Misery

Misery


I - Annie » 30

Página 33 de 128

30

Más tarde pensó que el mundo, en su constante perversidad, quizá interpretaría sus actos siguientes como heroicos. Él no desmentiría nada. Pero lo que hizo no fue, en realidad, más que un último intento vacilante por aferrarse a la supervivencia.

Le pareció escuchar de forma vaga la voz de un locutor entusiasmado, Howard Cosell, Warner Wolfe o tal vez el loco de Johny Most, describiendo la escena como si su esfuerzo por llegar a la provisión de drogas antes de que el dolor lo matase, fuese una especie de evento deportivo, tal vez una emisión en pruebas del Monday Night Football. ¿Cómo podría llamarse a un deporte semejante? ¿La carrera por la droga?

«¡No puedo creer las agallas que este chico está demostrando! —El locutor deportivo que Paul Sheldon escuchaba en su cabeza estaba enardecido—. Creo que ninguno de los espectadores que se hallan en el estadio Annie Wilkes o presencian este acontecimiento en sus casas creía que el chico tuviese la más ligera oportunidad de mover esa silla de ruedas después del golpe que sufrió. Pero creo que… ¡Sí, sí, se está moviendo, veamos la repetición!».

El sudor cubría su frente y amenazaba con extenderse a sus ojos. Su lengua lamió una combinación salada de sudor y lágrimas. No podía dejar de temblar. El dolor era insoportable. «Se llega a un punto en que hasta la discusión del dolor se vuelve redundante. Nadie sabe que pueda existir un dolor como éste. Es como estar poseído por demonios», pensó desesperado.

Sólo el pensamiento de las pastillas Novril que ella guardaba en alguna parte de la casa, le hacía moverse. No le importaba que la puerta de la habitación estuviera cerrada, ni la posibilidad de que la droga no estuviese en el lavabo de esa planta, sino escondida en otro sitio, ni el riesgo de que ella volviese, le encontrase y se enfureciese de nuevo… Nada de eso tenía importancia, pues sólo eran sombras tras el dolor. Iría resolviendo cada problema a medida que se presentase, o moriría. Eso era todo, así de sencillo.

Al moverse, el cinturón de fuego situado bajo su cintura y en sus piernas se hundió todavía más, apretándole como un cepo provisto de púas ardientes. Pero la silla, muy lentamente, empezó a moverse.

Había conseguido avanzar casi un metro y medio cuando comprendió que, si no podía hacerla girar, sólo conseguiría pasar la puerta de largo y acabar en el otro extremo de la habitación.

Asió la rueda derecha, temblando.

«Piensa en las cápsulas, en el alivio que te proporcionarán», se repetía a sí mismo.

Se apoyó con todas sus fuerzas en la rueda. La goma chirrió en el suelo de madera como ratones gritando. Se apoyó en aquellos músculos que habían sido fuertes y ahora se hallaban fláccidos y temblorosos como gelatina. Pero la silla giró poco a poco.

Agarró las dos ruedas y consiguió avanzar otro metro y medio antes de parar para enderezarla. Cuando terminó, se desmayó.

Unos cinco minutos más tarde, volvió a la realidad al escuchar en su mente la voz difusa e incitante de aquel locutor deportivo.

«¡Está tratando de moverse otra vez! ¡Esto es increíble! ¡Hay que ver las agallas que tiene este chico!».

Su mente sólo era consciente del dolor, que dirigía sus esfuerzos. Vio que la puerta estaba cerca y rodó hacia ella. Estiró los brazos hacia el suelo; pero quedaron a unos siete centímetros de las dos o tres horquillas que habían caído de la cabeza de aquella loca durante su ataque. Se mordió los labios sin reparar en el sudor que corría por su cara, oscureciendo la chaqueta del pijama.

«No creo que pueda coger esa horquilla, amigos. Ha sido un esfuerzo fantástico, pero me temo que aquí acaba todo», vaticinó el locutor.

Tal vez estaba en lo cierto.

