Misery

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II - Misery » 5

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—Aclarar… —murmuró, deslizándose hacia la derecha. El movimiento retorció la pierna izquierda y el rayo de dolor en su rodilla aplastada bastó para despertarle. Apenas habían pasado cinco minutos. Oía a Annie en la cocina lavando los platos. Generalmente cantaba mientras realizaba sus tareas. Pero hoy no lo hacía; sólo se oía el ruido de los platos y el murmullo ocasional del agua con que los aclaraba. Era una mala señal. «Parte meteorológico de urgencia para los residentes del Condado de Sheldon. Aviso de tormenta que durará hasta las cinco de la tarde; repito, aviso de tormenta», creyó escuchar.

Pero ya era hora de dejarse de juegos y ponerse a trabajar. Ella quería que Misery regresara de entre los muertos; pero tenía que ser limpio, no necesariamente realista, sólo limpio. Si conseguía hacerlo esa mañana, tal vez podría evitar la depresión que se avecinaba en la mujer antes de que empezara.

Miró por la ventana, apoyando la barbilla en la palma de la mano. Estaba completamente despierto, pensando rápida e intensamente, aunque sin percatarse de ello. Las dos o tres capas superiores de su conciencia, esa parte de su mente que se ocupaba de asuntos como la última vez que se había lavado la cabeza o si Annie vendría o no a tiempo con su siguiente dosis de droga, parecía haberse ausentado por completo de la escena, como si se hubiese alejado sigilosamente en busca de un trozo de salchichón, de centeno o de algo semejante. Recibía mensajes sensoriales; pero no hacía nada con ellos, no veía lo que estaba viendo, ni escuchaba lo que estaba oyendo.

Otra parte de él intentaba rabiosamente evocar ideas, las rechazaba, las combinaba, rehusaba las combinaciones… Sentía lo que estaba ocurriendo, pero no tenía contacto directo con ello, ni lo deseaba. Allá abajo, en los talleres de su cerebro estaba todo muy sucio.

Comprendió que en realidad estaba buscando una idea, lo cual no significaba necesariamente encontrarla.

Tener una idea era un modo más humilde de decir: «Estoy en la mitad de Automóviles veloces, Tony había matado al teniente Gray cuando intentó ponerle las esposas en un cine de Times Square. Paul quería que Tony quedase impune tras el asesinato, al menos por un tiempo, porque no podía haber tercer capítulo si Tony estaba a la sombra. A pesar de ello, Tony no podía dejar a Gray sentado en el cine con el mango de una navaja sobresaliendo de su axila izquierda, porque al menos tres personas sabían que Gray había ido a buscar a Tony».

El problema era cómo disponer del cuerpo, y Paul no hallaba el modo de resolverlo. Estaba atascado en el juego. «Careless acaba de matar a ese tío en un cine de Times Square y ahora tiene que meter el cuerpo en su coche sin que nadie le diga: “Eh, señor, ¿está ese hombre tan muerto como parece, o sólo ha sufrido un ligero ataque?”. Si logra meter el cuerpo de Gray en el coche, puede llevarlo a Queens y tirarlo en un edificio abandonado que conoce. Paulie, ¿puedes?».

No tenía un tiempo límite de diez segundos, por supuesto, no tenía un contrato por el libro y no tenía que preocuparse, por lo tanto, de fechas de entrega. Sin embargo, siempre había una fecha límite, un tiempo más allá del cual había que dejar el círculo, y la mayoría de los escritores lo sabían. Si un libro quedaba atascado demasiado tiempo, empezaba a degenerar, a romperse en pedazos, todos los pequeños trucos e ilusiones quedaban al descubierto.

Había ido a dar un paseo sin pensar en nada, lo mismo que ahora. Había caminado más de cuatro kilómetros antes de que alguien enviase una luz desde el taller de su ingenio:

«¡Por fin llega la inspiración! ¡Mi musa ha hablado!».

La idea de Automóviles veloces había surgido un día en la ciudad de Nueva York. Había salido sin otra cosa en la mente que comprar un vídeo para su casa de la Calle 83.

Al pasar frente a un aparcamiento vio a un empleado tratando de abrir un coche con un punzón. Eso fue todo. No sabía si aquello era lícito o no y tres o cuatro manzanas más allá dejó de importarle. El empleado se convertiría en Tony Bonasaro. De él lo sabía todo menos el nombre, que luego sacó de la guía telefónica. La mitad de la historia residía en su mente y las restantes piezas iban encajando rápidamente en su sitio. Se sentía excitado, feliz, casi borracho. La musa había llegado como un cheque inesperado en el correo. Había salido a comprar un vídeo y había conseguido en cambio algo mucho mejor. Había tenido una idea.

Ese otro proceso, tratar de tener una idea no era en modo alguno tan elevado ni exaltante, pero sí era igual de misterioso e… igual de necesario. Porque cuando uno escribía una novela, casi siempre se atascaba en alguna parte y no tenía sentido esforzarse por continuar hasta que surgiese una idea.

Cuando necesitaba una idea, su procedimiento habitual era ponerse el abrigo y salir a dar un paseo. Si no la necesitaba, se llevaba un libro. Reconocía que el paseo constituía en sí mismo un buen ejercicio, pero era aburrido. El libro se hacía imprescindible si no tenía a nadie con quien hablar mientras caminaba. Pero si lo que necesitaba era por encima de todo una idea, el tedio podría tener en una novela empezada el mismo efecto que la quimioterapia en un paciente de cáncer.

