Misery

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I - Annie » 36

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No se habría atrevido a poner las cápsulas bajo la alfombra aunque hubiese tenido tiempo para hacerlo antes de que ella volviese. A pesar de que las cajas eran pequeñas, los bultos resultarían demasiado evidentes. Cuando la oyó entrar en el cuarto de baño, las cogió, movió los brazos dolorosamente hacia atrás y las metió en la parte trasera de los calzoncillos. En el contorno de sus caderas sobresalieron agudas esquinas de cartón.

Annie volvió con el orinal, un anticuado artefacto de latón que absurdamente parecía un secador de cabello. En una mano llevaba dos cápsulas de Novril y un vaso de agua.

«Dos cápsulas, además de las que tomaste hace media hora, pueden mandarte al infierno —pensó, y una segunda voz replicó de inmediato—: ¡Magnífico!».

Cogió las pastillas y las tragó con agua.

Ella le tendió el orinal.

—¿Necesita ayuda?

—Puedo hacerlo solo.

Annie se volvió consideradamente mientras él metía el pene en el tubo frío y orinaba. Por casualidad, al cabo de un momento vio que miraba y sonreía.

—¿Terminó? —preguntó unos segundos más tarde.

—Sí.

Realmente tenía ganas de orinar. Con tanta agitación no había tenido tiempo de pensar en ello.

Le retiró el orinal y lo depositó en el suelo con cuidado.

—Ahora, vamos otra vez a la cama —le dijo—. ¡Debe de estar extenuado…, y supongo que sus piernas estarán cantando ópera!

Asintió con la cabeza, aunque la verdad era que no sentía nada. Las últimas cápsulas junto con las que él mismo se había suministrado le estaban llevando a la inconsciencia a una velocidad alarmante, y empezaba a ver la habitación a través de capas de gasa gris. Se aferró a un solo pensamiento. Ella iba a levantarlo para meterlo en la cama y, cuando lo hiciese, tendría que estar ciega para no darse cuenta de que la parte trasera de sus calzoncillos estaba llena de cajitas.

Lo llevó a un lado de la cama.

—Un minuto más, Paul, y podrá echarse una siestecita.

—Annie, ¿podría esperar cinco minutos? —atinó a decir.

Lo miró entrecerrando los ojos.

—Creí que le dolía mucho.

—Y me duele —respondió—. Me duele… demasiado. Sobre todo la rodilla, donde usted… Ya sabe…, cuando perdió los estribos. Todavía no estoy en condiciones de que me levante. ¿Podría esperar cinco minutos a que… a que…?

Sabía lo que quería decir; pero no lograba hacerlo.

Las palabras se perdían en la nube gris. La miró impotente sabiendo que, después de todo, sería descubierto.

—¿A que le haga efecto la medicina? —le preguntó.

Él asintió, agradecido.

—Desde luego. Guardaré algunas cosas y volveré enseguida.

En cuanto salió de la habitación, metió las cajas bajo el colchón una por una. La bruma de su consciencia se hacía cada vez más espesa, pasando del gris al negro.

«Escóndelas lo mejor posible —pensó, aturdido—. Asegúrate de que, si cambia las sábanas, no las tire. Mételas muy adentro, como… como…».

Introdujo la última bajo el colchón, se echó hacia atrás y se quedó mirando el techo, donde las letras bailaban ebrias.

Pensó: «África… Tengo que meditar… Estoy metido en un problema tan gordo… Huellas. ¿Dejé huellas? ¿Dejé…?».

Paul Sheldon cayó en la inconsciencia. Cuando despertó, habían pasado catorce horas y en el exterior volvía a nevar.

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