Misery

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III - Paul » 4

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Paul miró la última línea sin poder creerlo. Levantó la Royal. Había seguido levantándola como una pesa cuando ella no estaba en la habitación, sólo Dios sabía por qué. La agitó otra vez. Las teclas sonaron y cayó otro trozo de metal sobre la tabla que le servía de escritorio.

Oía el ruido del tractor cortacésped de Annie. Estaba en la parte delantera de la casa arreglando el prado para que esos joninos Roydman no tuviesen nada que contar en la ciudad.

Volvió a poner la máquina de escribir en la tabla, inclinándola hacia arriba para recibir la nueva sorpresa. La observó bajo la fuerte luz que entraba por la ventana sin alterar su expresión de incredulidad.

Sobresaliendo en el metal y ligeramente manchada de tinta, en la cabeza de la tecla ponía:

E

e

Para aumentar la diversión, la Royal había expelido otra de las letras más utilizadas, la «e».

Paul miró el calendario. La fotografía mostraba un prado con flores en el mes de mayo; pero él llevaba un registro propio del tiempo anotado en un trozo de papel y de acuerdo con su almanaque casero era el 21 de junio.

«Deja correr los días perezosos, aturdidos, los días locos del verano», pensó con amargura, y tiró la tecla en la dirección mil veces recorrida de la papelera.

«Bueno, ¿y ahora qué hago?», se preguntó, pero ya sabía la respuesta, escribir a mano. Era la única solución.

Pero ahora no. Aunque unos segundos atrás corría como amenazado por un fuego, ansioso por hacer que Ian, Geoffrey y el gracioso Hezequiah cayesen en la emboscada de los bourkas y fuesen transportados a las cuevas, preparando un final emocionante, de pronto se sentía muy cansado. El agujero del papel se había cerrado con un golpe inexorable.

«Mañana —pensó—, mañana empezaría a escribir a mano. ¡A la mierda, quéjate a dirección!».

Pero no podía hacerlo. Annie estaba demasiado rara.

Escuchó el monótono gruñido del cortacésped, vio su sombra y como siempre que pensaba en los cambios de personalidad de Annie, su mente recuperó la imagen del hacha elevándose y luego cayendo; el espectáculo de su espantosa cara, impasible, mortal, salpicada con su sangre. Lo revivía con toda claridad. Cada palabra que ella había pronunciado, cada súplica que él había proferido, el chirrido del hacha saliendo del hueso roto, la sangre en la pared… Todo tan claro como si estuviera ocurriendo en ese instante. Trató de bloquear ese recuerdo y llegó un segundo demasiado tarde.

Paul había entrevistado a muchas víctimas de accidentes de tráfico porque el giro crucial del argumento de Automóviles veloces se centraba en el accidente casi mortal de Tony Bonasaro en su desesperado esfuerzo por escapar de la policía, lo que conducía al epílogo, un interrogatorio contundente efectuado por el compañero del finado teniente Gray en el cuarto de hospital donde se hallaba Tony. Una y otra vez había escuchado lo mismo con diferentes palabras: «Recuerdo haber entrado en el coche y recuerdo haber despertado aquí. Todo lo demás está en blanco».

¿Por qué no le ocurriría eso a él?

«Porque los escritores lo recuerdan todo, Paul, especialmente las heridas —reconoció abatido—. Desnuda a un escritor, señala sus cicatrices y te contará la historia de cada una de ellas, incluyendo las más pequeñas. De las grandes, se sacan novelas, no amnesia. Es bueno tener un poco de talento si quieres ser escritor, pero el único requisito auténtico es la habilidad para recordar la historia de cada cicatriz… El arte consiste en la persistencia de la memoria».

¿Quién dijo eso? ¿Thomas Szasz? ¿William Faulkner? ¿Cyndi Lauper?

El último nombre trajo una asociación de ideas triste y dolorosa en las presentes circunstancias. El recuerdo de Cyndi Lauper hipando alegremente: «Las chicas sólo quieren divertirse». Era tan claro que casi producía un efecto auditivo: «Oh, papá querido, aún eres el número uno; / pero las chicas quieren divertirse. / Oh, cuando el día de trabajo termina, / las chicas sólo quieren divertirse».

De repente, necesitaba un pinchazo de rock and roll más de lo que había necesitado un cigarrillo en su vida. No tenía que ser Cyndi Lauper, cualquiera serviría. Cielos, hasta con Ted Nugent tendría bastante.

Recordó el hacha bajando y su tétrico silbido.

«No pienses en eso», se dijo.

Pero era estúpido. Pasaba el día repitiéndose lo mismo, sabiendo que aquel recuerdo estaba en su mente como un hueso en la garganta. ¿Iba a permitir que siguiera allí? ¿O iba a portarse como un hombre vomitando aquella porquería?

Entonces recordó algo más. Parecía que era el día de Peticiones de Éxitos Dorados para Paul Sheldon. El primero corría a cargo de Oliver Reed haciendo de científico loco, pero suavemente persuasivo en la película de David Cronenberg, La mosca. Reed instaba a sus pacientes del Instituto de Psicoplasmática, un nombre que a Paul le había parecido deliciosamente gracioso: «¡Vívanlo, vívanlo hasta el fondo!».

Bueno, tal vez en ciertas ocasiones no era un mal consejo.

«Una vez lo viví. Aquello fue suficiente», pensó Paul.

Si pasar por las cosas una sola vez fuera suficiente, habría sido un simple vendedor de aspiradoras como su padre.

«Vívelo, entonces. Vívelo hasta el fondo, Paul. Empieza con Misery —le sugirió su conciencia—. No, no puedo… ¡Sí, jódete!».

Paul se echó hacia atrás, se tapó los ojos con una mano y, gustándole o no, empezó a vivirlo.

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