«Imagina que provocas un fuego en el cine», se dijo.

Eso parecía. No tenía sensación alguna de vértigo ni verdadero sentimiento de inspiración. Se sentía como un carpintero mirando un trozo de madera que podía servir para su trabajo.

«Puedo provocar un fuego en la butaca de al lado —siguió pensando—. ¿Qué tal? Las malditas butacas de esos cines siempre están desgarradas». Habría humo, mucho humo. Podía tratar de quedarse todo el tiempo posible y arrastrar luego a Gray con él. Podía hacer pasar a Gray por una víctima del fuego intoxicada con el humo.

Aquello tenía sentido. No era genial, aún quedaban detalles por desarrollar, pero tenía sentido. Había tenido una idea. El trabajo podía continuar.

Nunca había necesitado una idea para empezar un libro, pero instintivamente comprendía que podía hacerse.

Estaba sentado en la silla, silencioso, con la barbilla apoyada en la mano mirando al establo. Si hubiese podido caminar, ya estaría fuera. Estaba casi adormecido, esperando que ocurriese algo, sin darse cuenta de nada, excepto de que estaban ocurriendo ciertas cosas en su mente: edificios enteros de fantasía se estaban erigiendo, juzgando, condenando y demoliendo en un abrir y cerrar de ojos. Pasaron diez minutos, quince. Ella estaba pasando la aspiradora en la sala. Pero aún no cantaba, porque la oía. Eso era otra cosa, un sonido inconexo que se introducía en su cabeza y volvía a salir como el agua corriendo a través de una tubería.

Al fin, los chicos de allá abajo le lanzaron una luz, como hacían siempre tarde o temprano. Las pobres neuronas de allá abajo nunca paraban de reventarse las pelotas y él no les envidiaba lo más mínimo.

Paul empezaba a tener una idea. Su conciencia regresó. «Ha llegado el médico», pensó. Y adoptó la idea como quien coge una carta de la ranura de la puerta destinada a la correspondencia (o, en este caso, del suelo). Empezó a examinarla. Casi la rechazó. Escuchó un tenue gruñido desde el taller de allá abajo. La reconsideró y decidió que la mitad podía aprovecharse.

Vio una segunda luz, más radiante que la primera.

Paul empezó a tabalear con los dedos en el marco de la ventana.

Alrededor de las once, empezó a escribir a máquina. Al principio iba muy despacio, tecleos esporádicos seguidos de pausas, algunas hasta de quince segundos. Era como un archipiélago visto desde el aire, una cadena de colinas bajas, separadas por grandes extensiones azules.

Poco a poco, los espacios de silencio empezaron a acortarse y se produjeron ocasionales estallidos de tecleo. En la máquina eléctrica de Paul hubiesen sonado a morse, pero el ruido de la Royal era más espeso, activamente desagradable.

Por unos momentos, no escuchó la voz de Ducky Daddles de la máquina. Al llegar al final de la primera página, se estaba animando. Cuando terminó la segunda, iba a toda marcha.

Al cabo de un rato, Annie apagó la aspiradora y se quedó mirándolo desde la puerta. Paul ignoraba que estuviese allí.

Ni siquiera sabía que estaba él. Al fin había escapado. Se encontraba en el patio de la iglesia de Little Dunthorpe respirando el aire húmedo de la noche, oliendo a musgo, a tierra y a niebla. Oyó el reloj de la torre del templo presbiteriano dando las dos y lo metió en la historia sin perder ni una campanada. Cuando era muy bueno, podía ver a través del papel, y ahora podía.

Annie lo observó durante largo rato y después se largó. Sus andares eran pesados, pero Paul no se enteró.

Trabajó hasta las tres de la tarde y a las ocho le pidió que le ayudase a volver a la silla. Escribió otras tres horas, aunque a las diez de la noche el dolor había empezado a agudizarse. Annie entró a las once. Él le pidió otro cuarto de hora.

—No, Paul, ya es suficiente. Está pálido como la sal.

Lo metió en la cama y, al cabo de tres minutos, se sumió en el sueño. Durmió toda la noche por primera vez desde que había salido de la bruma gris y también por primera vez no tuvo sueños extraños.

Había estado soñando despierto.

EL RETORNO DE MISERY

por Paul Sheldon

Para Annie Wilkes

CAPÍTULO 1

Por un momento, Geoffrey no supo con seguridad quién era el viejo que estaba en la puerta, y no sólo porque la campana le hubiese despertado de un adormecimiento cada vez más profundo. Lo más irritante de vivir en un pueblo, pensó, era que no había tanta gente como para que alguien resultase un perfecto extraño; sin embargo, había la suficiente como para no reconocer de inmediato a algunos de los aldeanos. A veces, sólo había que seguir la pista de los rasgos familiares, los cuales no excluían, por supuesto, la insólita aunque nunca imposible coincidencia de los bastardos.

Por lo general esos momentos podían controlarse, a pesar de que uno se sintiese próximo a la senilidad mientras trataba de mantener una conversación cualquiera con una persona cuyo nombre sabía, pero no recordaba. Las situaciones llegaban a alcanzar dimensiones cósmicas del apuro cuando dos de esas caras familiares llegaban al mismo tiempo y uno sentía la obligación de hacer las presentaciones.

