Misery

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III - Paul » 9

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Un día, poco antes de la dactilotomía, Annie había entrado con dos platos de helado de vainilla, un frasco de crema de chocolate Hershey’s, una lata a presión de nata montada Redy-Whip y un tarro en el cual flotaban unas cerezas al marrasquino, rojas como la sangre del corazón y que semejaban especímenes biológicos.

—Se me ocurrió que podíamos comer unos helados, Paul —le dijo.

Su voz era falsamente alegre. A Paul no le gustó. Ni el tono de la voz ni la mirada inquieta de sus ojos. «Me estoy portando mal», insinuaba esa mirada. Le despertó la cautela y le hizo subir la guardia. Así la imaginaba en el momento de poner un montón de ropa en un escalón o un gato muerto en otro.

—Vaya, gracias, Annie —dijo, y la miró mientras echaba la crema y dos nubes de nata con la mano experimentada de una vieja adicta a los dulces.

—No tiene por qué darlas. Se lo merece. Ha trabajado muy duro.

Le dio su helado. El dulce le resultó empalagoso después de la tercera cucharada, pero continuó. Era más prudente. Una de las claves de la supervivencia en el panorámico Western Slope era entender que, «cuando Annie invita, más vale que llenes la tripita». Hubo un rato de silencio y ella dejó su cuchara. Con el dorso de la mano, se limpió de la barbilla una mezcla de cobertura de helado derretido, y dijo en un tono de voz agradable:

—Cuénteme el resto.

Paul dejó también la cuchara.

—¿Cómo dice?

¿Acaso no imaginaba que esto iba a ocurrir? Por supuesto. Si alguien hubiese enviado a Annie veinte cintas con nuevos episodios de Rocket Man, ¿se habría conformado con ver solo uno a la semana o uno al día?

Miró su helado, que se derrumbaba con una cereza casi enterrada en nata y otra flotando en el chocolate. Recordó cómo había visto la sala con platos embadurnados de dulce por todas partes.

No, Annie no era el tipo de personas que podía esperar. Annie habría visto los quince episodios en una noche aunque le doliesen los ojos y acabase con dolor de cabeza.

Porque a Annie le encantaban las cosas dulces.

—No puedo hacer eso —le dijo.

Su cara se ensombreció al instante. Pero ¿había visto también en ella la sombra de un alivio?

—¿Por qué no?

«Porque usted no me respetaría a la mañana siguiente», pensó en decir, pero se aguantó, reprimió sus deseos con todas sus fuerzas.

—Porque soy un pésimo narrador —respondió.

Tragó el resto de su helado en cinco enormes cucharadas que habrían congelado dolorosamente la garganta de Paul; luego dejó el plato y lo miró furiosa, no como si él fuese el gran Paul Sheldon, sino como si fuese alguien que se había atrevido a criticar al gran Paul Sheldon.

—Si es un pésimo narrador, ¿cómo ha logrado escribir best-sellers y que millones de personas adoren sus libros?

—No he dicho que sea un pésimo «escritor» de historias. En realidad, creo que en eso soy bastante bueno, pero contándolas soy un desastre.

—Eso es sólo una jonina excusa.

Decididamente, su rostro se ensombrecía por momentos. Las manos se habían apretado en unos puños que relucían sobre la pesada tela de la falda. El huracán Annie estaba otra vez en la habitación. Las cosas habían cambiado. Él la temía tanto como siempre, pero de algún modo había disminuido el control que ella ejercía sobre él. Su vida ya no le parecía gran cosa, con «tengo» o sin «tengo». Sólo sentía miedo de que le hiciera daño.

—No es una excusa —respondió—. Son dos cosas diferentes, como naranjas y manzanas, Annie. La gente que cuenta historias, generalmente no puede escribirlas. Si cree realmente que quien escribe historias es capaz de decir algo que valga la pena, no he visto a un pobre novelista en el Today Show.

