yo no puedo…

—No, haremos un trabajo rápido, pero usted debe quemar unas cuantas hojas, Paul, como símbolo de que ha comprendido.

Entonces puso en la parrilla la primera página de Automóviles veloces, palabras que él recordaba haber escrito unos veinticuatro meses atrás en la casa de Nueva York: «—No tengo ruedas —dijo Tony Bonasaro, caminando hacia la chica que bajaba por las escaleras— y soy lento para aprender, pero para conducir, soy rápido».

Aquella página sacrificada le devolvió aquel día como los Exitos Dorados de la radio. Recordó haber caminado por el apartamento, de una habitación a otra, imbuido de libro, repleto, grávido y sufriendo los dolores de un parto.

Recordó haber encontrado un sujetador de Joan bajo uno de los cojines del sofá. Hacía tres meses que ella se había marchado. Eso demostraba cómo trabajaba el servicio de limpieza. Recordó haber oído el tráfico de Nueva York y el monótono tañido de las campanas de una iglesia llamando a sus fieles a misa.

Recordó haberse sentado…

Como siempre, tuvo el bendito alivio de empezar, una sensación que era como caer en un agujero lleno de luz radiante.

Como siempre, tuvo la triste certeza de que no escribiría tan bien como quería hacerlo. Sintió el temor de no ser capaz de terminar, de avanzar contra un muro blanco.

Le invadió la eterna sensación de alegría nerviosa, la maravilla del viaje que comienza.

Miró a Annie Wilkes y dijo en voz baja y clara:

—Annie, por favor, no me obligue a hacer esto.

Ella mantuvo las cerillas ante su cara sin moverse, y declaró:

—Puede hacer lo que usted quiera.

Así que Paul quemó su libro.

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