Misery

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II - Misery » 4

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La tormenta de nieve que comenzó al día siguiente de la expedición de Paul al cuarto de baño, había durado dos días. Se amontonó casi medio metro de nieve y cuando el sol volvió a asomarse entre las nubes, el Cherokee de Annie era sólo un vago montículo en el camino de entrada.

Ahora, sin embargo, el sol salía otra vez y el cielo brillaba de nuevo. Ese sol desprendía calor, además de brillo. Podía sentirlo en la cara y en las manos. Los carámbanos del establo volvían a gotear. Pensó en su coche bajo la nieve y entonces cogió una hoja de papel y la metió en la Royal. Escribió las palabras «El retorno de Misery» en el ángulo superior izquierdo. Hizo correr el carro y pasó cuatro o cinco espacios, lo centró y escribió: «Capítulo I». Pulsó las teclas con más fuerza de la necesaria para que ella pudiese escuchar que al menos estaba escribiendo algo.

Ante él se extendía una página en blanco, como un montón de nieve en el que podría caer y morir ahogado en el hielo. Empezó a pensar en ideas sueltas: «África… Siempre que juegues limpio. El pájaro de África… Había un paracaídas debajo de su asiento… Ahora tengo que aclarar…».

Se estaba adormeciendo y sabía que no debía hacerlo. Si ella entraba y lo encontraba durmiendo, se pondría furiosa. A pesar de ello, se abandonó al sueño. Sin embargo, de una manera extraña, estaba pensando, meditando, buscando…

«¿Buscando qué, Paulie?».

Era evidente. El avión caía en picado. Él estaba buscando el paracaídas bajo el asiento. «¿Está bien así? ¿Es lo suficientemente limpio?».

Sí, lo era. Cuando encontró el paracaídas bajo el asiento, era limpio. Tal vez no demasiado realista, pero limpio.

Durante un par de veranos su madre lo había enviado al Centro Comunal de Malden. Allí practicaban un juego… Se sentaba en un círculo y el juego era como los episodios de Annie y él siempre ganaba… ¿Cómo se llamaba ese juego?

Podía ver a quince o veinte chiquillos sentados en círculo en un rincón sombreado del patio, todos con camisetas del Centro Comunal de Malden y escuchando con atención al celador, que les explicaba cómo jugar. «¿Puedes? Sí, ése era el nombre del juego; en realidad venía a ser como los cliff-hangers del Republic. El maldito juego se llamaba “Puedes”. Paulie, ése es el nombre del juego que estás jugando ahora. ¿No es así?».

Sí, suponía que sí.

En «¿Puedes?», el monitor empezaba una historia sobre un tipo llamado Careless Corrigan. Careless estaba perdido en una selva virgen de Sudamérica. De repente miraba alrededor y veía que estaba rodeado de leones por todas partes. Luego empezaban a acercarse. Eran las cinco de la tarde, pero eso no suponía ningún problema para aquellos gatitos. «Esa mierda de “cena de las ocho” no es más que una gilipollez para los leones de Sudamérica», se dijo.

El monitor tenía un cronómetro de plata y la mente adormecida de Paul Sheldon lo vio con radiante claridad a pesar de que hacía más de treinta años que lo había tenido en sus manos. Podía ver la fina lámina de cobre con la pequeña aguja que registraba décimas de segundo en la parte de abajo; podía ver la marca impresa en letras minúsculas: «Annex».

El monitor miraba alrededor del círculo y escogía a uno de los chicos. «Daniel —decía—, “¿puedes?”». En el momento en que la palabra salía de sus labios, el consejero apretaba el cronómetro poniéndolo en marcha.

Daniel tenía diez segundos para seguir con la historia. Si no empezaba a hablar durante esos diez segundos, tenía que dejar el círculo. Pero si conseguía librar a Careless de los leones, el monitor volvía a mirar al círculo y hacía la segunda pregunta del juego, la que precisamente hacía que su situación actual volviese a su mente con claridad.

Esa pregunta era: «¿Lo consiguió?».

Las reglas de aquella parte del juego coincidían con las de Annie. No era necesario el realismo, si no la honestidad. Daniel podía decir, por ejemplo: «Afortunadamente, Careless tenía un Winchester y muchas municiones, así que disparó contra tres leones y los demás huyeron». En un caso así, Daniel lo había conseguido. Cogía el cronómetro y seguía con la historia interrumpiéndola con Careless atrapado hasta la cintura en las arenas movedizas o algo así, y entonces le preguntaba a otro si podía, y apretaba el botón del cronómetro.

Pero diez segundos antes era poco tiempo, resultaba fácil liarse y… hacer trampa. El chico siguiente podía decir algo como: «Justo en ese momento un pájaro muy grande, un buitre de los Andes, creo, bajó volando. Careless se agarró a su cuello e hizo que lo sacara de la arena movediza».

Cuando el monitor preguntaba «¿Lo consiguió?», había que levantar la mano si se creía que sí o dejarla quieta si se creía que había fallado. En el caso del buitre andino, lo más seguro era que al chico le invitasen a dejar el círculo.

«¿Puedes tú, Paul? —se preguntó en sueños—. Sí. Es así como sobrevivo. Es así como he llegado a mantener casas en Nueva York y en Los Angeles y más hierro rodante del que hay en algunos parques de coches usados. Porque puedo y no es algo por lo que tenga que disculparme, maldición. Hay montones de tipos que escriben mejor prosa que yo y que entienden mejor lo que es la gente y el supuesto significado de la Humanidad, demonios, ya lo sé. Pero cuando el monitor pregunta ¿lo consiguió?, sólo levantarían la mano unos pocos. En cambio, por mí se levantan muchas manos, o por Misery…, pues al final creo que los dos somos iguales. ¿Lo conseguí? Sí. Apuesta lo que sea. Hay en este mundo un millón de cosas que no sé hacer. No puedo batear una pelota, ni siquiera en la secundaria. No puedo arreglar un grifo que gotea. No puedo patinar ni dar un acorde en la guitarra que no suene a mierda. Dos veces he intentado el matrimonio y en ninguna lo conseguí. Pero si quiere alguien que lo saque del círculo, que lo asuste, que lo seduzca con una historia, que le haga llorar o sonreír, eso sí que puedo. Puedo traerlo y llevarlo hasta que grite basta. Soy capaz de hacerlo. Claro que sí».

La insolente voz del joven pistolero mecánico susurró en medio del sueño, que cada vez se hacía más profundo:

«Lo que tenemos aquí, amigos, es una mezcla importante de grandilocuencia y espacio en blanco».

«¿Puedes? ¡Claro que puedo!».

«¿Lo consiguió?», inquirió la máquina convertida en monitor.

«No. Hizo trampas. En El hijo de Misery, el doctor no fue a la casa. Tal vez todos ustedes olvidaron lo que pasó la semana pasada. Pero un ídolo de piedra nunca olvida. Paul, debe salir del círculo. Perdónenme, por favor. Ahora tengo que aclarar. Ahora tengo que…».

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