Misery

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I - Annie » 29

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—Quisiera otra clase de papel, si puede conseguirlo —dijo Paul cuando ella volvió para poner la máquina de escribir y el papel en la tabla.

—¿Otra clase de papel…? —le preguntó golpeando el paquete de Corrasable Bond envuelto en celofán—. Pero si es el más caro de todos. Lo pregunté cuando fui a la papelería.

—¿No le dijo nunca su madre que lo más caro no siempre es lo mejor?

El rostro de Annie se ensombreció. De pronto, parecía indignada y Paul supuso que el siguiente paso sería la furia.

—Pues no, no me lo dijo. Lo que sí me dijo, señor sabihondo, es que cuando se compra barato se consigue baratija.

Él había llegado a descubrir que el clima interior de Annie era como la primavera en el Medio Oeste. La mujer estaba llena de tormentas esperando desatarse y si él hubiese sido un granjero observando un cielo como la cara que Annie tenía en esos momentos, iría de inmediato a recoger a la familia para meterla en un refugio. Su cara había empalidecido y respiraba a un ritmo irregular, como un animal olfateando el fuego. Sus manos habían empezado a abrirse y a cerrarse con violencia, como agarrando y soltando el aire.

Su miedo y su vulnerabilidad le gritaron que tratase de aplacarla mientras aún estaba a tiempo, si es que aún lo estaba, como una tribu en las historias de Rider Haggard aplacaría a la diosa cuya cólera habían excitado haciendo sacrificios a su imagen.

Pero otra parte de sí mismo, más calculadora y menos acobardada, la recordaba que no podría desempeñar el papel de Sherezade si se aterrorizaba e intentaba tranquilizarla cada vez que ella estallaba. Sólo conseguiría que explotara con más frecuencia. «Si no tuvieses algo que ella desea ardientemente —razonaba esa parte— te habría llevado al hospital de inmediato o te hubiese matado para protegerse de los Roydman. Porque, para Annie, el mundo está lleno de Roydman acechando tras todos los arbustos. Si no controlas a esta zorra ahora mismo, Paulie, tal vez nunca puedas hacerlo».

Ella respiraba cada vez más rápido. También se aceleraba el movimiento de sus manos y Paul se dio cuenta de que en un instante habría perdido por completo la oportunidad de controlarla.

Haciendo acopio del poco valor que le quedaba y tratando desesperadamente de lograr el tono justo de firmeza e irritación, dijo:

—Será mejor que se controle. Con enfurecerse no va a cambiar las cosas.

Ella se quedó perpleja, como si la hubiese abofeteado, y lo miró dolida.

—Annie —le dijo pacientemente—, esto no conduce a ninguna parte.

—Es un truco. No quiere escribir mi libro y por eso está inventando excusas para no empezar. Sabía que lo haría. Estaba segura. Pero no le servirá de nada. No…

—Eso es una tontería. ¿Yo he dicho que no quería empezar?

—No, no; pero…

—Claro que voy a hacerlo y si me deja que le muestre una cosa, verá cuál es el problema. Deme esa lata, Webster, por favor.

—¿Cómo?

—La lata con plumas y lápices —le respondió—. En los periódicos les llaman latas Webster[4] por Daniel Webster.

Acababa de inventar otra mentira, pero consiguió el efecto deseado. Ella pareció más confundida que nunca, perdida en un mundo especializado del que no tenía ni el más remoto conocimiento. La confusión había disipado su cólera. Ni siquiera sabía si tenía derecho a estar furiosa.

Le trajo la lata con las plumas y los lápices, la puso de golpe encima de la mesa y él pensó: «¡Coño! No puede ser. Misery ha ganado. Eso tampoco es cierto. Sherezade se ha impuesto».

—¿Y bien? —preguntó enfurruñada.

—Observe.

Abrió el paquete de Corrasable y sacó una hoja. Cogió un lápiz afilado y trazó una línea. Luego cogió una pluma y trazó otra línea paralela. Entonces deslizó el dedo pulgar en la superficie del papel. Ambas rayas se emborronaron al instante, la de lápiz un poco más que la otra.

—¿Lo ve?

—¿El qué?

—Ocurre lo mismo con la cinta de la máquina. Quizá no se borra tanto como la marca del lápiz, pero más que el trazo de la pluma.

—¿Va usted a frotar cada página con los dedos?

—El simple roce de las páginas basta para que se borre la tinta en unas semanas o en unos días —le dijo—. Y cuando se trabaja con un manuscrito, es inevitable. Siempre se está mirando atrás para buscar un nombre o una fecha. Dios mío, Annie, una de las primeras cosas que uno aprende en este negocio es que los editores detestan leer manuscritos presentados en Corrasable Bond tanto como detestan los escritos a mano.

