Misery

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II - Misery » 12

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Durante las tres semanas siguientes, Paul Sheldon se sintió rodeado de una extraña paz excitante. Tenía la boca siempre seca. Los sonidos le parecían demasiado fuertes. Unos días se sentía capaz de doblar cucharas sólo con mirarlas. Otros, tenía ganas de estallar en un llanto histérico.

Aparte de todo esto, al margen de la atmósfera y del picor profundo y enloquecedor de las piernas, que cada día tenían mejor aspecto, el trabajo continuaba con una serenidad propia. El montón de papeles al lado derecho de la Royal crecía constantemente. Antes de esa extraña experiencia, su rendimiento óptimo había sido de cuatro páginas diarias. En Automóviles veloces, tres; muchos días sólo dos, sobre todo, antes de terminar. Pero durante este tenso período, que llegó a su fin con la tormenta del 15 de abril, Paul produjo una media de doce páginas diarias, siete por la mañana y cinco más por la tarde. Si alguien en su vida anterior, así pensaba en ella sin darse cuenta, le hubiese sugerido que podía trabajar a ese ritmo, se habría reído. Cuando empezó a caer la lluvia ese día, tenía ochocientas sesenta y siete páginas en borrador de El retorno de Misery; pero después de revisarlo, le pareció demasiado bueno para ser un borrador.

La razón, en parte, se debía a la vida estrictamente ordenada que estaba llevando. No había largas noches pululando de bar en bar, seguidas de largos días tomando café y zumo de naranja y engullendo tabletas de vitamina B, días en los que, si sus ojos topaban por casualidad con la máquina de escribir, volvía la cara estremeciéndose. Ya no despertaba junto a una impresionante rubia o una despampanante pelirroja «pescada» la noche anterior en cualquier parte, una chica que por lo general parecía una reina a medianoche y un trasgo a las diez de la mañana del día siguiente. Ya no había cigarrillos. Una vez los había pedido tímidamente, pero ella le había lanzado una mirada inquisitoria tan absoluta que se apresuró a decir que lo olvidara. Ahora era Míster Limpio. Ya no tenía vicios, exceptuando la codeína, por supuesto, «todavía no has hecho nada sobre el asunto, ¿no es cierto, Paul?». Ya no tenía distracciones. «Aquí estoy —pensó una vez—, el único drogadicto monástico del mundo». Se levantaba a las siete. Ingería dos Novril con zumo de naranja. A las ocho llegaba el desayuno, servido a monsieur en la cama. Un solo huevo, pasado por agua o revuelto, tres veces por semana. Los otros cuatro días, cereales con mucha fibra. Luego a la silla de ruedas. De allí a la ventana, a encontrar el agujero en el papel, a caer en el siglo diecinueve, cuando los hombres eran hombres y las mujeres llevaban polisón. Después, la comida. A continuación, la siesta. Otra vez a levantarse. A veces hacía correcciones, otras, sólo leía. Annie tenía todo lo que Somerset Maugham había escrito; una vez se sorprendió pensando en si tendría la primera novela de John Fowles y decidió que era mejor no preguntárselo. Empezó a leer los veintitantos volúmenes que componían su obra completa, fascinado por la astucia con que el hombre captaba los valores del relato. A través de los años, se había ido resignando al hecho de que ya no podía leer historias como cuando era niño. Al escribirlas él mismo se había condenado a su trabajo de disección. Pero Maugham primero lo sedujo y luego lo devolvió a la infancia, y eso era maravilloso. A las cinco, ella le servía una cena ligera y veían M*A*S*H y WKRP en Cincinnati. Cuando terminaban, Paul escribía. Luego impulsaba la silla lentamente hasta la cama. Podía ir más deprisa, pero era mejor que Annie no lo supiera. Ella le oía, entraba y le ayudaba a acostarse. Más medicina y… se acabó…, apagado como una luz. Al día siguiente, lo mismo. Y al otro…

Pero vivir con la rectitud de una flecha era sólo una parte de la razón que explicaba aquella fecundidad sorprendente. Annie era la otra y mucho más importante. Después de todo, había sido su vacilante sugerencia sobre la picadura de abeja lo que había dado forma al libro, causándole aquel apremio cuando creía que Misery había muerto para siempre.

De una cosa estuvo seguro desde el primer momento: El retorno de Misery no existía. Había centrado su atención sólo en encontrar la manera de sacar a aquella perra de su tumba sin hacer trampas, antes de que Annie decidiese «inspirarle» clavando un montón de cuchillos Ginsu en su cuello. Otros asuntos menos importantes, por ejemplo, el argumento del puñetero libro, tendrían que esperar.

Durante los dos días siguientes al viaje de Annie a la ciudad para pagar sus impuestos, Paul trató de olvidar que había desaprovechado lo que podía ser su oportunidad dorada de escapar, concentrándose en llevar a Misery a la casa de la señora Ramage. No podía llevarla a la de Geoffrey. Los sirvientes, en particular Tyler, el mayordomo entrometido, podrían verla y hablar. También tenía que establecer la amnesia total causada por el shock de haber sido enterrada viva. ¿Amnesia? Y una mierda. La chica apenas podía hablar, lo que no dejaba de ser un consuelo, considerando su parloteo habitual.

Y después, ¿qué? La perra había salido de su tumba. ¿Cómo seguía ahora la maldita historia? ¿Debían Geoffrey y la señora Ramage decirle a Ian que Misery aún vivía? Le parecía que no, pero no estaba seguro. Sabía muy bien que no estar seguro de las cosas, dudar de ellas, era un rincón del purgatorio reservado a los escritores que iban a toda marcha sin tener ni idea de a dónde se dirigían.