—Espero no molestarle, señor —dijo el visitante, al tiempo que retorcía en sus manos con inquietud una gorra de tela; bajo la luz de una lámpara que Geoffrey alzaba en su mano, su cara aparecía arrugada, amarilla y con una expresión terrible de preocupación, que hasta podía ser miedo—. Es sólo que no quería ir a la casa del doctor Bookings, ni quería molestar a su señoría. Al menos hasta que hubiese hablado con usted, señor. Ya sabe a qué me refiero…

Geoffrey no lo sabía, pero intuyó de repente quién era ese visitante tardío. La mención del doctor Bookings, el ministro anglicano, lo había logrado. Tres días antes, el doctor Bookings había llevado a cabo las últimas plegarias por Misery en el patio de la iglesia, tras la rectoría. Y ese hombre había estado allí, aunque ocupando una posición donde pasar inadvertido.

Era uno de los sacristanes, y se llamaba Colter.

El visitante habló con renuencia.

—Son los ruidos, señor. Los ruidos en el patio de la iglesia. Su señoría no puede descansar tranquilo, señor y temo que…

Geoffrey sintió como si le hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago. Respiró hondo y un dolor caliente azotó el costado donde las costillas le habían sido firmemente vendadas por el doctor Shinebone, cuyo diagnóstico pesimista sostenía que sufriría una pulmonía después de haber estado toda la noche bajo la lluvia helada en aquella acequia. No obstante, habían pasado tres días y no se había producido ningún acceso de tos ni de fiebre. Él sabía que no se produciría. Dios no perdonaba tan fácilmente a los culpables. Creía que Dios le permitiría vivir para perpetuar por largo tiempo la memoria de su pobre amada perdida.

—¿Está usted bien, señor? —preguntó Colter—. Me enteré de que la otra noche se dio usted un buen trompazo. —Hizo una pausa—. Me refiero a la noche en que ella murió.

—Estoy bien —repuso Geoffrey lentamente—, Colter, esos ruidos… sabe que son producto de su imaginación, ¿no?

Colter pareció sobresaltarse.

—¿Imaginación? —preguntó—. ¡Señor! ¿Va a decirme que no cree en Jesucristo ni en la vida eterna? ¿No vio Duncan Fromsley al viejo Patterson dos días después de su funeral brillando como un fuego fatuo?

«Probablemente —pensó Geoffrey—, el fuego fatuo salió de la última botella del viejo Fromsley».

—¿Y no ha visto la mitad de esta ciudad —continuó— a ese viejo monje papista que camina por las almenas de Ridgehead Manor? Hasta enviaron a un par de señoras de la maldita Sociedad Psíquica de Londres para investigarlo.

Geoffrey sabía de qué señoras estaba hablando Colter, un par de brujas histéricas que quizá sufrían los ciclos depresivos del climaterio, ambas tan estúpidas como un puzzle infantil de los de Dibújalo y di su nombre.

—Los fantasmas son tan reales como usted y como yo, señor —decía Colter muy serio—. No me importa su existencia, pero esos ruidos son tan fantasmales que ni siquiera me gusta acercarme al patio de la iglesia, y tengo que cavar una tumba mañana para el pequeño de los, Roydman. He de hacerlo, se lo aseguro.

Geoffrey rezó pidiendo paciencia. El deseo de increpar a aquel pobre sepulturero era casi insuperable. Estaba durmiendo tranquilamente frente al fuego, con un libro en el regazo, cuando llegó Colter y lo despertó… Cada vez estaba más despierto y con cada segundo que pasaba sentía cómo hurgaba en él más profundamente ese dolor sordo, la conciencia de que su amada se había ido. Llevaba tres días en la tumba… Pronto pasaría una semana…, un mes…, un año…, diez… «El dolor —pensó—, se asemeja a una roca en la orilla de la playa. Mientras se está dormido, es como si hubiese subido la marea y hay algún alivio». Pero al despertar, la marea empezaba a bajar y pronto la roca volvía a hacerse visible, plagada de percebes incrustados, y estaría allí para siempre o hasta que Dios decidiese barrerla con las olas.

Y ese estúpido se atrevía a hablar de fantasmas.

El rostro del hombre parecía tan desencajado que Geoffrey se dominó.

—La señorita Misery, señoría, era muy querida —dijo Geoffrey con toda calma.

—Sí, señor, sí lo era —concedió Colter con fervor.

Cambió la custodia de su gorra a la mano izquierda y con la derecha sacó del bolsillo un enorme pañuelo rojo. Se sonó con fuerza mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Todos sufrimos su muerte.

Las manos de Geoffrey rozaron su camisa y frotaron con inquietud la pesada venda que llevaba debajo.

—Sí señor, lo sufrimos, lo sufrimos. —Las palabras de Colter surgían envueltas en su pañuelo, pero Geoffrey podía verle los ojos; estaba llorando sinceramente y el último residuo de ira egoísta se disolvió en la compasión—. Era muy buena, señor, una gran dama, y es horrible ver cómo se lo ha tomado su señoría.

—Sí, era estupenda —dijo Geoffrey suavemente, y notó consternado que sus lágrimas estaban también muy cerca, como los nubarrones que amenazaban las últimas tardes del verano—. Algunas veces, Colter, cuando alguien especialmente bueno fallece, alguien muy querido para nosotros, nos cuesta mucho aceptarlo. Así que imaginamos que no se ha marchado. ¿Me entiende?

—Sí, señor —dijo, Colter ansioso—. ¡Pero esos ruidos, señor, si los oyera!

