Misery

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II - Misery » 22

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—¿Cuántas veces salió de la habitación, Paul?

«El cuchillo. Dios mío, el cuchillo», imploró en silencio.

—Dos. No, espere. Ayer volví a salir alrededor de las cinco de la tarde para llenar la jarra de agua.

Eso era cierto, pero había omitido la razón real de su viaje. Esa razón estaba escondida debajo de su colchón. «La princesa y el guisante —pensó—. Tres veces, contando el viaje por el agua».

—Diga la verdad, Paul.

—Sólo tres veces, lo juro. Y nunca para escapar. Por Dios, estoy escribiendo un libro, ¿lo ha olvidado?

—No use el nombre de Dios en vano, Paul.

—Deje de usar el mío de esa forma y puede que no lo haga. La primera vez sentía un dolor infernal de las rodillas para abajo, y usted fue la responsable, Annie.

—Cállese, Paul.

—La segunda vez necesitaba comer algo y asegurarme de tener algunas reservas en caso de que usted estuviese fuera mucho tiempo. —Siguió, sin hacerle caso—. Luego, tuve sed. Eso es todo. No hay ninguna conspiración.

—Supongo que no trató de utilizar el teléfono ni miró las cerraduras, claro, porque usted es un niño muy bueno.

—Claro que traté de usar el teléfono, y también miré las cerraduras, pero no hubiese podido llegar muy lejos en el lodazal que nos rodea aunque sus puertas hubiesen estado abiertas de par en par.

La droga estaba haciendo efecto en oleadas cada vez más intensas y todo lo que deseaba era que ella callase y se fuera. Lo había drogado para obligarle a decir la verdad. Esta vez tendría que pagar las consecuencias, pero antes quería dormir.

—¿Cuántas veces salió?

—Ya se lo he dicho.

—¿Cuántas veces? —Su voz se elevó de tono—. Diga la verdad.

—¡Estoy diciendo la verdad! ¡Tres veces!

—¿Cuántas veces, maldición?

A pesar de la influencia de la droga, Paul empezó a sentir miedo.

«Si me hace algo, al menos no será muy doloroso… Y ella quiere que termine el libro…», recordó.

—Me está tomando el pelo.

Notó la brillantez de su piel, como una fina película de plástico firmemente extendida por una piedra. Parecía no tener poros.

—Annie, le juro…

—¡Vamos, los mentirosos también pueden jurar! ¡Les encanta jurar! Está bien, tómeme por tonta, si eso es lo que quiere. Está muy bien, pero que muy bien. Trate a una mujer que no es tonta como si lo fuese y siempre se le adelantará. Verá, Paul, he puesto hilos y pelos de mi propia cabeza por toda la casa y he encontrado muchos de ellos rotos últimamente, o desaparecidos como por arte de magia. No sólo en el libro, sino en el pasillo y en los cajones de mi cómoda, en el piso de arriba, en el cobertizo… en todas partes.

«Annie, ¿cómo puedo haber salido al cobertizo, con todas esas cerraduras en la puerta de la cocina?», quiso preguntar, pero ella prosiguió su discurso.

—Ahora siga diciéndome que sólo salió dos veces, señor Sabihondo, y yo le diré quién es el tonto.

La miró fijamente, aturdido y horrorizado. No sabía qué responder. Todo aquello era tan paranoico, tan demente…

«Dios mío —pensó, olvidando el cobertizo ante esta nueva locura—. ¿Arriba? ¿Dijo ARRIBA?».

—Annie, en el nombre de Dios, ¿cómo se le ocurre decir que he podido subir allí arriba?

—¿Quiere que se lo diga? —gritó—. ¡Pues se lo diré! Hace unos días entré aquí y usted se las había apañado solito para sentarse en la silla de ruedas. Si pudo hacer eso, pudo subir las escaleras. ¡Pudo haberse arrastrado!

—Sí, con las piernas rotas y la rodilla destrozada —comentó.

De nuevo apareció aquella mirada oscura y demente bajo la piedra.

Annie Wilkes se había ido. Tenía ante él a la diosa bourka de las abejas.

—No se pase de listo conmigo, Paul —le susurró.

—Bueno, Annie, al menos uno de los dos tiene que intentarlo y usted no está haciendo ningún esfuerzo. Si sólo tratase de comprender…

—¿Cuántas veces?