«Ian, no —pensó mirando al establo—. Ian, no; aún no. Primero, el médico. Ese imbécil con el nombre lleno de enes. Shinebone».

Al pensar en el doctor se acordó del comentario de Annie sobre las picaduras de abeja. Volvía a su mente de vez en cuando. «Una persona de cada doce…».

No serviría. ¿Dos mujeres sin relación alguna en pueblos vecinos, ambas con la misma extraña alergia a las picaduras?

Tres días después del Gran Rescate Tributario de Annie Wilkes, Paul se estaba perdiendo en el sueño de la siesta cuando los chicos del taller de su subconsciente intervinieron echando el resto. Esta vez no fue una llama, fue la explosión de una bomba atómica.

Se sentó en la cama de un salto sin hacer caso de la descarga de dolor que recorrió sus piernas.

—¡Annie! —gritó—. ¡Annie, venga aquí!

La oyó trotar escaleras abajo saltando los escalones de dos en dos y correr luego por el pasillo. Cuando entró, tenía los ojos muy abiertos y llenos de miedo.

—Paul, ¿qué pasa? ¿Tiene calambres? ¿Tiene…?

—No —le dijo, porque lo que temblaba era su mente—. No, Annie, siento haberla asustado, pero tiene que sentarme en la silla. ¡La gran follada! ¡Lo tengo!

La horrible palabra salió antes de que pudiese evitarlo, pero pareció no importar en absoluto. La mujer lo estaba mirando con respeto y asombro. Ante ella se encontraba la versión laica del fuego de Pentecostés ardiendo ante sus propios ojos.

—Desde luego, Paul.

Lo acomodó en la silla con la mayor rapidez que pudo. Lo llevó hasta la ventana y Paul meneó la cabeza con impaciencia.

—No tardaré mucho, pero es importante.

—¿Se trata del libro?

—Es el libro. Calle. Por favor, no diga nada.

Dejando de lado la máquina de escribir, nunca la utilizaba para tomar notas, cogió un bolígrafo y llenó rápidamente un papel con unos garabatos que probablemente nadie más que él podría descifrar:

«Había una relación entre ellas. Eran abejas y las afectó a las dos de la misma manera porque había una relación entre ellas. Misery es huérfana… ¡y adivina! ¡Evelyn-Hyde era la hermana de Misery! O tal vez su hermanastra. Eso quizá estaría mejor. ¿Quién es el primero en imaginárselo? ¿Shinny? No, Shinny es idiota. La señora R. Puede ir a ver a Charl, la mamá de E-H y…».

De pronto, le sobrevino una idea de una belleza tan intensa que levantó la vista y se quedó mirando al vacío con la boca abierta y los ojos de par en par.

—¿Paul? —dijo Annie, asustada.

—Ella lo sabía —murmuró Paul—. Claro que lo sabía. Al menos lo sospechaba. Pero…

Volvió otra vez a sus notas.

«Ella, la señora R., se da cuenta enseguida de que la señora E-H tiene que saber que M. tiene parentesco con su hi. El mismo cabello o algo así. Recuerda que la madre de E-H empieza a perfilarse como personaje imp. Tendrás que trabajarla. R. empieza a darse cuenta de que la señora E-H ¡¡TAL VEZ HASTA SABÍA QUE A MISERY LA HABÍAN ENTERRADO VIVA!! ¡¡MIERDA ENLATADA!! ¡ME ENCANTA! Supón que la vieja imaginaba que Misery era un residuo de sus días de fóllalos-y-déjalos y…».

Dejó la pluma, miró el papel, volvió a coger la pluma lentamente y garabateó unas cuantas líneas más.

«Tres puntos necesarios.

»1. ¿Cómo reacciona la señora E-H ante las sospechas de la señora R.? Tiene que sentir una rabia homicida, o estar cagándose de miedo. Prefiero el miedo, pero creo que A. W. preferiría el homicidio, así que O. K. hom.

»2. ¿Cómo meto a Ian aquí?

»3. ¿La amnesia de Misery?

»Ah, y aquí hay algo más. ¿Se entera Misery de que su mamita prefería vivir con la posibilidad de que hubiesen enterrado vivas a sus dos hijas antes que decir la verdad?

»¿Por qué no?».

—Ahora puede meterme en la cama, si quiere —dijo Paul—. Si le parece que estoy loco, lo siento. Sólo estaba emocionado.

—Está bien, Paul. —Aún parecía asombrada.

A partir de aquel momento el trabajo fue muy bien. Annie tenía razón, la historia era más espeluznante que los otros libros de Misery. El primer capítulo no había sido una casualidad, sino un presagio. Pero también tenía un argumento más rico que cualquiera de las otras novelas, a excepción de la primera, y los personajes eran mucho más vitales. Las tres últimas eran poco más que simples historias de aventuras con una generosa cantidad de sexo en descripciones picantes para complacer a las lectoras. Empezaba a comprender que ese libro era una novela gótica y que, por lo tanto, dependía más del argumento que de la situación. Los retos eran constantes. Ya no se trataba sólo de «¿Puedes?» para empezar el libro. Por primera vez en muchos años, escuchaba aquella pregunta casi cada día y… estaba descubriendo que podía.

Luego llegaron las lluvias y las cosas cambiaron.

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