En tono paciente, Geoffrey preguntó:

—¿Qué clase de ruidos?

Creyó que Colter describiría los sonidos propios del viento en los árboles, amplificados por su imaginación; o tal vez un tejón bajando al arroyo de Little Dunthorpe que se deslizaba tras el patio de la iglesia. Así que apenas estaba preparado cuando Colter murmuró aterrado:

—Sonidos de arañazos, señor, suena como si ella aún estuviese viva allá abajo tratando de abrirse camino con las uñas hasta la tierra de los vivos, eso parece.

CAPÍTULO 2

Quince minutos más tarde, de nuevo solo, Geoffrey se acercó al aparador del comedor. Se tambaleaba de un lado a otro como un hombre que estuviese cruzando la cubierta de un barco en medio de una tempestad. Creía realmente que la fiebre que el doctor Shinebone le había vaticinado casi con alegría, había sobrevenido; pero no era la fiebre lo que había teñido de rojo sus mejillas para luego volver a su mortecina palidez de la cera; no era la fiebre lo que hacía temblar sus manos hasta el punto de dejar caer la jarra de coñac al sacarla del armario.

Si había una posibilidad, por remota que fuese, de que la monstruosa idea que Colter le había sugerido fuese cierta, no podía perder tiempo. Pero presentía que, sin un trago, caería desmayado.

En aquel momento, Geoffrey Alliburton hizo algo que nunca antes había hecho y que jamás haría después.

Luego se echó atrás y murmuró:

—Ya veremos qué significa esto, por todos los cielos. Y si me lanzo a esta misión demente sólo para descubrir al final que no hay nada más que la imaginación de un viejo sepulturero, colgaré las orejas de Colter en la cadena de mi reloj, por mucho que haya querido a Misery.

CAPÍTULO 3

Subió al carro y avanzó bajo un cielo misterioso que aún no había oscurecido y en el que una luna en cuarto creciente asomaba y desaparecía entre los cúmulos de nubes que recorrían el cielo. Antes de salir, se puso la primera prenda que encontró a mano en el armario de la planta baja y que resultó ser un batín marrón, cuyos faldones volaban tras él mientras fustigaba a Mary, la vieja yegua que no estaba acostumbrada a la velocidad que él exigía. A Geoffrey tampoco le gustaba el dolor lacerante de su hombro y de su costado, pero no podía evitarlo.

«¡Ruido de arañazos, señor! —recordó—. Suena como si ella estuviese viva allá abajo tratando de abrirse camino con las uñas hasta la tierra de los vivos».

Esto no hubiese bastado para aterrorizarlo; pero recordó haber llegado a Calthorpe Manor al día siguiente de la muerte de Misery. Ian y él se habían mirado y Ian había tratado de sonreír, a pesar de que sus ojos brillaban con las lágrimas que no había derramado.

—Sería más fácil —había dicho Ian— si ella hubiese parecido… más muerta. Ya sé que eso podría…

—Tonterías —había dicho Geoffrey tratando de sonreír—, el hombre de pompas fúnebres puso en práctica todas sus artes.

—¡Pompas fúnebres! —exclamó Ian, y Geoffrey entendió por primera vez que su amigo estaba al borde de la locura—. ¡No llamé a ningún director de pompas fúnebres ni permitiré que venga nadie a pintar a mi amada como si fuera una muñeca!

—¡Ian! Querido amigo, verdaderamente no deberías… —Geoffrey le había tocado el hombro en un gesto amistoso y, de algún modo eso se había convertido en un abrazo. Los dos hombres se abrazaron como niños, cansados mientras en otro lugar, el hijo de Misery, un niño que ahora tenía casi un día de edad y que aún carecía de nombre, despertó y empezó a llorar. La señora Ramage, cuyo bondadoso corazón estaba destrozado, empezó a cantar una nana con voz rota y llena de lágrimas.

En aquel momento, profundamente preocupado por la cordura de Ian, apenas había dado importancia a lo que había dicho sino a cómo lo había dicho.

Pero ahora, mientras fustigaba a Mary hacia Little Dunthorpe, a pesar de que el dolor se hacía cada vez más intenso, las palabras volvían a obsesionarle a la luz del relato de Colter: «Si hubiese parecido más muerta…».

Y eso no era todo. Aquella tarde mientras las gentes de la aldea subían hasta Calthorpe Hill para presentar sus respetos al señor que estaba de duelo, Shinebone regresó. Parecía cansado y algo enfermo, lo que no era sorprendente en un hombre que decía haber estrechado la mano a Lord Wellington, el mismísimo par, cuando él (Shinebone, o Wellington) era un niño. Geoffrey pensaba que la historia de Lord Wellington era probablemente una exageración; pero el viejo Shinny, como él e Ian le llamaban de niños, había atendido a Geoffrey durante todas sus enfermedades infantiles y ya entonces le parecía un hombre viejo. Pero el ojo infantil tiende a ver como anciano a cualquiera que sobrepase los veinticinco años, y creía que Shinny debía rondar los setenta y cinco.

Era viejo, las últimas veinticuatro horas habían sido frenéticas y terribles… ¿Y no podía un hombre viejo y cansado cometer un error, aunque fuera terrible e innombrable?

Era este pensamiento, más que ningún otro, el que le había hecho salir en esa noche fría y ventosa bajo una Luna que aparecía y desaparecía entre las nubes.