Se inclinó a la derecha de la silla, al principio para ignorar el dolor de ese lado de su cuerpo, un dolor que parecía ejercer una creciente presión, como si le arrancasen algo. Luego empezó a gritar. Como ella había dicho, nadie le oiría.

La punta de sus dedos planeaba a dos centímetros y medio del suelo intentando coger la horquilla. Su cadera derecha amenazaba con arrojar un chorro infecto de asquerosa gelatina de hueso.

«Dios mío, ayúdame», gritó en silencio.

Trató de agacharse un poco más, a pesar del dolor. Sus dedos rozaron la horquilla, pero sólo consiguió moverla medio centímetro. Apoyó la espalda en la silla escorado todavía a la derecha y dio alaridos a causa del dolor que martirizaba la parte inferior de sus piernas. Los párpados se le cerraban. Tenía la boca abierta. La lengua colgaba entre sus dientes como la palanca de un toldo. Pequeñas gotas de saliva salpicaban el suelo.

Apresó la horquilla entre sus dedos, la torció, casi la perdió y finalmente consiguió asirla en la mano cerrada.

Una nueva oleada de dolor surgió al tratar de incorporarse. Cuando lo consiguió no pudo hacer otra cosa que jadear durante un rato con la cabeza apoyada en el rígido respaldo de la silla. Ya tenía la horquilla en la tabla. Durante unos minutos, tuvo la certeza de que vomitaría, pero se le pasó.

«¿Qué estás haciendo? —le recriminó su mente al cabo de un rato—. ¿Esperas a que se te pase el dolor? Es inútil. Ella siempre cita a su madre; pero la tuya también tenía su repertorio de refranes, ¿no es cierto?».

Sí, lo tenía.

Ahí sentado, con la cabeza echada hacia atrás, recordó uno en voz alta pronunciándolo como si fuese un conjuro: «Puede que existan las hadas y los genios, mas Dios sólo ayuda a quienes se ayudan a sí mismos».

«Sí, señor. Así que deja de esperar, Paulie. El único genio que va a aparecer por aquí es ese peso pesado de todos los tiempos, Annie Wilkes», insistió su conciencia.

Volvió a mover la silla muy despacio, en dirección a la puerta. Ella la había cerrado, pero quizá podría abrirla. Tony Bonasaro, convertido ahora en negras escamas de ceniza, había sido un ladrón de coches. Paul investigó sobre la mecánica del robo de automóviles con un rudo expolicía llamado Tom Twyford, quien le había enseñado a conectar los cables y a utilizar la tira de metal fina y flexible que los ladrones llaman «Slim Jim» para forzar la puerta del coche. También le explicó cómo se inutilizaba una alarma.

Dos años atrás, un día de primavera en Nueva York, Tom había dicho: «Supongamos que no quieres robar un coche porque ya lo has hecho, pero estás muy mal de gasolina. Cuentas con una manguera y te encuentras con que el vehículo tiene el tapón de la gasolina cerrado con llave. ¿Es eso un problema? No, si sabes lo que estás haciendo, porque la mayoría de esas cerraduras son de juguete, de Mickey Mouse, vamos. Todo lo que necesitas para abrirla es una horquilla…».

Tardó cinco interminables minutos en avanzar y colocar la silla de ruedas exactamente donde quería, con la rueda izquierda casi tocando la puerta.

La cerradura era antigua, le recordaba los dibujos de John Tenniel para Alicia en el País de las Maravillas. Se deslizó un poco hacia abajo en la silla, con un solo gruñido de dolor, y miró a través del ojo de la cerradura. Vio un pasillo corto que conducía a lo que debía de ser la sala, con una oscura alfombra roja, un diván antiguo tapizado en el mismo material y una lámpara con borlas colgando de la pantalla.