—Tres.

—La primera a buscar medicina.

—Sí. Cápsulas de Novril.

—Y la segunda a proveerse de comida.

—Eso es.

—La tercera vez fue a llenar la jarra.

—Sí, Annie. Estoy tan mareado…

—La llenó en el lavabo del pasillo.

—Sí.

—Una vez por medicina, otra por comida y otra por agua.

—Sí, ya se lo dije. —Trató de gritar, pero apenas emitió un gruñido.

Ella metió la mano en el bolsillo y sacó el cuchillo de carnicero. Su hoja afilada brillaba en la luz de la mañana. De repente se giró a la izquierda y lo lanzó a la pared con la gracia casual y mortífera de un artista de feria. Quedó clavado en el enyesado, temblando bajo el cuadro del Arco de Triunfo.

—Inspeccioné su colchón antes de ponerle la inyección preoperatoria. Esperaba encontrar cápsulas. Lo del cuchillo fue una sorpresa. Casi me corté. Pero usted no lo puso ahí, ¿verdad?

No contestó. Su mente daba vueltas como la noria de un parque de atracciones fuera de control. ¿Preoperatoria? ¿Fue eso lo que dijo? De repente tuvo la completa seguridad de que ella tenía la intención de sacar el cuchillo de la pared y castrarlo.

—No, usted no lo puso ahí. Usted salió una vez a buscar medicina, otra a buscar agua y otra a buscar comida. Este cuchillo debe de haber… debe de haber venido volando hasta aquí y ha aterrizado debajo de su colchón. Sí, eso es lo que debe de haber ocurrido —exclamó con una risa sarcástica.

«¿Preoperatorio? ¡Dios mío! ¿Fue eso lo que dijo?», —se preguntó Paul, desesperado.

—¡Maldito sea! —gritó—, ¡maldito! ¿Cuántas veces?

—¡Está bien! ¡Está bien! Cogí el cuchillo cuando fui a buscar agua, lo confieso. Si cree que eso significa que salí muchas veces, escoja usted misma el número que le parezca. Si le parece que fueron cinco, pues cinco. Si supone que salí veinte, pues veinte, o cincuenta, o cien, así fue, lo admito. He salido todas las veces que usted quiera, Annie.

Por un instante, en medio de la furia y perplejidad causada por las drogas, había perdido de vista el concepto nebuloso y aterrador inherente a la expresión «inyección preoperatoria». Quería decirle muchas cosas, aunque sabía que una paranoica furiosa como Annie rechazaría lo más evidente. Había humedad… Seguramente por eso sus pelos e hilos se habían despegado, sin tener en cuenta las ratas que, con el sótano lleno de agua y ella fuera de casa, las había oído correr por las paredes. La casa estaba a su disposición, sin mencionar la porquería que Annie había dejado por allí. Las ratas eran, probablemente, los duendecillos que habían roto casi todos los hilos que había puesto. Pero ella descartaría esas ideas. En su mente, Paul Sheldon estaba preparado para correr la maratón de Nueva York.

—Annie…, Annie, ¿qué quiso decir con eso de que me puso una inyección preoperatoria?

Pero Annie aún tenía la mente fija en el otro asunto.

—Creo que fueron siete —repuso con suavidad—, al menos siete veces.

—Si quiere que sean siete, adelante. Pero… ¿qué quiso decir con eso…?

—Veo que se empeña en seguir en sus trece —le dijo—. Supongo que los tipos como usted deben acostumbrarse tanto a mentir para ganarse la vida que ya no pueden dejar de hacerlo en la realidad. Pero es igual, Paul. Porque el principio no cambia si salió siete veces o setenta veces siete. El principio no cambia y tampoco la respuesta.

Se alejaba cada vez más, flotando… Cerró los ojos y oyó que ella le hablaba desde una gran distancia, como una voz sobrenatural desde una nube. «Diosa», pensó.

—¿Ha oído hablar de los primeros tiempos de las minas de diamantes de Kimberly, Paul?

—El libro lo escribí yo —dijo sin razón alguna, y rió.

(«¿Preoperatoria? ¿Inyección preoperatoria?», insistía su mente).

