Misery

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III - Paul » 13

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Abrió los ojos de golpe. El guardia miraba hacia la casa. Paul no pudo ver sus ojos por las gafas, pero la inclinación de su cabeza expresaba sorpresa moderada. Se acercó un paso y luego se detuvo.

Paul miró la tabla. Al lado de la máquina de escribir había un cenicero de cerámica. Antaño hubiese estado lleno de colillas aplastadas. Ahora no tenía nada más peligroso para la salud que una goma de borrar y algunos sujetapapeles. Lo cogió y lo lanzó contra la ventana. El vidrio saltó en pedazos. Para él, fue el sonido más liberador que había oído en su vida. «Los muros se desmoronaron —pensó mareado, y gritó—: Aquí, ayúdeme, cuidado con la mujer, está loca».

El guardia del estado se quedó mirándolo. Abrió la boca. Buscó en el bolsillo de su camisa y sacó algo que no podía ser otra cosa que una fotografía. La consultó y avanzó hasta el borde del camino. Entonces dijo las últimas tres palabras que Paul le oiría decir, las últimas palabras que persona alguna le oiría pronunciar. Después de ellas produciría una serie de sonidos inarticulados, pero ninguna palabra real.

—Mierda —exclamó el guardia—, es usted.

La atención de Paul había estado tan fijamente concentrada en él, que no vio a Annie hasta que era demasiado tarde. Cuando se fijó en ella, sintió el golpe de un horror supersticioso. Annie se había convertido en una diosa, una cosa que era medio mujer y medio cortacésped, un extraño centauro femenino. Se le había caído la gorra de béisbol. Tenía la cara torcida en un gruñido paralizado. En una mano, llevaba una cruz de madera que había marcado la tumba de la vaca, que finalmente había dejado de mugir.

La vaca Bessie había muerto de verdad y cuando la primavera ablandó la tierra, Paul vio desde su ventana, unas veces mudo de asombro y otras desbordado por ataques de risa, cómo ella cavaba la tumba y luego arrastraba al animal, que se había ablandado considerablemente, desde el establo. Lo hizo con una cadena sujeta al enganche del remolque del Cherokee, en cuyo extremo ató a Bessie. Paul hizo una apuesta mental consigo mismo a que la vaca se partía por la mitad antes de llegar a la tumba; la perdió. Annie consiguió meter a la vaca y luego empezó a rellenar el agujero, un trabajo que no logró terminar hasta bien entrada la noche.

Paul la había visto plantar la cruz y luego leer la Biblia en la tumba a la luz de una luna naciente de primavera.

Ahora llevaba la cruz como una lanza apuntando a la espalda del guardia.

—¡Detrás de usted! ¡Cuidado! —gritó Paul, sabiendo que era demasiado tarde.

—¡Aggg! —musitó el muchacho, y caminó lentamente hacia el pasto con la espalda arqueada y el vientre hacia fuera.

Su cara parecía la de un hombre con ataque de ciática o con un terrible acceso de flatulencia. La cruz colgaba de él mientras se acercaba a la ventana donde estaba Paul con su cara gris de inválido enmarcada por trozos de cristal roto. Estiró las manos hacia sus hombros, lentamente. Miró a Paul como si estuviera haciendo enormes esfuerzos por rascarse un picor al que no llegaba.

Annie bajó del cortacésped y se quedó perpleja, con los dedos apretados contra las puntas de sus pechos. Entonces arremetió hacia adelante y sacó la cruz de la espalda del policía.

Él se volvió hacia ella intentando coger su pistola y Annie le metió la punta de la cruz en la barriga.

El agente volvió a gemir y cayó sobre sus rodillas agarrándose el estómago. Mientras se inclinaba, Paul pudo ver en la camisa marrón de su uniforme el corte donde había aterrizado el primer golpe.

Annie volvió a sacar la cruz, cuya afilada punta se había partido dejando un muñón mellado y astillado, y volvió a incrustarla entre sus omoplatos. Parecía una mujer tratando de matar a un vampiro. Los primeros dos golpes tal vez no habían sido lo bastante letales; pero esta vez, el soporte de la cruz penetró unos dos centímetros en la espalda del policía arrodillado, dejándolo tendido.

—¡Toma! —gritó Annie, sacando de su espalda la cruz conmemorativa de Bessie—. ¿Te gusta esto, pajarraco hijo de puta?

—¡Annie, déjalo ya! —gritó Paul.

Ella levantó los ojos hacia él. En ese instante, brillaban como monedas entre sus greñas grasientas y apestosas. Sus labios se compusieron en la mueca alegre de un loco que, al menos por el momento, se ha librado de toda inhibición. Luego miró otra vez al guardia del estado.

—¡Toma! —gritó.

Y volvió a hundir la cruz en su espalda, en las caderas, en un muslo, en el cuello y en el escroto. Lo apuñaló una docena de veces gritando «¡Toma!», cada vez que le clavaba la estaca. Entonces, el palo vertical de la cruz se partió en dos.

—Ahí tienes —dijo en un tono amable y se alejó por donde había venido. Antes de pasar por delante de Paul, tiró a un lado la cruz como si ya no le interesase.

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