—No diga eso, lo odio.

La miró, sinceramente perplejo.

—¿Qué no diga qué?

—Usted pervierte el talento que Dios le dio llamándolo negocio. Lo odio…

—Lo siento.

—Debería sentirlo —dijo con una expresión pétrea—. También podría llamarle prostitución.

«No, Annie —pensó, enfurecido—. Esto no es prostitución. Automóviles veloces intentaba precisamente lo contrario. Matar a la maldita perra de Misery. Yo me dirigía hacia la Costa Oeste para celebrar mi liberación de un estado de prostitución denigrante. Lo que hiciste fue sacarme del coche y volver a meterme en un burdel. Dos dólares por un servicio normal. Por cuatro dólares hago lo que sea. De vez en cuando hay un brillo en sus ojos que delata que una parte oculta de ti misma también lo sabe. Un jurado te absolvió por demencia; pero yo no, Annie, yo no».

—Buena idea —admitió—. Y ahora, volviendo al asunto del papel…

—Traeré su jodido papelito —le interrumpió, resentida—. Dígame exactamente qué es lo que tengo que comprar.

—Mientras entienda que estoy de su parte…

—No me haga reír. Nadie ha estado de mi parte desde que murió mi madre hace veinte años.

—Puede creer lo que le parezca —argumentó Paul—. Si es usted tan insegura que no puede aceptar que le estoy agradecido por haberme salvado la vida, es cosa suya.

La observaba atentamente y volvió a ver en sus ojos un brillo de incertidumbre, un deseo de creer. Bien, muy bien… La miró con toda la sinceridad que pudo fingir mientras se imaginaba otra vez clavándole un trozo de vidrio en la garganta y dejando manar hasta la última gota de la sangre que alimentaba aquel cerebro demente.

—Por lo menos deberá creer que estoy de parte del libro. Usted ha dicho que lo encuadernaría. Supongo que se refería al manuscrito, a las páginas mecanografiadas.

—Claro que sí, por supuesto.

«Sí, claro que sí, porque si llevara el manuscrito a un impresor, podría provocar preguntas. —Se dijo en silencio—. Puede ser ingenua en cuanto al mundo de los libros y de las publicaciones, pero no tanto. Paul Sheldon ha desaparecido y el impresor podría recordar haber recibido un manuscrito del tamaño de un libro relacionado con el personaje más famoso de Paul Sheldon, por las mismas fechas de su desaparición, ¿no? Y seguramente recordaría las instrucciones, tan insólitas, que cualquier impresor las recordaría: Una sola copia impresa de un manuscrito tan voluminoso como una novela. ¡Sólo una!

»¿Qué cómo era la mujer? —diría el impresor a la policía—. Pues, era muy corpulenta. Parecía uno de esos ídolos de piedra de los cuentos de Rider Haggard. Un momento… Tengo su nombre y su dirección en los archivos. Déjeme revisar las copias de las facturas…».

—No hay nada malo en ello —le dijo—. Un manuscrito encuadernado puede ser muy bonito, como una buena edición de folios. Pero un libro debe durar mucho tiempo, Annie, y si escribo éste en Corrasable, dentro de diez años no tendrá más que páginas emborronadas, a menos que lo deje siempre en una estantería.

Pero ella no haría eso, claro que no. Ella lo cogería todos los días, tal vez cada dos horas, para alimentar su morbo.

Su cara había cobrado un extraño aspecto granítico. Esa terca expresión le resultó sospechosa, parecía jactarse de su dureza. Le ponía nervioso. Podía calcular su furor; aunque había algo en esa expresión que era tan opaco como infantil.

—No tiene que insistir; no se preocupe, le conseguiré su papel. ¿Cuál quiere?

—En esa papelería a la que usted va…

—El Parche de Papel.

—Sí, El Parche de Papel… Les dice que quiere dos resmas, una resma es un paquete de quinientas hojas.

—Ya lo sé, Paul. No soy tan ignorante.

—Ya sé que no lo es —dijo poniéndose cada vez más nervioso. El dolor había empezado a recorrer sus piernas de arriba abajo desde la pelvis. Por otro lado, llevaba casi una hora sentado.

«Tranquilízate, por Dios —pensó—. No pierdas todo lo que has ganado. Por cierto, ¿has ganado algo, o no son más que ilusiones?».

—Pida dos resmas de papel blanco de fibra larga. Hammer Bond y Triad Modern son buenas marcas. Dos resmas de ese papel le costarán menos que este paquete de Corrasable y bastarán para hacer todo el trabajo, corrección incluida.

—Iré ahora mismo —dijo, levantándose de repente.