¿Podía alguien cometer un error así? Una parte de él, pusilánime y cobarde que prefería el riesgo de perder a Misery para siempre antes que enfrentarse a los inevitables resultados de algo semejante, lo negaba. Pero cuando Shinny llegó…

Geoffrey estaba sentado junto a Ian; y según los dos, habían rescatado a Misery de las mazmorras del palacio de Leroux, el loco bizco francés escapando en una carreta de heno. En un momento crítico, Misery había distraído a uno de los guardas sacando de la carreta una hermosa pierna desnuda y moviéndola delicadamente. Geoffrey trataba de evocar sus propios recuerdos de la aventura, totalmente a merced de un dolor que ahora maldecía porque para él, y suponía que también para Ian, era como si Shinny no estuviese allí.

¿No había parecido extrañamente distante y preocupado? ¿Era sólo cansancio o había algo más, alguna sospecha…?

«No, seguramente no», protestaba su mente con inquietud. El carruaje volaba por Calthorpe Hill. La casa solariega estaba a oscuras; pero… aún había una luz en la casita de la señora Ramage.

—¡Arre, Mary! —gritó fustigándola con el látigo y haciendo una mueca de dolor—. Un poco más y podrás descansar.

«¡Seguramente no será lo que piensas!», se dijo a sí mismo.

Pero Shinny le había examinado las costillas rotas y el hombro dislocado de un modo completamente superficial y apenas le había dirigido la palabra a Ian, sin tener en cuenta su profundo dolor y sus gritos incoherentes. No, después de una visita que ahora parecía haberse limitado estrictamente al tiempo que exigía el más mínimo respeto a los convencionalismos sociales, Shinny había preguntado en voz baja: «¿Está…?».

—Sí, en la sala —había respondido Ian.

—Mi pobre amor descansa en la sala. Dele un beso de mi parte, Shinny, dígale que pronto me encontraré con ella. —Ian había prorrumpido otra vez en lágrimas y después de murmurar unas palabras de condolencia que apenas se escucharon, Shinny pasó al salón. Ahora tenía la impresión de que el viejo huesudo estuvo allí demasiado tiempo… Pero al salir, parecía contento, no había duda de eso. Aquella explosión de alegría estaba fuera de lugar en una habitación de dolor y lágrimas, en la que la señora Ramage ya había colgado las negras cortinas fúnebres.

Geoffrey había seguido al viejo doctor hasta la cocina, habiéndole allí con cierta renuencia. Le dijo que Ian parecía bastante enfermo y que esperaba que le recetase algo para dormir.

Shinny, sin embargo, se mostraba muy distraído.

—No se parece en nada a lo de la señorita Evelyn —declaró Hyde—. Me he asegurado.

Y se había vuelto a su calesa sin responder siquiera a la petición de Geoffrey, quien volvió a entrar olvidando enseguida el extraño comentario del médico, achacando su conducta a la vejez, al cansancio y al dolor que, a su modo, sufría. Sus pensamientos habían vuelto otra vez a Ian y había decidido que sin la receta del médico, tendría que echar whisky en su garganta hasta que el pobre perdiese el conocimiento.

Olvidar… rechazar.

Ése parecía el proceso de su mente para seguir viviendo. Hasta el momento…

«No se parece en nada a lo de la señorita Evelyn-Hyde. Me he asegurado».

¿De qué se había asegurado?

Geoffrey no lo sabía, pero tenía la intención de averiguarlo aun a costa de su cordura. Y sabía que el precio podía resultar muy elevado.

CAPÍTULO 4

Aunque ya pasaban dos horas de su horario habitual, la señora Ramage aún no se había acostado cuando Geoffrey empezó a golpear la puerta de su pequeña casa. Desde la muerte de Misery, posponía cada vez más la hora de meterse en la cama. Ya que no podía evitar las vueltas y sacudidas del insomnio, retrasaba al menos su comienzo.

A pesar de que era la más sensata y práctica de las mujeres, la súbita explosión de los golpes en su puerta le arrancó un grito y se quemó con la leche caliente que en ese momento vertía en un tazón. Últimamente tenía los nervios a flor de piel y se hallaba siempre a punto de gritar. Esa sensación no era dolor, aunque el dolor la abrumaba, sino un sentimiento extraño y tormentoso que no recordaba haber tenido nunca. Algunas veces le parecía que ciertos pensamientos, que era mejor no identificar, giraban en torno suyo, apenas un poco más allá del alcance de su mente cansada e invadida de amarga tristeza.

—¿Quién llama a las diez? —gritó a la puerta—. Sea quien sea, no le agradezco la quemadura que me he hecho por su culpa.

—¡Soy Geoffrey, señora Ramage! ¡Geoffrey Alliburton! ¡Abra la puerta, por el amor de Dios!

La anciana se quedó perpleja, y ya iba a abrir cuando recordó que estaba en camisón y con el gorro de dormir. Nunca había oído a Geoffrey chillar de aquella manera; y si alguien se lo hubiese contado, no lo habría creído. Si había una persona en Inglaterra con un corazón valiente como su amado Milord, era Geoffrey. Sin embargo, su voz temblaba como la de una mujer a punto de un ataque de histeria.

—Un momento, señor Geoffrey, estoy a medio vestir.

—¡Al demonio! —gritó Geoffrey—. ¡No me importa que esté en cueros, señora Ramage! ¡Abra esta puerta! ¡Ábrala en nombre de Dios!