—Bueno, no quiero esperar —dijo enfurruñada—. Preparé ese estupendo helado y lo menos que puede hacer es contarme algunas cosas. No tiene que ser toda la historia, claro; pero… ¿mató el barón a Calthorpe? —Sus ojos le brillaron—. Eso es algo que realmente quiero saber. Y si lo hizo, ¿cómo dispuso luego del cadáver? ¿Está descuartizado en ese baúl que su mujer no pierde de vista? He pensado mucho en eso, ¿sabe?

Paul meneó la cabeza, no para indicar que ella estaba equivocada, sino para indicar que no se lo diría.

Su cara se puso aún más negra. Su voz, sin embargo, era suave.

—Me está poniendo furiosa, muy furiosa. Lo sabe, Paul, ¿no es cierto?

—Claro que lo sé, pero no puedo evitarlo.

—Podría obligarle. Podría obligarle a evitarlo. Podría obligarle a decirlo. —Pero parecía tan frustrada como si supiese que era mentira—. Podría obligarle a decir algunas cosas, no a contarlo todo.

—Annie, ¿se acuerda de la historia que me contó del niño que, cuando la madre lo sorprende jugando con el limpiador bajo el fregadero y le obliga a dejarlo, dice: «Mamá, eres mala»? ¿Es eso lo que está diciendo ahora? Paul, eres malo.

—Si me enfurece, no puedo prometer que sea responsable de mis actos —le advirtió. Pero él pudo percibir que la crisis ya había pasado. Annie era vulnerable a conceptos como la disciplina y la conducta.

—Bueno, pues tendré que arriesgarme —contestó—, porque estoy actuando como esa madre. Me niego a contárselo no porque sea malo o quiera fastidiarla; se lo digo porque quiero que le guste la historia de verdad y si le doy lo que usted quiere, no le gustará y ya no querrá más.

«Y luego, ¿qué me ocurrirá a mí, Annie?», pensó, pero no lo dijo.

—Dígame al menos si el negro Hezequiah sabe dónde está el padre de Misery. Al menos, dígame eso.

—¿Quiere la novela o prefiere que llene un cuestionario?

—No se atreva a hablarme con ese tono sarcástico.

—Entonces, no finja que no entiende lo que estoy diciendo —exclamó Paul.

Ella se echó atrás, sorprendida e inquieta, perdiendo las sombras de la cara. Todo lo que quedó era esa extraña expresión de niña estúpida que se ha portado mal y espera un castigo.

—Usted quiere abrir en canal a la gallina de los huevos de oro —continuó Paul—. Eso es lo que quiere hacer. Pero cuando el granjero hizo eso, todo lo que encontró fue una gallina muerta y un montón de tripas inútiles.

—Está bien —admitió—, está bien, Paul. ¿Va a terminar su helado?

—No puedo comer más.

—Ya veo. Le he molestado. Lo siento. Espero que esté en lo cierto. No debí preguntar.

Había recuperado la calma. Paul esperaba que siguiese otro período de depresión profunda o de furia, pero no ocurrió.

Habían vuelto, simplemente, a la vieja rutina. Él escribía y Annie lo leía cada día.

Y pasó tanto tiempo entre la discusión y la dactilomía, que Paul había perdido la conexión hasta ahora.

«Me quejé de la máquina de escribir», pensó, mirándola y oyendo el zumbido del cortacésped, que ahora sonaba más débil. Se dio cuenta de que no era así porque Annie se estuviese alejando. Quien se estaba alejando era él, se estaba adormeciendo. Últimamente le ocurría a menudo, se dormía como un viejo en una residencia de ancianos recordando el pasado.

«No mucho. Sólo me quejé una vez. Pero una vez fue suficiente. Más que suficiente. Fue… ¿cuándo?, ¿una semana después de aquellos asquerosos helados? Más o menos. Sólo una semana y una protesta por el sonido enloquecedor de aquella tecla muerta. Ni siquiera le sugerí que comprase otra máquina usada a Nancy Whoremonger o como se llame, una que tuviese las teclas completas. Sólo dije que los ruidos me estaban volviendo loco y de pronto, el dedo pulgar de Paul fue como el objeto de un mago: ahora lo ves, ahora no lo ves. Pero ella no lo hizo porque yo hubiese protestado por la máquina de escribir, sino porque le había dicho que no y hubo de aceptarlo. Eso le dolió. Fue un acto de furia producida por el descubrimiento. ¿El descubrimiento de qué? De que, después de todo, ella no tenía todas las cartas en la mano, de que yo tenía un cierto control pasivo sobre ella. Sí, el poder del “tengo”. Bueno, al final he sido una Scherezade bastante aceptable».