A la izquierda, en mitad del pasillo, había una puerta abierta de par en par. El pulso se le aceleró. Aquello era seguramente el lavabo de la planta baja. Había oído muchas veces el sonido del agua allí dentro, incluyendo la que había llenado el cubo del que con tanto entusiasmo bebió. ¿Y acaso no venía ella de allí cuando traía la medicina?

Creía que sí.

Agarró la horquilla. Se le escurrió de los dedos y fue a parar al borde de la tabla.

—¡No! —gruñó, atrapando la horquilla con la mano en el momento en que iba a caer. La apretó en su puño y luego volvió a desmayarse. Le pareció que esta vez estuvo más tiempo inconsciente. El dolor, exceptuando la agonía de su rodilla derecha, parecía haber remitido un poco. La horquilla estaba ahora en la tabla. Movió varias veces los dedos de su mano derecha antes de cogerla.

«Ahora —pensó sin doblarla mientras la sostenía—, no temblarás. Aférrate a este pensamiento. No temblarás».

Se inclinó hacia adelante con la horquilla y la metió en la cerradura escuchando en su mente cómo el locutor deportivo… —ahí estaba de nuevo su vívida imaginación— describía la acción.

El sudor cubría su cara como una máscara.

«El rodete de la cerradura barata es como una mecedora —decía Tom Twyford, balanceando su mano para demostrarlo—. ¿Quieres volcar una mecedora? Es lo más fácil del mundo, ¿no es cierto? La agarras por las patas y empujas… No tiene ningún secreto. Y eso es todo lo que tienes que hacer con una cerradura como ésta. Desliza el rodete hacia arriba y entonces abre la tapa de la gasolina rápidamente antes de que se vuelva a cerrar».

Tocó el rodete, un par de veces, pero la horquilla resbaló en ambas ocasiones y volvió a cerrarse cuando apenas había empezado a moverlo. La horquilla comenzaba a doblarse. Pensó que se rompería al cabo de dos o tres intentos.

—Por favor, Dios —dijo volviendo a meterla—. Por favor… Sólo te pido que concedas a este muchacho una pequeña oportunidad, sólo eso.

«Amigos, Sheldon se ha portado hoy como un héroe, pero éste tiene que ser su último intento. Los espectadores guardan silencio».

Cerró los ojos. La voz del locutor se desvaneció mientras escuchaba ansioso cómo la horquilla trasteaba en la cerradura. ¡Ahora! ¡Algo ofrecía resistencia! ¡El rodete! Pudo imaginarlo como la pata de una mecedora presionando para mantenerla en su sitio, manteniéndolo a él en su sitio.

«Es de Mickey Mouse, Paul. Tú conserva la calma», recordó.

Era difícil conservar la calma con aquel dolor.

Agarró el pomo de la puerta con la mano izquierda y empezó a presionar suavemente la horquilla.

Imaginó que la mecedora empezaba a moverse en su alcoba polvorienta, imaginó que la maldita cerradura empezaba a ceder. No hacía falta que cediese del todo, claro que no. Siguiendo la metáfora de Tom Twyford, no hacía falta volcar la mecedora. En el mismo instante en que pasase del marco de la puerta, un empujón…

La horquilla empezaba a torcerse y a resbalar en sus manos. Desesperado, empujó hacia arriba con todas sus fuerzas, hizo girar el pomo y empujó la puerta. La horquilla se partió en dos con un chasquido, una parte quedó dentro de la cerradura. Se quedó quieto considerando su fracaso, hasta darse cuenta de que la puerta se abría con la lengüeta de la cerradura sobresaliendo como un dedo de acero.

—Jesús —susurró—, gracias.

«¡Vamos a la moviola!», gritó Warner Wolf, exultante en su imaginación mientras los miles de espectadores del estadio Annie Wilkes, sin mencionar los incontables espectadores que contemplaban el evento desde sus casas, rompieron en atronadores gritos de entusiasmo.

—Ahora no, Warner —masculló en voz alta.

E inició la larga y agotadora tarea de echar atrás la silla y enderezarla para que pudiese salir por la puerta.

Ir a la siguiente página

Report Page