Esperó sólo un segundo. Fue a la puerta y la desatrancó. La apariencia de Geoffrey la aterrorizó y en alguna parte de su mente volvió a escuchar un confuso trueno de negros pensamientos.

Estaba en el umbral, inclinado en una extraña postura, como si la espina dorsal se le hubiese deformado tras largos años de buhonero, con la mano derecha apretada entre el brazo y el costado izquierdo. Tenía el cabello enmarañado. Los ojos oscuros ardían en su rostro pálido. Su indumentaria era sorprendente para un hombre tan cuidadoso que algunos lo tenían por dandy. Llevaba un viejo batín con el cinturón sesgado, una camisa blanca con el cuello abierto y un burdo pantalón de estameña que se hubiera encontrado mejor en las piernas de un jardinero ambulante que en las del hombre más rico de Little Dunthorpe. En los pies llevaba un par de zapatillas viejas.

La vieja ama de llaves, que tampoco iba vestida para un baile en la corte con su largo camisón blanco y su gorro de dormir de almizclera con las cintas sin atar, se quedó mirándolo con creciente preocupación. Geoffrey había vuelto a lastimarse las costillas que se había fracturado tres noches atrás al salir en busca del médico, pero no era sólo el dolor lo que hacía brillar sus ojos sobre la palidez de su cara. Era un terror a duras penas controlado.

—¡Señor Geoffrey! ¿Qué…?

—No me hagas preguntas —la interrumpió con brusquedad—. Todavía no… Primero responda a lo que voy a preguntarle yo.

—¿Qué quiere preguntarme? —Estaba realmente asustada, y las manos apretadas sobre el pecho.

—¿Significa algo para usted el nombre de la señora Evelyn-Hyde?

De repente supo la razón de aquella terrible sensación tormentosa que la sacudía desde la noche del sábado. Ese pensamiento horrendo, ya debía de haber cruzado su mente siendo rechazado, puesto que ahora no necesitaba explicación alguna. El nombre de la infortunada Charlotte Evelyn-Hyde de Storping-on-Firkill, el pueblo al oeste de Little Dunthorpe, bastó para arrancar un grito de sus entrañas.

—¡Por todos los santos! ¡Por Dios sagrado! ¿La han enterrado viva? ¿Han enterrado viva a mi adorada Misery?

Y antes de que Geoffrey pudiese contestar, la señora Ramage hizo algo que hasta aquella noche no había hecho y que jamás volvería a hacer después: se desmayó.

CAPÍTULO 5

Geoffrey no tenía tiempo de buscar las sales. Además dudaba que un duro soldado como la señora Ramage tuviese sales en la casa. Pero debajo del fregadero encontró un trozo de tela que olía ligeramente a amoníaco. No sólo lo pasó por delante de la nariz, sino que lo apretó brevemente contra la parte inferior de la cara de la mujer. La posibilidad que Colter había suscitado, por remota que fuese, era demasiado horrible para detenerse por nada.

Ella se estremeció, gritó y abrió los ojos. Por un momento, quedó perpleja y aturdida, incapaz de comprender. Luego se sentó.

—No —le dijo—; no, señor Geoffrey, no es eso lo que usted quería decir, dígame que no es cierto…

—No sé si es cierto o no —le respondió—; pero tenemos que cerciorarnos ahora mismo. Inmediatamente, señora Ramage, y no puedo cavar yo solo, si es que hay que cavar…

Ella le miraba con ojos horrorizados, las manos tan apretadas sobre la boca que tenía las uñas blancas.

—¿Puede ayudarme si necesito ayuda? No puedo contar con nadie más.

—Milord —dijo atontada—, mil… pero Ian…

—No debe saber nada de esto hasta que nosotros sepamos más —dijo—. Si Dios es bueno, no tendrá necesidad de enterarse de nada.

No quería expresar en voz alta la esperanza que anidaba en su mente, una esperanza que parecía casi tan monstruosa como sus temores. Si Dios era muy bueno, Ian se enteraría de lo ocurrido esa noche cuando su mujer y único amor le fuese devuelta tras regresar de entre los muertos de una forma casi tan milagrosa como la de Lázaro.

—Esto es horrible, horrible… —se lamentó la mujer con voz desmayada y temblorosa. Agarrándose a la mesa, consiguió ponerse de pie. Se tambaleaba y sobre su cara caían mechones de cabello entre los lazos de su gorro.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó con delicadeza—. Si no es así, lo haré yo solo.

Ella aspiró, se estremeció y luego lanzó una exhalación. Dejó de balancearse y se dirigió a la despensa.

—Hay un par de palas en el cobertizo, allá fuera —informó— y también un pico. Échelos en su coche. Aquí en la despensa tengo media botella de ginebra. Ha estado intacta desde la muerte de Bill, hace cinco años, en Lammasnight. Tomaré un poco y le acompañaré, señor Geoffrey.

—Es una mujer valiente, señora Ramage. Dese prisa.

—Sí; no se preocupe por mí —le animó. Agarró la botella de ginebra con una mano que ya apenas temblaba. No tenía ni una mota de polvo. Ni siquiera la despensa se libraba de su incansable trapo limpiador. Pero la etiqueta que decía CLOUGH POOR BOOZIERS estaba amarilla—. Dese prisa usted también —le aconsejó.

Siempre había aborrecido el alcohol y su estómago quería devolver la ginebra con su desagradable olor a enebro y su gusto aceitoso. Pero la obligó a quedarse dentro. Esa noche la necesitaría.