La miró alarmado comprendiendo que tenía la intención de abandonarlo de nuevo sin el medicamento, y además sentado. Era una postura dolorosa y cuando ella regresara, por mucha prisa que se diera, el dolor sería monstruoso.

—No es necesario que vaya ahora —se apresuró a decir—. El Corrasable sirve para empezar; después de todo, tendré que pasarlo a limpio.

—Sólo un tonto empezaría un buen trabajo con una herramienta defectuosa.

Cogió el paquete de Corrasable Bond, hizo una bola con la página que él había utilizado, la tiró a la papelera y se volvió hacia Paul. La expresión pétrea cubría su cara como una máscara. Sus ojos brillaban como monedas pulidas.

—Ahora voy a la ciudad —decidió—. Ya sé que quiere empezar cuanto antes, puesto que está de mi parte. —Sus últimas palabras sonaron con un intenso sarcasmo, y a Paul le pareció que con más odio hacia sí misma del que ella podía sospechar—. Así que no perderé el tiempo en volver a acostarlo.

Sonrió estirando los labios y esbozando una grotesca mueca de marioneta; luego se acercó con sus zapatos silenciosos de enfermera. Mesó su cabello con los dedos y él se echó atrás, sin poder evitarlo, lo cual intensificó aquella sonrisa cruel.

—Sospecho que tendremos que retrasar el comienzo de El regreso de Misery uno, dos o tal vez tres días. Sí, puede que pasen tres días antes de que pueda volver a sentarse, puesto que sentirá un gran dolor. ¡Qué lástima! Tenía champán en el congelador; tendré que quitarlo.

—Annie, de verdad, puedo empezar si usted…

—No, Paul. —Fue hasta la puerta y se volvió; solo sus ojos, esas monedas pulidas, parecían estar vivos bajo el anaquel de su entrecejo—. Quiero que piense en una cosa: tal vez crea que puede engañarme, ya sé que parezco estúpida y lenta, pero no soy ni una cosa ni la otra, Paul.

De repente su rostro se descompuso. La obstinación pétrea se vino abajo y apareció la cara de una criatura furiosa y loca. El escritor pensó por un momento que la intensidad de su terror podría matarle. ¿Había creído conseguir algo? ¿Se podía desempeñar el papel de Sherezade con un carcelero demente?

Se acercó a él, con las piernas pesadas, las rodillas flexionadas, los codos subiendo y bajando como pistones en el aire estancado de la habitación. El cabello se enredaba en torno a su cara a medida que se libraba de las horquillas que lo mantenían recogido. Su paso ya no era silencioso, sino que parecía la marcha de Goliat asolando el Valle de los Huesos. El cuadro del Arco de Triunfo vibró como asustado en la pared.

—¡Iiiiiiiaaaaaaa! —gritó, y lanzó el puño cerrado contra el bulto deforme que era la rodilla izquierda de Paul Sheldon.

El dolor se extendió y le cubrió con una blanca y radiante mortaja. Echó atrás la cabeza y chilló, con las venas del cuello y de la frente a punto de estallar.

La mujer arrancó la máquina de escribir de la tabla, levantándola como si fuera una caja de cartón vacía, y la tiró sobre la repisa de la chimenea.

—Así que quédese ahí sentado —dijo esbozando una extraña mueca— y piense en quién manda aquí y en todo el daño que puedo hacerle si se porta mal o si intenta engañarme. Quédese ahí y grite si quiere, porque nadie podrá oírle. Nadie pasa por aquí, porque todos saben que Annie Wilkes está loca, están enterados de lo que hizo, aunque la declarasen inocente.

Fue hacia la puerta, se volvió y él chilló de nuevo, esperando un ataque como el anterior. Su reacción la hizo sonreír todavía más.

—Y le diré una cosa —añadió suavemente—. Creen que me salí con la mía, y tienen razón. Piense en eso, Paul, mientras estoy en la ciudad buscando su jodido papelito.

Se fue dando un portazo con fuerza suficiente para hacer temblar la casa. Luego se escuchó el ruido de la llave.

Él se recostó temblando, aunque trataba de no hacerlo porque aumentaba su dolor. Pero las lágrimas corrían por sus mejillas sin poder evitarlo. Una y otra vez la veía volar a través de la habitación, una y otra vez la veía lanzar el puño sobre los restos de su rodilla, con la fuerza de un borracho furioso que diera martillazos sobre una barra de roble. Se sentía desolado por aquella horrible marea blanquiazul de dolor.

—Por favor, Dios —gimió mientras el Cherokee arrancaba con un rugido—. Por favor, Dios mío, sácame de esto, o mátame.

El ruido del motor se perdió carretera abajo. Dios no hizo ninguna de las cosas que le había suplicado, y él siguió con sus lágrimas y su dolor completamente despierto y chillando.

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