Misery

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II - Misery » 13

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Del 8 al 14 de abril disfrutaron de una racha de buen tiempo sin interrupción. El sol brillaba en un cielo sin nubes y la temperatura subió a veces hasta los quince grados. Tras el pulcro establo de Annie, empezaron a aparecer parches marrones en el campo. Paul se sumergió en su trabajo y trató de no pensar en el coche. Ya tenían que haberlo descubierto. El trabajo no se resintió, pero su ánimo sí. Se sentía como si estuviese viviendo en una cámara de nubes respirando una atmósfera cargada de electricidad. Cada vez que el Camaro irrumpía en su mente, llamaba de inmediato a la Policía Cerebral y hacía que se llevaran el pensamiento esposado y con grilletes. El problema era que aquel incordio siempre se las apañaba para escapar y volvía una y otra vez.

Una noche soñó que el señor Rancho Grande regresaba a la casa de Annie y salía de su Chevrolet Bel Air con un trozo del parachoques del Camaro en una mano y el volante en la otra. «¿Es esto suyo?», le preguntaba a Annie en el sueño.

Paul había despertado en un estado de ánimo que distaba mucho de ser alegre.

Por otro lado, Annie nunca había estado de mejor humor que durante aquella semana soleada de principios de la primavera. Limpiaba y preparaba platos de grandes pretensiones; aunque todo lo que guisaba tenía un gusto extrañamente industrial, como si después de muchos años de comer en cafeterías de hospitales se le hubiese atrofiado el talento culinario que pudo haber tenido alguna vez. Cada tarde, envolvía a Paul en una enorme manta azul, le encasquetaba una gorra de caza verde y lo transportaba al porche trasero.

En aquellas ocasiones, se llevaba una de las obras de Maugham; pero casi nunca la leía. La experiencia de estar al aire libre era tan intensa, que no le permitía concentrarse. Pasaba casi todo el tiempo oliendo el aire dulce y fresco, en lugar de aquel olor estancado de su habitación lleno de connotaciones morbosas, escuchando el goteo de los carámbanos y contemplando las sombras de las nubes rodando sobre la nieve que se iba derritiendo. Y eso era lo mejor, por supuesto.

Annie cantaba con su voz bien timbrada, aunque desentonando de un modo extraño. Reía como una chiquilla de los chistes de M*A*S’'H y de WKRP, sobre todo de los que eran un poco subidos de tono —en el caso de WKRP, casi todos—. Se dedicaba a escribir las letras que faltaban, mientras Paul terminaba los capítulos noveno y décimo.

La mañana del 15 amaneció ventosa y nublada, y Annie cambió. Paul pensó que tal vez se debía al descenso del barómetro, pero era una explicación como cualquier otra.

No apareció con su medicina hasta las nueve de la mañana y a esa hora él la necesitaba de tal forma que había pensado en recurrir a sus reservas. No hubo desayuno, sólo las cápsulas. Cuando entró, Annie todavía llevaba su bata rosa acolchada. Con creciente recelo, notó que en sus brazos y en sus mejillas había unas marcas rojas. Vio también en su bata salpicaduras viscosas de comida y sólo llevaba puesta una zapatilla. Sus pasos sonaban irregularmente al acercarse. El cabello caía sobre su cara. Sus ojos tenían una expresión distraída.

—Tenga —le tiró las cápsulas.

También las manos estaban manchadas de una sustancia marrón y blanca, pegajosa. Paul no tenía la menor idea de lo que ocurría y no estaba seguro de querer saberlo. Las cápsulas rebotaron en su pecho y cayeron en las piernas. Ella se volvió hacia la puerta.

—Annie…

Se detuvo, pero no se giró. De espaldas, parecía más grande, con los hombros embutiendo la bata rosa y el cabello como un casco maltrecho. Daba la impresión de ser una mujer de Piltdown atisbando desde su caverna.

—Annie, ¿se encuentra bien?

—No —le respondió indiferente, y se volvió.

Se quedó mirándolo con la misma expresión estúpida mientras se pellizcaba el labio inferior con el dedo índice y pulgar de la mano derecha. Lo estiró y lo retorció apretándolo hacia adentro al mismo tiempo. La sangre manó de la encía y el labio y luego bajó por la barbilla. Volvió a girarse y se marchó sin decir una palabra, antes de que él pudiera convencerse de lo que había visto. Cerró la puerta… y echó la llave. Oyó sus torpes pisadas por el pasillo hasta la sala. Escuchó el crujido de su butaca favorita al sentarse. Nada más… Ni televisión, ni canturreos, ni rumor de cacharros. Nada, seguía sentada sintiéndose mal.

Entonces sonó un ruido. No se repitió, pero era perfectamente identificable: una bofetada. Y puesto que él estaba al otro lado de una puerta cerrada con llave, no había que ser Sherlock Holmes para deducir que se había abofeteado a sí misma. La imaginó estirarse el labio, hincar sus uñas cortas en la carne rosa y sensible.

De pronto recordó una nota sobre patología mental que había tomado para el primer libro de Misery, pues gran parte de la acción se desarrollaba en el hospital Bedlam, de Londres. La villana de la obra, enloquecida de celos, había metido allí a Misery: «Cuando una personalidad psicótica empieza a caer en un período depresivo —había escrito—, uno de los síntomas que exhibe es el autocastigo; se abofetea, se golpea, se pellizca, se quema con cigarrillos…».

De repente sintió mucho miedo.

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