Era demencial, gracioso y muy cruel. Muchos pueden burlarse, pero sólo porque no logran comprender hasta qué punto penetra la influencia del arte, incluso de un tipo tan degenerado como lo es la ficción popular. Las amas de casa organizan su horario alrededor de los culebrones de la tarde. Si tienen que volver a su trabajo, consideran de la máxima prioridad comprar un vídeo para poder verlos por la noche. Cuando Arthur Conan Doyle mató a Sherlock Holmes en Reichenback Falls, toda la Inglaterra victoriana protestó y exigió que volviese. El tono de sus protestas había sido exactamente como el de Annie. No de aflicción, sino de escándalo. Doyle fue amonestado por su propia madre cuando le comunicó su intención de acabar con Holmes. A vuelta de correo recibió su respuesta indignada: «¿Matar al señor Holmes? ¡Tonterías! ¡Ni se te ocurra!».

Por no hablar de su amigo Gary Ruddman, que trabajaba en la biblioteca pública de Boulder. Cuando Paul fue un día a visitarlo, encontró las persianas de Gary cerradas y un crespón negro en la puerta. Preocupado, Paul llamó con fuerza hasta que Gary contestó: «Vete —le había dicho—, estoy deprimido. Alguien ha muerto. Alguien importante para mí». Cuando Paul le preguntó quién era, Gary respondió cansado: «Van der Valk». Paul oyó cómo se alejaba de la puerta y, aunque volvió a llamar, Gary no regresó para abrir. Resultó que Van der Valk era un detective de ficción creado, y luego eliminado, por un escritor llamado Nicolas Freeling.

Paul estaba convencido de que la reacción de Gary había sido falsa, pretenciosamente afectada; en resumen, puro teatro. Siguió pensando así hasta 1983, cuando leyó El mundo según Garp. Cometió el error de leer poco antes de ir a la cama la escena en la que el hijo menor de Garp muere atravesado por una palanca de cambios. Tardó horas en dormirse. La escena seguía en su mente. La certeza de que sufrir por un personaje de ficción era absurdo hacía algo más que torturar su mente. Porque lo que estaba haciendo era sufrir, por supuesto. Reconocerlo no le había ayudado en absoluto, lo que le llevó a preguntarse si Gary Ruddman se había tomado más en serio a Van der Valk de lo que Paul había creído en aquellos momentos. Y eso trajo otro recuerdo a la superficie: había terminado de leer El señor de las moscas a los doce años, en un caluroso día de verano; luego, se dirigió a la nevera en busca de un vaso de limonada fría y entonces tuvo que cambiar de dirección y salir disparado hacia el cuarto de baño, donde se inclinó sobre el inodoro y vomitó.

Paul recordó de repente otros ejemplos de esa extraña manía. El modo en que la gente se agolpaba cada mes en los muelles de Baltimore cuando llegaba el paquete con la nueva entrega de Little Dorrit o de Oliver Twist de Dickens. Algunos llegaban a ahogarse, pero eso no sirvió para disuadir a los demás. Una anciana de ciento cinco años declaró que viviría hasta que Galsworthy terminase La saga de los Forsyte. Y murió una hora después de que le leyesen la página final del último volumen. A un joven montañero hospitalizado con un caso aparentemente fatal de hipotermia, sus amigos estuvieron leyéndole sin parar El señor de los anillos hasta que salió del coma. Había cientos de casos similares.