—A veces los nativos robaban diamantes. Los envolvían en hojas y se los metían en el recto. Si lograban salir del Gran Agujero sin ser descubiertos, corrían. ¿Y sabe lo que les hacían los ingleses si los pescaban antes de que llegasen al Oranjerivier y se adentrasen en el país de los bóers?

—Los mataban, supongo —dijo con los ojos cerrados.

—Qué va. Eso hubiese sido como desechar un coche caro sólo porque se ha roto una bujía. Si los cogían, se aseguraban de que pudiesen continuar trabajando; pero también se aseguraban de que no volviesen a correr nunca más. La operación se llamaba «hacer cojos», Paul, y eso es lo que voy a hacer con usted. Por mi propia seguridad y… también por la suya. Créame, necesita que le protejan de sí mismo. Recuerde, sólo un poco de dolor y habré terminado. Trate de pensar en eso.

Un terror tan afilado como una ventisca llena de navajas voló a través de la droga y Paul abrió los ojos. Ella se había levantado y empezaba a bajar las sábanas, exponiendo sus piernas torcidas y sus pies desnudos.

—No —balbuceó Paul—. No… Annie… ¿Por qué no discutimos lo que tiene en mente, sea lo que sea…? Por favor…

Se inclinó. Cuando volvió a erguirse tenía un hacha en una mano y en la otra un soplete de propano. El hacha era la misma que estaba clavada en el bloque de madera del cobertizo.

Su filo brillaba. En un lado del soplete se leía Bernz-O-matiC. Volvió a inclinarse y esta vez asió una botella oscura y una caja de cerillas. En la botella había una etiqueta; en la etiqueta, la palabra Betadine.

Nunca olvidaría esas cosas, esas palabras, esos nombres.

—¡Annie, no! —gritó—. ¡Annie, me quedaré aquí! ¡Ni siquiera saldré de la cama! ¡Por favor! ¡Oh, Dios, por favor, no lo haga!

—Saldrá bien —dijo, y su cara tenía la apariencia plana e inexpresiva de un gran vacío. Antes de que su mente se consumiese por completo en un incendio de pánico, comprendió que cuando aquello hubiese terminado ella apenas recordaría lo que había hecho, al igual que apenas recordaba haber matado a los niños, a los viejos, a los pacientes desahuciados y a Andrew Pomeroy. Después de todo, era la misma mujer que minutos atrás había dicho que llevaba diez años de enfermera, aunque se había graduado en 1966.

«Mató a Pomeroy con esa misma hacha. ¡Lo sé!», intuyó Paul.

Siguió chillando y suplicando pero sus palabras se habían convertido en un balbuceo inarticulado. Trató de girarse, de apartarse de ella, y sus piernas gritaron de dolor. Trató de moverlas hacia arriba para hacerlas menos vulnerables, para que no fuesen un blanco tan fácil.

—Sólo un minuto más, Paul —destapó el Betadine y echó una sustancia de color marrón rojizo en su tobillo izquierdo—. Sólo un minuto más y habrá pasado todo.

Puso el hacha plana. Los tendones de su poderosa muñeca derecha sobresalían.

Vio el guiño del anillo de amatista que ahora llevaba en el dedo meñique de esa mano y cómo echaba Betadine en la hoja del hacha.

Percibió un inconfundible olor a consultorio médico, lo que siempre significaba que a uno le iban a poner una inyección.

—Sólo un poco de dolor, Paul, no será mucho, se lo prometo —dijo, volviendo el hacha y rociando el otro lado de la hoja.

—Annie, Annie, por favor…, por favor… ¡No, por favor! ¡Annie, juro que me portaré bien! ¡Lo juro por Dios! ¡Me portaré bien! ¡Por favor, deme una oportunidad para portarme bien! Annie, por favor, déjeme ser bueno…

—Sólo un poco de dolor y todo este desagradable asunto quedará atrás para siempre, Paul.

Tiró la botella abierta de Betadine por encima del hombro. Su cara era inexpresiva, decidida y sólida. Con la mano derecha, asió el mango del hacha justo debajo del acero y con la izquierda lo agarró más abajo.

Abrió las piernas como un leñador.

—¡Annie, por favor, por favor, no me haga daño…!

—No se preocupe —dijo con los ojos extraviados—. Soy una enfermera diplomada.