CAPÍTULO 6

Bajo las nubes que aún corrían de este a oeste, sombras oscuras bajo un cielo negro, y una Luna que ahora se dirigía hacia el horizonte, el carruaje iba a toda prisa hacia el patio de la iglesia. Conducía la señora Ramage golpeando el látigo sobre el lomo de Mary, que, si hubiera podido hablar, les habría dicho que no era correcto lo que hacían, pues a esas horas ella debía estar durmiendo en su cálido establo.

Las palas y el pico rebotaban en la parte de atrás y la mujer pensó que asustarían a cualquiera que los viera.

Debían de parecer un par de personajes de Dickens…, o tal vez un hombre resucitado en un coche conducido por un fantasma. Porque ella iba vestida de blanco… ni siquiera se había detenido a ponerse la bata. El camisón se agitaba alrededor de sus tobillos rollizos surcados de varices y las ataduras de su gorro flotaban desordenadamente tras ella.

Allí estaba la iglesia… Hizo girar a Mary por el camino que corría junto a ella, estremeciéndose ante el espectral sonido del viento, que jugaba en los aleros. Tuvo un momento para preguntarse por qué un lugar sagrado como una iglesia sería tan aterrador por la noche, y entonces comprendió que no era la iglesia… Sino la misión que les llevaba allí.

Su primer pensamiento al recobrar la consciencia, había sido que Milord debía ayudarles… ¿No había estado él en todas las circunstancias sin flaquear en ningún momento? De inmediato comprendió lo insensato de aquella idea. Este asunto no ponía en juego la valentía de Milord, sino su cordura.

No había necesidad que se lo dijese Geoffrey, le había bastado con recordar a Evelyn-Hyde.

Recordó que ni el señor Geoffrey ni Milord estaban en Little Dunthorpe en primavera, cuando aquello había ocurrido, casi seis meses atrás.

Misery se encontraba en el verano rosa de su embarazo. Atrás quedaban los malestares matutinos, aunque el crecimiento final de su vientre, con su carga de molestias, aún estaba por venir.

Por eso había enviado alegremente a los hombres a que pasaran una semana cazando gallos lira, jugando a las cartas, al fútbol y sólo Dios sabía a qué otras tonterías masculinas, en Caks Halla, Doncaster. Milord no estaba muy decidido, pero Misery le aseguró que se sentía estupendamente y le obligó a salir casi a empujones. La señora Ramage no tenía la menor duda de que a Misery no le pasaría nada malo. Cuando Milord o el señor Geoffrey iban a Doncaster, sí que temía que algunos de ellos volviese en la parte trasera de un carro con los pies por delante.

Oaks Hall era el patrimonio de Albert Fossington, un compañero de colegio de Geoffrey y de Ian. El ama de llaves creía que Bertie Fossington estaba loco y no se equivocaba. Unos tres años atrás se había comido su caballo favorito de polo que, al romperse dos piernas, había tenido que ser sacrificado. «Fue un gesto de afecto —dijo—. Lo aprendí de los negritos de Ciudad Cabo Griquas. Unos tipos estupendos. Se ponen palos y cosas en las narices. Algunos podrían llevar en el labio inferior los diez volúmenes de las Cartas Reales de navegación, ja, ja. Me enseñaron que el hombre debe comer aquello que ama. Algo poético aunque, en cierto modo horrible, ¿no?».

A pesar de un comportamiento tan extraño, el señor Geoffrey y Milord había conservado un gran afecto por Bertie. «Me pregunto si eso significa que tendrá que comérselo cuando se muera», se planteó una vez la señora Ramage después de una visita de Bertie durante la cual había intentado jugar al croquet con uno de los gatos de la casa, dejándole la cabeza bastante quebrantada. Ellos pasaron diez días en Oaks Hall, aquella primavera.

Un par de días después de su partida, había encontrado muerta a Charlotte Evelyn-Hyde, de Storping-on-Firkill, en el jardín trasero de su casa, Cove O’Birches. Cerca de una de sus manos había un ramo de flores recién cortadas. El médico del pueblo era un hombre llamado Billford, muy competente, según todos decían. Sin embargo, había llamado al viejo doctor Shinebone a consulta. Billford diagnosticó un infarto de miocardio a pesar de que la chica era muy joven, sólo tenía dieciocho años y parecía disfrutar de perfecta salud. Estaba confundido. Había algo en aquel asunto que no iba bien. El viejo Shinny también se hallaba confundido; pero al final, había aprobado el diagnóstico. Casi todo el pueblo estuvo de acuerdo.

El corazón de la chica estaba cansado, eso era todo. Aquello parecía un poco insólito, pero todos podían recordar casos similares ocurridos en alguna ocasión. Quizá fue esa concurrencia universal la que salvó la práctica profesional, si no su cabeza, después del horrible desenlace. Aunque todos estaban de acuerdo en que la muerte de la chica era sorprendente, a nadie se le había ocurrido que podría estar viva.

Unos días después de la inhumación, una anciana llamada Soames, a quien la señora Ramage conocía superficialmente, había observado un objeto de color blanco en la tierra del cementerio de la iglesia congregacional al entrar a poner flores en la tumba de su marido.

Era demasiado grande para ser un pétalo de flor y pensó que tal vez sería un pájaro muerto.

