Misery

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III - Paul » 20

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Antes de marcharse le llevó otra Pepsi, una caja de galletas Ritz, sardinas, queso y… el orinal.

—Si me trae el manuscrito y una libreta, puedo escribir a mano —le sugirió—, así pasaré el rato.

Ella lo pensó y movió la cabeza como si lo lamentase.

—Me gustaría que lo hiciese, Paul. Pero esto supondría dejar encendida al menos una luz y no puedo correr el riesgo.

Pensó en lo que significaba quedarse solo en aquel sótano y sintió que el pánico volvía a erizar su piel. Pensó en las ratas escondidas en sus agujeros, que saldrían cuando el lugar estuviese a oscuras y que quizá olerían su impotencia.

—No me deje en la oscuridad, Annie. Por favor, no haga eso.

—Tengo que hacerlo. Si alguien viese una luz en el sótano, entraría para investigar con o sin cadena, con o sin nota. Si le diese una linterna, podría intentar hacer señales con ella. Si le dejase una vela, quizá trataría de quemar la casa. ¿Ve qué bien le conozco?

Apenas se atrevía a mencionar la ocasión en que había salido de la habitación, porque eso la enfurecía, pero el miedo a que le dejase solo en la oscuridad le obligó a hacerlo.

—Si hubiese querido quemar la casa, lo habría hecho hace mucho tiempo.

—Las cosas eran diferentes entonces —objetó con sequedad—. Siento que no le guste quedarse a oscuras. Lamento que tenga que quedarse. Pero es culpa suya, así que deje de portarse como un mocoso. Tengo que irme. Si necesita una inyección, póngasela en la pierna.

Se quedó mirándola.

—O en el culo, haga lo que quiera.

Empezó a subir la escalera.

—Entonces, cubra las ventanas —gritó—. ¡Póngales unas mantas o… o… píntelas de negro…! ¡Annie, las ratas, las ratas…! ¡Mierda!

Ella estaba en el tercer escalón. Se detuvo a mirarlo con sus ojos de moneda polvorienta.

—No tengo tiempo para hacer esas cosas —le dijo—, y, de todos modos, las ratas no le molestarán. Hasta puede que le reconozcan como a uno de su propia especie. A lo mejor lo adoptan.

Annie rió. Subió las escaleras riendo cada vez más fuerte. Hubo un chasquido y se apagaron las luces. Aún seguía riendo y él se dijo a sí mismo que no gritaría, que no suplicaría, que ya había superado aquello. Pero la humedad tenebrosa de las sombras y el golpe de la risa era demasiado, y pidió a gritos que no le hiciera eso, que no lo dejase. Ella reía, y sonó otro chasquido cuando la puerta se cerró y la risa se oyó más apagada, aunque seguía allí; se oyó otra cerradura y otro cerrojo, y la risa se alejaba y ya estaba fuera. Cuando había puesto en marcha el coche, había conducido hasta la verja y había puesto la cadena en la entrada alejándose carretera arriba, él aún seguía oyendo su maldita carcajada.

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