El hacha bajó silbando y se incrustó en la pierna izquierda de Paul Sheldon, encima del tobillo. El dolor estalló en su cuerpo como un rayo gigantesco. La sangre oscura salpicó la cara de Annie como pintura de guerra. Manchó la pared. Paul oyó la hoja chirriando en el hueso mientras ella la sacaba. Miró sin poder creerlo. La sábana se estaba tiñendo de rojo. Vio cómo se movían los dedos. Entonces observó que ella levantaba otra vez el hacha chorreante. Su cabello había escapado completamente de las horquillas y cubría parte de su cara vacía.

Trató de retirar la pierna a pesar del dolor y se dio cuenta de que la pierna se movía, pero el pie no. Todo lo que hacía era ensanchar el corte del hacha abriéndolo como una boca. Apenas tuvo tiempo de comprender que el pie seguía sujeto a su cuerpo sólo por la carne de su pantorrilla. Después la hoja volvió a caer directamente sobre la herida abriéndose paso a través de la pierna hasta enterrarse en el colchón. Los muelles saltaron.

Annie sacó el hacha y la tiró a un lado. Miró el muñón sangriento con expresión ausente y cogió la caja de cerillas. Encendió una. Luego cogió el soplete de propano que tenía escrito Bernz-O-matiC en un lado y abrió la válvula. El soplete siseó burlescamente. La sangre salía a borbotones. Annie acercó delicadamente la cerilla a la boca del Bernz-O-matiC. Se oyó un bufido y apareció una llama larga y amarilla. Annie la ajustó hasta conseguir una dura línea azul de fuego.

—No puedo suturar, querido, no hay tiempo. El torniquete no sirve. No hay punto de presión. Tengo que… cauterizar.

Se inclinó. Paul gritó y la llama se desparramó sobre el muñón vivo y sangrante. Salió humo. Tenía un olor dulce. Él había ido con su primera mujer de luna de miel a Maui. Había un luau. Aquel olor le recordó al cerdo cuando lo sacaron del pozo en el que se había estado asando todo el día. El cochinillo estaba negro, doblándose, deshaciéndose.

El dolor gritaba. Él gritaba…

—Ya está, casi —dijo ella.

Giró la válvula y la sábana empezó a arder alrededor del muñón, que ya no sangraba, sino que quedó negro como la piel del cerdo al sacarlo del pozo del luau. Eileen había vuelto la cara, pero él había observado con fascinación cómo le arrancaban su crujiente envoltura con la misma facilidad con que uno se quita la camiseta después de un partido de fútbol.

—Ya está, casi…

Apagó el soplete. La pierna había perdido su pie y estaba rodeada de llamas. La mujer se inclinó y volvió a erguirse con su viejo amigo en las manos, el cubo amarillo. Lo volcó sobre las llamas.

Paul gritaba y gritaba. ¡El dolor! ¡La diosa! ¡El dolor…! ¡Oh, África! Ella miraba, lo observaba a él y contemplaba la sábana ensangrentada, que se iba oscureciendo. Al mismo tiempo, parecía sumida en una vaga consternación, como si escuchara en la radio la noticia de que un terremoto ha matado a miles de personas en Pakistán o en Turquía.

—Se pondrá bien, Paul —dijo, pero su voz, de pronto sonó asustada y sus ojos empezaron a vagar por la habitación, como cuando pareció perder el control al quemar el libro en la barbacoa; entonces se fijaron en algo, casi con alivio—. Sólo tengo que tirar la basura.

Cogió el pie. Los dedos aún se retorcían. Lo llevó a través de la habitación. Cuando llegó a la puerta, los dedos habían dejado de moverse. Él vio una cicatriz en el arco y recordó cómo se la había hecho: pisando un casco de botella cuando era pequeño. ¿Había sido en Revere Beach? Sí, creía. Recordó haber llorado y que su padre le decía que era sólo un corte sin importancia, que dejase de actuar como si le hubiesen cortado el pie. Annie se detuvo en la puerta y se volvió a mirar a Paul, que chillaba y se retorcía en la cama chamuscada y empapada de sangre con la cara pálida como un muerto.

—Ahora ya le he «hecho cojo» —afirmó—. No me culpe. La culpa es suya.

Se fue.

Paul también.

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