Misery

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III - Paul » 39

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—¿La señora jefe está…?

—Chisss —chistó Ian con fiereza y Hezequiah calló.

Geoffrey sintió que el pulso latía en su garganta con rapidez descontrolada. De fuera llegaba el crujido constante y suave de las cuerdas y los aparejos, el lento batir de las velas en las primeras brisas débiles de los vientos alisios, el grito ocasional de un pájaro. Geoffrey podía escuchar a un grupo de hombres que cantaban, cuyas voces chillonas y desentonadas llegaba desde popa. Pero allí todo era silencio mientras los tres hombres, dos blancos y uno negro, esperaban a ver si Misery viviría o no.

Ian emitió un gemido ronco y Hezequiah lo agarró por un brazo. Geoffrey intensificó sus ya hisricos esfuerzos por controlarse. Después de todo lo ocurrido ¿podía ser Dios tan cruel que la dejase morir? Tiempo atrás, hubiese cegado esa posibilidad con indulgencia más que con indignación. La posibilidad de que Dios pudiese ser cruel le hubiese parecido absurdo en aquellos días.

Pero su idea de Dios, como de otras muchas cosas, había cambiado. Había sido la influencia de África. En ella descubrió que no había un solo Dios, sino muchos, y algunos eran más que crueles, estaban locos, y eso lo cambiaba todo. La crueldad podía llegar a ser comprensible con la locura, sin embargo, no cabía discusión.

Si su Misery estaba verdaderamente muerta, como él temía, pensaba ir a la cubierta de proa y lanzarse al mar. Siempre había sabido y aceptado el hecho de que los dioses eran duros, pero no quería vivir en un mundo donde los dioses fueran locos.

Esas cavilaciones se vieron interrumpidas por un suspiro áspero, medio supersticioso, de Hezequiah.

—Jefe Ian, Jefe Geoffrey. Miren. Sus ojos, sus ojos…

Los ojos de Misery, con ese matiz maravillosamente delicado de azul turquesa, se habían abierto. Pasaron de Ian a Geoffrey y otra vez a Ian. Por un momento, Geoffrey sólo vio sorpresa en aquellas pupilas… Y luego reconocimiento. Sintió que la alegría gritaba en su alma.

—¿Dónde estoy? —preguntó bostezando—. ¿Ian, Geoffrey, estamos en alta mar? ¿Por qué tengo tanta hambre?

Riendo y llorando, Ian se inclinó y la abrazó repitiendo una y otra vez su nombre.

Asombrada, aunque complacida, ella le devolvió el abrazo. En aquel instante, Geoffrey descubrió que podía renunciar a su amor para siempre. Viviría solo en una paz perfecta.

Tal vez los dioses no estaban locos, al menos, no todos.

Tocó a Hezequiah en el hombro.

—Creo que deberíamos dejarlos solos, ¿no le parece?

—Parece que eso estar bien, Jefe Geoffrey —dijo Hezequiah y sonrió deslumbrando con sus siete dientes de oro.

Geoffrey le robó a Misery una última mirada y, por un momento, aquellos ojos de singular belleza miraron los suyos llenándolo plenamente.

«Te amo, mi vida —pensó—. ¿Lo oyes?».

Tal vez la respuesta que recibió fue sólo la melancolía de su propia mente; pero no era probable. Era su voz, demasiado clara, inconfundible, oigo, yo también te amo.

Geoffrey cerró la puerta y subió a la cubierta de popa. En vez de lanzarse por la borda, como podría haber hecho, encendió su pipa y fumó lentamente contemplando el sol que se ponía por la nube del horizonteEsa nube que era la costa de África.

Y entonces, porque no podía hacerlo de otra manera, Paul Sheldon sacó la última página de la máquina de escribir y garabateó con un bolígrafo la palabra más odiada y más amada del vocabulario de un escritor:

F I N

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