Misery

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II - Misery » 20

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La tormenta continuó durante el día siguiente. Por la noche, las nubes se fueron separando hasta dispersarse. Al mismo tiempo, la temperatura descendió de quince grados a cinco bajo cero. El mundo entero parecía haberse congelado. Sentado junto a la ventana de la habitación y mirando el paisaje helado de aquel segundo día en completa soledad, Paul oía a la puerca Misery chillando en el establo y a una de las vacas mugiendo.

Escuchaba con frecuencia a los animales. Formaban parte de los sonidos de fondo habituales, como el reloj de la sala; pero nunca había oído al cerdo chillar así. La vaca también mugió, pero fue un sonido aciago, débilmente percibido en medio de una pesadilla. Ella se había ido dejándole sin pastillas. Paul se había criado en los suburbios de Boston y pasó la mayor parte de su vida en la ciudad de Nueva York, pero creía saber lo que significaban esos mugidos dolorosos. Una de las vacas necesitaba que la ordeñaran. La otra aparentemente no, tal vez porque los erráticos hábitos de Annie Wilkes la habían secado.

¿Y el cerdo? Estaba hambriento, eso era todo.

Hoy no tendrían ningún alivio. Dudaba que Annie pudiese regresar aunque quisiera. Aquella parte del mundo se había convertido en una pista de patinaje. Estaba un poco sorprendido de su compasión por los animales y de la profunda rabia que sentía contra Annie Wilkes por haberlos dejado, en su egoísmo arrogante, sufriendo en los corrales.

«Si tus animales pudiesen hablar, Annie —pensó—, te dirían quién es el verdadero pajarraco en todo esto».

En cuanto a él, se sentía bastante cómodo. Comía de las latas, bebía agua de la jarra y tomaba su medicina regularmente y echaba una siesta cada tarde. El relato de Misery, de su amnesia y de su insospechada e infame hermana, se dirigía inevitablemente hacia África, escenario de la segunda mitad de la novela. Irónicamente, Annie le había obligado a escribir la que con toda seguridad era la mejor novela de Misery. Ian y Geoffrey estaban en Southampton equipando un barco llamado Lorelei para el viaje. Misery, que pasaba el tiempo sufriendo ataques de catalepsia en los momentos más inoportunos con riesgo de muerte instantánea si alguna vez la picaba otra abeja, moriría o sanaría en el continente negro. En Lawston, un pequeño asentamiento angloholandés en la punta norte de la Costa de Berbería, vivían los bourkas, los más peligrosos nativos de África. A los bourkas se les conocía también como el Pueblo de las Abejas. Pocos de los blancos que se habían atrevido a penetrar en su territorio habían regresado; pero aquellos que lo habían conseguido contaban historias fabulosas sobre la cara de una mujer que sobresalía a un lado de una alta y desmoronada meseta, una cara implacable con la boca abierta y un enorme rubí incrustado en su frente de piedra. Corría el rumor, extrañamente persistente, de que dentro de las cuevas que horadaban la piedra, por detrás de la frente enjoyada del ídolo, vivía una colonia de abejas gigantes que revoloteaban protectoras alrededor de su dueña. Una monstruosidad gelatinosa de veneno infinito y de infinita magia.

Por las mañanas se divertía pensando en esa agradable estupidez. Por las noches, se sentaba tranquilamente a escuchar los chillidos del cerdo mientras pensaba en la forma de matar a la Dama Dragón.

Descubrió que jugar a «¿Puedes?» en la realidad era muy diferente a hacerlo de niño sentado en un círculo con las piernas cruzadas —y también mucho más difícil que frente a una máquina de escribir—. Cuando sólo era un juego, aunque te pagaran por él, no dejaba de ser eso. Uno no podía concebir ideas increíbles y hacer que parecieran ciertas, como la conexión entre Misery Chastain y Charlotte Evelyn-Hyde, por ejemplo. Habían resultado ser hermanastras y Misery descubriría a su padre en África, viviendo en el Pueblo Abeja de los bourkas. Sin embargo, en la realidad, el arcano perdía su poder.

No es que Paul no lo intentase. Tenía todas esas drogas en el lavabo de la planta baja. Seguramente hallaría una forma de utilizarlas para acabar con ella, o al menos para dejarla indefensa durante el tiempo suficiente para eliminarla. El Novril serviría. Con una dosis adecuada, ni siquiera tendría que hacer nada, tan sólo esperar…

«Es una buena idea, Paul. Te diré lo que tienes que hacer. Coge un buen puñado de esas cápsulas y méteselas en una copa de helado. Pensará que son trozos de pistacho y se las tragará».

No, eso no funcionaría. Y tampoco podía cometer una estupidez como abrir las cápsulas y mezclar su contenido con el helado. Lo había probado y el Novril era espantosamente amargo. Tenía un sabor que ella reconocería en el acto y entonces «… desgraciado de ti, Paulie. Desgraciado».

En un relato hubiese sido una buena idea. Pero en la realidad no servía. Seguramente no se hubiese arriesgado aunque el polvo blanco que contenía las cápsulas hubiese sido completamente insípido. Carecía de garantías. Aquello no era un juego, se trataba de su vida.

Por su mente pasaron otras ideas; pero fueron rechazadas una a una. Pensó en colgar algo pesado (la máquina de escribir se le ocurrió de inmediato) encima de la puerta para que la matara o la dejara inconsciente cuando entrase; en colocar un cable en la escalera… Pero el problema era el mismo que en el caso del Novril en el helado: ninguno de los dos ofrecía suficiente seguridad. Se sentía incapaz de pensar en lo que podría pasarle si trataba de asesinarla y fallaba.

Mientras oscurecía, en aquella segunda noche, el chillido de Misery continuaba tan monótono como siempre. El cerdo gritaba como una puerta abierta movida por el viento y con las bisagras oxidadas. Sin embargo, la vaca dejó de mugir y Paul se preguntó con inquietud si la ubre del animal habría reventado. Por un momento, su imaginación («tan vívida») creó la imagen de una vaca muerta en un charco de leche y sangre. Se apresuró a apartar la visión y se dijo a sí mismo que las vacas no morían de esa forma. Pero a la voz de su conciencia le faltó convicción, ignoraba cómo morían las vacas. Por otro lado, su problema no era la vaca.

«Todas tus brillantes ideas se reducen a una cosa —pensó—: tú quieres matarla por control remoto. No te apetece manchar de sangre tus manos. Eres un tipo al que nada le gusta más que un buen filete, pero no aguantarías una hora en un matadero. Amigo, piénsalo bien. Tienes que enfrentarte a la realidad en este momento de tu vida. Nada elaborado. Nada de retorcimientos. ¿De acuerdo?».

De acuerdo.

Volvió a la cocina y empezó a abrir cajones hasta que encontró los cuchillos. Eligió uno de carnicero y volvió a su habitación, deteniéndose a limpiar las marcas de la puerta, cada vez más evidentes.

«No importa. Si se le escapan una vez, se le escaparán siempre», se dijo.

Puso el cuchillo en la mesita de noche, se metió en la cama y lo deslizó bajo el colchón. Cuando Annie volviese, le pediría un vaso de agua fresca y en el momento en que se inclinase para dárselo le clavaría el cuchillo en la garganta.

Nada elaborado…

Paul cerró los ojos y se durmió y cuando sigilosamente a las cuatro de la madrugada el Cherokee regresó por el camino con el motor y las luces apagados, no se despertó. Antes de sentir el pinchazo de una aguja hipodérmica en su brazo y despertar con la cara de Annie inclinada sobre la suya, no tenía la menor idea de que había regresado.

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