Al acercarse, notó que aquello no estaba simplemente tirado en la tierra, sino que salía de ella. Se acercó vacilante y vio una mano que surgía entre los terrones de una tumba reciente, con los dedos paralizados en un horrible gesto de súplica. Huesos manchados de sangre asomaban por todos los dedos, menos en el pulgar.

La señora Soames salió gritando del cementerio, corrió hasta la calle principal de Storming, una carretera de unos dos kilómetros, y contó la noticia al barbero, que era también el jefe de la policía local. Luego se desmayó. Esa misma tarde cayó en la cama y no volvió a levantarse hasta que pasó un mes. Nadie del pueblo la culpó por ello.

El cuerpo de la infortunada Evelyn-Hyde fue exhumado, por supuesto, y mientras Geoffrey Alliburton se detenía delante del patio de la iglesia anglicana de Little Dunthorpe, el ama de llaves se descubrió deseando fervientemente no haber oído las historias sobre la exhumación. Habían sido horribles.

El doctor Billford, afectado hasta el borde de la locura, diagnosticó catalepsia. La pobre mujer había caído en una especie de trance semejante a la muerte, muy parecido a los que se inducen voluntariamente los faquires antes de que los entierren vivos o de que los traspasen con agujas. Había permanecido en ese trance unas cuarenta horas, tal vez sesenta. Suficiente tiempo, de todos modos, para despertar, encontrándose no en el jardín de su casa donde había estado cogiendo flores sino enterrada viva, dentro de un ataúd.

Aquella chica había luchado encarnizadamente por su vida y a la vieja sirvienta le parecía, mientras seguía a Geoffrey entre la fina niebla que convertía las lápidas en islas, que aquello que por su nobleza debía redimir el suceso, lo hacía parecer aún más horrible.

La chica estaba comprometida, en su mano izquierda, la que había quedado helada sobre la tierra, llevaba su anillo de compromiso, con el que había desgarrado el forro de raso del ataúd y lo había utilizado durante muchas horas para romper la tapa de madera. Al final, con el aire a punto de agotarse, había usado el anillo con la mano izquierda para cortar y la mano derecha para cavar. No fue suficiente. Estaba completamente morada y desde allí sus ojos bordeados de sangre miraban muy abiertos con una expresión de horror infinito.

El reloj empezó a dar las doce desde la torre de la iglesia, la hora en que se abría la puerta entre la vida y la muerte permitiendo que pasaran los espíritus en ambas direcciones, según le había contado su madre. Se quedó quieta. Era lo único que podía hacer para no gritar y echar a correr presa de un terror que iría aumentando con cada paso que diese. Sabía muy bien que si empezaba a correr, seguiría corriendo hasta caer inconsciente.

«¡Mujer estúpida y medrosa! —se riñó a sí misma y luego corrigió—: ¡Estúpida, medrosa y egoísta! ¡Es en Milord en quien deberías pensar ahora y no en tus propios temores! Milord, y si existe una remota posibilidad de que milady…».

No, era una locura imaginar algo así. Había pasado demasiado tiempo, demasiado tiempo…

Geoffrey la condujo hasta la tumba de Misery y los dos se quedaron mirándola como hipnotizados. LADY CALTHORNPE, decía la lápida, además de las fechas del nacimiento y de la muerte. La única inscripción rezaba: MUCHOS LA AMARON.

Miró a Geoffrey como saliendo de un profundo aturdimiento.

—No ha traído las herramientas —le dijo.

—No, aún no —respondió él. Y luego se tumbó en el suelo y pegó la oreja a la tierra, en la que ya empezaban a aparecer los primeros brotes tiernos de hierba nueva entre el césped que había sido colocado en su lugar de una manera algo descuidada.

Por un momento, la única expresión que pudo apreciar en él a la luz de la lámpara que llevaba, era la misma que tenía desde que le había abierto la puerta de su casa… una expresión de miedo angustioso. Pero luego empezó a surgir otra, una nueva expresión de terror absoluto mezclada con una esperanza casi demente.

Geoffrey miró a la mujer con los ojos muy abiertos.

—Creo que está viva —susurró sin fuerzas—. ¡Oh, señora Ramage!

De pronto se volvió hacia abajo y gritó a la tierra. En otras circunstancias hubiese parecido cómico.

—¡Misery! ¡Misery! ¡Misery! ¡Estamos aquí! ¡Ya lo sabemos! ¡Resiste! ¡Resiste, amor mío!

Un instante después, ya estaba en pie y corriendo hacia el carruaje donde tenía las herramientas para cavar. Sus zapatillas excitaban la plácida niebla del suelo.

Las rodillas de la anciana cedieron, y la mujer se dobló hacia adelante a punto de desmayarse otra vez. Apoyó la cabeza en el suelo con la oreja derecha contra la tierra…, había visto niños en una postura semejante sobre las vías escuchando el sonido de los trenes.

Y entonces oyó sonidos tenues de una lucha dolorosa bajo la tierra. No se trataba de un animal cavando su madriguera, sino dedos arañando inútilmente la madera.

Aspiró una gran bocanada de aire para que su corazón volviese a latir.

—¡Allá vamos, Milady! ¡Dé gracias a Dios y pida al buen Jesús que lleguemos a tiempo! ¡Allá vamos! —chilló.

Empezó a arrancar hierba con los dedos temblorosos y aunque Geoffrey no tardó nada en regresar, ella ya había abierto un agujero de unos veinte centímetros.

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