Misery

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III - Paul » 17

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—¡Vamos! —exclamó—. Usted debe de pensar que Annie está hoy de un humor muy negro. Me gustaría que se relajara, Paul. —Puso la aguja en la bandeja—. Esto es escalopomina, una droga a base de morfina. Tiene suerte de que tenga morfina. Ya le conté con qué cuidado la vigilan en las farmacias de los hospitales. Se la dejo porque aquí hay mucha humedad y le pueden doler bastante las piernas hasta que regrese. Espere un momento. —Hizo un guiño que tenía implicaciones extrañamente inquietantes, era el guiño de un conspirador a otro—. Usted tira un jonino cenicero y yo acabo más ocupada que un empapelador manco. Enseguida vuelvo.

Volvió arriba y regresó al momento con los almohadones del sofá de la sala y las mantas de su cama. Le arregló los cojines para que pudiera apoyar la espalda y sentarse sin demasiadas molestias. Pero él sintió el frío de las piedras atravesándolos, como si quisieran congelarle.

Había tres botellas de Pepsi en la bandeja desvencijada. Ella quitó la chapa de dos de ellas con el abridor que colgaba de su llavero y le ofreció una. Se llevó la suya a la boca y se tomó la mitad sin parar. Eructó tapándose la boca con la mano en un gesto de educación.

—Tenemos que hablar —propuso—. O mejor dicho, yo tengo que hablar y usted tiene que escucharme.

—Annie, cuando le dije que estaba loca…

—Chissst. Ni una palabra sobre eso. Puede que después hablemos del asunto. No es que quiera hacer cambiar de opinión a un señor como usted, que vive del pensamiento. Todo lo que hice fue sacarle de su coche destrozado antes de que se congelase, entablillar sus pobres piernas y darle medicina para aliviar su dolor; cuidarle y convencerle de que dejase el libro que había escrito y de que escribiese lo mejor que ha escrito en su vida. Si eso es estar loco, lléveme al manicomio.

«¡Ay, Annie, si alguien por fin lo hiciera!», pensó, y antes de poder controlarse espetó:

—¡También me cortó el pie de los cojones!

Annie lanzó la mano con la velocidad de un látigo y le abofeteó con un sonido seco.

—No diga esas palabrotas delante de mí —le amonestó—. He recibido una educación que usted no tuvo jamás. Tuvo suerte de que no le cortase la glándula masculina. Y eso que lo pensé, ¿sabe?

Él la miró. Tenía el estómago como el interior de una máquina de hacer hielo.

—Sé que lo pensó, Annie —dijo suavemente.

Ella abrió los ojos de par en par y por un instante pareció sorprendida y culpable; ahora era Annie la mala en vez de Annie la antipática.

—Escúcheme, escúcheme con atención, Paul. Estaremos a salvo si no viene nadie a preguntar por ese tío antes de que oscurezca. Será noche cerrada dentro de hora y media. Si viene alguien antes…

Metió la mano en su bolsa caqui y sacó la pistola del guardia. Las luces del sótano brillaron en el rayo zigzagueante que la cortadora de césped había abierto en el tambor de la pistola.

—Si alguien se presenta antes, tengo esto preparado para él, luego para usted y después para mí.

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