Suponía que cada escritor de best-sellers de ficción debía tener su propio repertorio de ejemplos sobre el modo en que lectores incondicionales llegan a identificarse con las situaciones ficticias que el escritor crea… «Ejemplos del complejo de Scherezade», pensó Paul, medio soñando mientras el sonido de la podadera de Annie subía y bajaba a una gran distancia. Recordó haber recibido dos cartas sugiriendo que crease un parque sobre Misery al modo de Disney World o de Great Adventure. Una de esas cartas incluía un anteproyecto. Pero la ganadora de la cinta azul, al menos hasta que Annie Wilkes había entrado en su vida, era la señora Roman D. Sandpiper III, de Ink Beach, Florida, de nombre Virgina, y que había convertido una habitación del segundo piso de su casa en un «salón de Misery». En su carta incluía fotografías Polaroid de «la rueca de Misery», de su escritorio, con la nota a medio escribir al señor Farverey comunicándole que asistiría al recital del School Hall el 20 de noviembre de los corrientes. Lo curioso era que estaba escrita en lo que Paul consideraba una caligrafía curiosamente adecuada a su heroína, no era redonda y fluida como corresponde a una señora, sino bien formada y semifemenina. El sofá de Misery, el muestrario de Misery («deja que el amor te instruya; no intentes instruir al amor…») y muchas otras cosas. Los muebles, según explicaba, eran todos auténticos, no reproducciones, y aunque Paul no podía asegurarlo, le pareció que era verdad. De ser así, ese fragmento de ficción debía de haber costado a la señora Roman D. Sandpiper miles de dólares. Virginia se apresuró a asegurar que no estaba utilizando a su personaje para hacer dinero ni tenía intención alguna de actuar en ese sentido, pero sí quería que él viese las fotografías y le dijese si había algún error, ya que estaba segura de tener muchos. La señora Roman D. Sandpiper (Virginia) esperaba también su opinión. Aquellas fotografías le causaron una sensación extraña y misteriosamente intangible. Había sido como ver fotografías de su propia imaginación y supo que, desde aquel momento, cada vez que tratase de imaginar la combinación sala-estudio de Misery, las instantáneas Polaroid de la señora Roman D. Sandpiper (Virginia) saltarían de inmediato a su mente, oscureciendo la imaginación de su concreción, alegre pero unidimensional. ¿Decirle lo que estaba mal? Eso era una locura. Desde ese momento sería él quien se lo preguntaría a sí mismo. Le había contestado con una breve nota de admiración y felicitación, una nota que no hacía referencia alguna a ciertas preguntas que se le habían ocurrido acerca de la señora Roman D. Sandpiper (Virginia) —por ejemplo, cómo podía estar tan loca—. Había recibido otra carta con nuevas Polaroid. La primera constaba de dos páginas a mano y siete fotografías. La segunda misiva tenía diez páginas e iba acompañada de cuarenta fotografías. La carta era un manual exhaustivo y agotador en el que la señora Roman D. Sandpiper (Virginia) explicaba dónde había encontrado cada pieza, cuánto había pagado por ella y el proceso de restauración seguido en cada caso. Le informaba de que había encontrado a un hombre llamado Mc Kibbon que tenía un viejo rifle y le había pedido que disparara para hacer un agujero en la pared junto a la silla. Aun cuando admitía que no podía jurar la autenticidad histórica del arma, la señora Roman sabía que el calibre era correcto. Casi todas las fotografías mostraban detalles de cerca. Si no hubiese sido por las explicaciones escritas a mano por detrás, podían haber pasado por esas fotografías que ofrecen las revistas de pasatiempos con la pregunta: «¿Qué hay en esta foto?», en que la macrofotografía hace que un pisapapeles parezca un poste y la parte de arriba de una lata de cerveza, una escultura de Picasso. Paul no había contestado a esa carta, pero eso no había desalentado a la señora Roman D. Sandpiper (Virginia), que había escrito cinco cartas más, las primeras cuatro con más fotografías, antes de desaparacer en un silencio confuso y ligeramente ofendido.

Había firmado la última carta con un sencillo y escueto «señora Roman D. Sandpiper». La invitación, hecha entre paréntesis, para que la llamase Virginia, había sido retirada.

Los sentimientos de aquella mujer, por obsesivos que fuesen, no habían evolucionado hasta la fijación paranoide de Annie; pero Paul comprendió ahora que la fuente había sido la misma. El complejo de Sherezade, el poder profundo y elemental del «tengo».

Su derivar aumentó. Se quedó dormido.

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